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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (21 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—¡Yo no te odio! —exclamó Tonio.

Pareció que Carlo, desarmado por la emoción de aquel grito, alzó la vista en un momento de emoción desgarrada.

—Y yo nunca te he odiado —jadeó, como si por primera vez comprendiera el alcance de sus sentimientos—. Marc Antonio —prosiguió, y antes de que Tonio pudiera evitarlo, Carlo lo había tomado por ambos brazos, y estaban tan cerca que podrían haberse abrazado, podrían haberse besado.

La expresión de Carlo era de asombro y casi de espanto.

—Marc Antonio —dijo con voz quebrada—, yo nunca te he odiado…

5

Llovía. Tal vez una de las últimas lluvias primaverales. Hacía tanto calor que a nadie le importaba demasiado. La
piazza
era de plata, la lluvia de un azul argentado, y a intervalos el gran suelo enlosado parecía una sólida lámina de agua resplandeciente.

Unas figuras embozadas correteaban bajo los cinco arcos de San Marco y las luces de los cafés los alumbraban a través de una cortina de humo.

Guido no estaba tan borracho como habría deseado. Detestaba el bullicio y la iluminación de aquel lugar, aunque por otra parte allí se sentía a salvo. Acababa de recibir otro pago de su asignación procedente de Nápoles y se preguntaba si no debería marchar ya hacia Verona y Padua. Aquella ciudad era magnífica, el único lugar en su periplo cuya belleza no había sido exagerada.

Sin embargo resultaba demasiado densa, demasiado oscura, demasiado asfixiante. Noche tras noche se dirigía a la
piazza
sólo por el placer de esa vasta extensión de tierra y cielo y sentir que podía respirar libremente.

Contempló la lluvia que caía sesgada entre los arcos. Una forma oscura obstruyó la puerta, pero luego avanzó hacia el interior del café. De nuevo entró la lluvia empujada por el viento y casi la sintió en su rostro acalorado, en el dorso de las manos que mantenía dobladