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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (22 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Su coloratura era tan ligera y flexible que podría tratarse de una mujer. Pero no. Tenía ese aguzado e indefinible timbre de la voz masculina. Era joven, muy joven. ¿Quién se había tomado la molestia de enseñar a un simple niño como aquél? ¿Quién le había hecho partícipe de todos sus secretos?

La voz entonaba perfectamente la nota, entretejiéndose con los violines que la acompañaban, subiendo más alto que ellos, descendiendo, embelleciéndose sin esfuerzo.

No había sonido de metal en aquella voz. Sugería más la madera que el metal, se asemejaba más al sonido ligeramente oscurecido de un violin, al sonido festivo de la trompeta.

Era un
castrato
, ¡tenía que serlo!

Por un momento se vio dividido entre el ansia de salir a buscarla y el deseo de limitarse a escucharla. Que alguien obviamente tan joven pudiera cantar con ese sentimiento resultaba del todo imposible. Sin embargo, siguió escuchando. Aquella voz lo cautivaba, lo transportaba con su acrobática flexibilidad, matizada por tanta tristeza.

Tristeza, eso era. Se calzó las botas, se envolvió en su gruesa capa y salió en busca del cantante.

Lo que encontró lo sorprendió, aunque no por completo.

Siguiendo a la pequeña banda de músicos callejeros hasta una taberna, enseguida comprobó que se trataba de un chico que casi era ya un hombre; un niño alto, ágil y angelical con el porte de un hombre. Era rico: se adornaba el cuello con el más fino encaje veneciano, y en los dedos brillaban granates engarzados en plata profusamente trabajada. Los que estaban a su alrededor, movidos por el afecto y el cariño, lo llamaban «excelencia».

Estoy vivo, pensó Tonio, estoy en una habitación. Aquellas personas hablaban, se movían. Si estaba vivo, podría seguir vivo. Él tenía razón, Carlo no podía hacerle aquello, Carlo no. Con un enorme esfuerzo consiguió abrir los ojos. La oscuridad lo envolvió de nuevo, pero los abrió otra vez y vio las sombras que se deslizaban por las paredes y el techo bajo mientras hablaban.

Conocía aquella voz: era Giovanni, el
bravo
, que hacía siempre guardia a la puerta de Carlo, y decía algo en voz baja y amenazadora.

¿Por qué no lo habían matado todavía? ¿Qué ocurría? No se atrevió a moverse hasta haber tomado algunas precauciones y a través de los ojos entornados distinguió a aquel hombre delgado y sucio que sostenía una especie de maletín.

—¡No lo haré! ¡El chico es demasiado mayor! —protestó el hombre.

—No es demasiado mayor. —Giovanni estaba perdiendo la paciencia—. Haz lo que te han pedido y hazlo bien.

¿De qué estaban hablando? ¿Hacer qué? El
bravo
llamado Alonso estaba a su izquierda. Había una puerta y delante de ella el hombre del rostro enjuto repetía:

—No quiero tener nada que ver en esto. —Empezó a retroceder hacia la puerta—. Soy un cirujano, no un carnicero…

Pero Giovanni lo agarró con brusquedad y lo empujó hacía dentro hasta que sus ojos se clavaron en Tonio.

—Noooo…

Tonio se incorporó, justo en el momento en que las manos de Alonso caían sobre él para sujetarlo; el impulso le lanzó hacia delante y tiró al hombre flaco. La habitación entera se abalanzó sobre él mientras se debatía pateando para evitar que lo levantaran del suelo. Tonio vio que el maletín se abría y de él caían unos cuchillos; también oyó que el hombre murmuraba una frenética plegaria. Luego, tuvo el rostro del hombre al alcance de la mano y le pegó sin cesar mientras le golpeaba en el estómago con el puño derecho hasta derribarlo. A su alrededor se oyó el estrépito de cosas que se rompían. Se oía el ruido de la madera haciéndose pedazos, y de repente se volvió y se descubrió libre. La sorpresa le hizo caer. ¡La lluvia lo empapaba, se había escapado, corría!

La tierra mojada cedía bajo sus pies, las piedras se le clavaban en las botas y por un instante pareció que iba a salir victorioso, que la noche se lo tragaría, lo ocultaría, pero incluso entonces los oyó correr a sus espaldas.

Lo atraparon de nuevo, aulló, gritó. Lo llevaron de vuelta a la habitación, y el peso de un hombre lo aplastó contra el camastro.

Hundió los dientes en músculos y cabellos, y se revolvió con todas sus fuerzas al tiempo que sentía que le obligaban a abrir las piernas y oía el desgarrón de la ropa incluso antes de sentir el contacto del aire frío con su desnudez.

—¡Noooooo! —chilló dominado por la rabia y el alarido se despojó de toda palabra, se hizo inhumano, inmenso, cegándolo, ensordeciéndolo.

Con el primer corte del cuchillo supo que la batalla estaba perdida y comprendió qué le estaban haciendo.

Guido vio que el cielo sobre la pequeña población de Flovigo se volvía amarillo pálido. Yacía casi inerte, contemplando cómo la lluvia capturaba la cantidad suficiente de aquella luz para convertirse en un velo visible sobre el campo que se inclinaba colina abajo desde su ventana.

Alguien llamó a la puerta. La excitación que se apoderó de él cuando se levantó para responder lo cogió por sorpresa.

Allí estaba el hombre que lo había interpelado en el café de Venecia. Entró en la habitación y sin mediar palabra abrió una bolsa de cuero que contenía documentos.

Se volvió a derecha e izquierda emitiendo un breve quejido de exasperación al ver que no había ninguna vela encendida, se acercó a la ventana mojada y examinó todos los papeles con la minuciosidad de quien no sabe leer ni escribir. Luego se los entregó a Guido junto con otra bolsa.

Guido adivinó enseguida de qué se trataba. Contenía todas sus cartas de presentación de Nápoles, y él ni siquiera las había echado en falta. Se enfureció.

No obstante concentró su atención en los documentos. Estaban redactados en latín y firmados por Marc Antonio Treschi, y atestiguaban su intención de someterse a la castración para conservar su voz, absolviendo a cualquiera que pudiera ser acusado de complicidad en su decisión. El nombre del cirujano no se mencionaba para protección de éste.

El último, dirigido a su familia, del cual Guido tenía tan sólo una copia, ratificaba el compromiso formal del muchacho con el conservatorio San Angelo de Nápoles, donde estudiaría a las órdenes del maestro Guido Maffeo.

Guido miró estupefacto ese último documento.

—¡Pero yo no he instigado nada de esto! —alegó Guido.

—Hay un carruaje dispuesto para llevarlo hacia el sur —dijo el
bravo
tras una sonrisa—, y dinero suficiente para cambiar de cochero y caballo siempre que sea necesario hasta llegar a Nápoles. Esta es la bolsa del chico. Como ya le dije, es rico. Pero no verá ni
un zecchino
más hasta que no esté matriculado en su conservatorio.

—¡La familia debe saber que yo no tengo nada que ver en todo esto! —farfulló Guido—. ¡El gobierno veneciano tiene que saber que yo no he tomado parte en este asunto!

—¿Quién va a creerle, maestro? —El
bravo
soltó una breve carcajada.

Guido le dio la espalda. Examinó los documentos.

El
bravo
se puso a su lado como el ángel caído.

—Maestro —dijo—, si yo fuera usted, no esperaría a que el chico despertase. El opio que le han dado es muy fuerte. Lo cogería ahora mismo y me lo llevaría de aquí. Me alejaría cuanto antes de la frontera del estado veneciano. Y cuídelo bien, maestro. Es el único que puede exculparle.

Guido entró en la casucha donde dormía Tonio. Vio la sangre que surcaba su rostro y la boca y la garganta amoratadas por los golpes. Se percató de que le habían atado las manos con una áspera cuerda. Su rostro aparecía exánime.

Guido retrocedió un paso y soltó un sordo y largo gemido. Puso los ojos en blanco y despegó los labios mostrando los dientes. El gemido proseguía, incapaz de detenerse. Luego se le atravesó en la garganta transformado en una oleada de náusea. Contempló el colchón manchado de sangre, los cuchillos tirados entre la paja y la suciedad del suelo, y con un temblor que le sacudió todo el cuerpo sintió que el gemido volvía a brotar de él.

Cuando finalmente calló, se había quedado solo en esa habitación con Tonio; el
bravo
se había marchado y la puerta se abría a una población tan silenciosa que parecía estar deshabitada.

Se acercó al lecho. Tonio tenía el semblante tan yerto que transcurrieron varios minutos antes de que Guido reuniera el valor suficiente para colocar la mano sobre la boca del chico y percibir su débil respiración.

Estaba vivo. Tenía la piel húmeda y febril.

Entonces Guido apartó el pantalón roto y examinó la mutilación.

Habían abierto el escroto de una cuchillada, habían extraído el contenido y el corte había sido toscamente cauterizado. Pero se trataba de una herida pequeña, la operación se había realizado de la manera más segura posible y no había señales de inflamación. Con el paso del tiempo, la bolsa escotral quedaría reducida a nada.

Cuando ya retiraba la mano de la herida, el cuerpo de Guido se agitó con un nuevo descubrimiento.

Miró el miembro del muchacho y comprobó que ya había adquirido los primeros centímetros de virilidad.

Un terror agudo se apoderó de él, incluso en medio del horror descarnado de aquella habitación, el chico amoratado y cubierto de sangre y el
bravo
asomándose por la puerta con mirada lasciva.

Guido no entendía el cuerpo humano. No comprendía los misterios que lo habían vencido cuando su voz se apagó en el umbral mismo de la grandeza. Sabía tan sólo que además de aquella monstruosa agresión, podría haberse cometido otra espantosa injusticia.

Despacio, acarició el rostro blanco del muchacho dormido en busca de la aspereza de una barba masculina por leve que fuera.

Pero no la encontró.

Tampoco tenía vello en el pecho. Guido cerró los ojos e invocó en su fiel memoria el sonido de esa voz alta y clara que de forma tan magnífica había oído amplificada bajo las bóvedas de San Marco.

Era pura, perfecta.

Sin embargo, allí estaba el primer indicio de virilidad.

A sus espaldas, el
bravo
se movió en el hueco de la puerta. Lo llenó por completo con sus anchos hombros, de forma que la luz se extinguió y no se distinguían los rasgos de su rostro cuando de nuevo dejó oír su voz, grave y amenazadora.

—Lléveselo a Nápoles, maestro. Enséñele a cantar. Dígale que si no se queda con vos, se morirá de hambre, ya que de su familia no puede esperar nada. Convénzalo además de que debe estar agradecido por marcharse con vida, la cual con toda seguridad perderá si alguna vez regresa al Véneto.

6

A la misma hora, en Venecia, Carlo Treschi recibía la intempestiva visita de una frenética Catrina Lisani, que le mostró una larga y elaborada carta de Tonio donde confesaba su intención de someterse a la fatal operación para conservar la voz y matricularse en el conservatorio napolitano de San Angelo.

De inmediato se mandaron mensajeros a los Oficios de Estado y hacia el mediodía, todos los espías del gobierno veneciano se afanaban en buscar a Tonio Treschi.

Ernestino y su banda de músicos fueron arrestados.

Se citó a Angelo, Beppo y Alessandro para interrogarlos.

Al atardecer, en todos los barrios de Venecia era del dominio público el sacrificio que el patricio vagabundo había hecho por su voz, era la comidilla de la ciudad, y ante el Tribunal Supremo pasaron, uno tras otro, todos los médicos de la urbe.

Mientras tanto, al menos siete patricios confesaron haber agasajado al joven maestro de San Angelo de Nápoles, quien había preguntado varias veces por el patricio que cantaba por las calles.

Beppo, hecho un mar de lágrimas, confesó finalmente que había llevado a ese hombre junto con Tonio a San Marco. Beppo fue encarcelado al instante.

Carlo, con lágrimas sentidas y viva elocuencia se culpó a sí mismo del giro aterrador que habían tomado los acontecimientos por no haber puesto freno a la imprudente y exagerada afición de su hermano a la música. No había visto ningún peligro en ello. Incluso había oído hablar del encuentro entre Tonio y el maestro de Nápoles, y de manera estúpida le había restado importancia.

Se mostraba inconsolable mientras murmuraba aquellas acusaciones contra sí mismo ante sus interrogadores, tenía el rostro abotargado por el llanto y las manos le temblaban.

Su desesperación era sincera porque, llegados a ese punto, empezaba a cuestionarse si su plan saldría bien y era presa de la angustia.

Marianna Treschi intentó tirarse por una ventana del
palazzo
que daba al canal y los criados tuvieron que sujetarla.

La pequeña Bettina, la muchacha de la taberna, lloraba mientras explicaba que ni la comida ni la bebida, ni el sueño, ni el placer de las mujeres podían disuadir a Tonio de cantar.

A medianoche aún no se había hallado ni rastro del maestro de Nápoles ni de Tonio, y la policía recorría todas las poblaciones cercanas a Venecia, sacando de la cama a cualquier médico que de algún modo pudiera estar involucrado en la castración de niños.

Ernestino fue puesto en libertad para que contara a todo el mundo lo obsesionado que estaba Tonio por la inminente pérdida de la voz, y en los cafés y las tabernas no se hablaba de otra cosa, del talento del chico, de su belleza, de su arrojo.

A primeras horas de la mañana, cuando el senador Lisani llegó por fin a su casa, su esposa, Catrina, estaba histérica.

—¿Es que se ha vuelto todo el mundo loco en esta ciudad? ¿Cómo pueden creerse eso? —gritaba—. ¿Por qué no has mandado arrestar a Carlo y lo has acusado del asesinato de su hermano? ¿Por qué Carlo sigue con vida?


Signora
… —Su esposo se dejó caer en la silla, agotado—. Estamos en el siglo
XVIII
y no somos los Borgia. No hay ningún indicio de asesinato, ni por lo tanto, de delito.

Catrina se echó a chillar desesperadamente y al fin alcanzó a barbotar que si no se encontraba a Tonio con vida antes del mediodía siguiente, Carlo sería hombre muerto. Ella misma se encargaría de hacérselo pagar.


Signora
—dijo de nuevo su esposo—, es muy probable que el chico esté muerto o mutilado, pero si asumes la responsabilidad de quitarle la vida a Carlo Treschi por ese motivo, tú sola asumirás una responsabilidad eterna que ninguno de mis colegas está dispuesto a compartir: la desaparición de la estirpe de los Treschi.

Parte III
1

Llegaron a Ferrara antes de que cayera la noche y Tonio seguía sin volver en sí. Sacudido por el carruaje que corría por la fértil llanura, abría los ojos de vez en cuando pero no parecía ver nada.

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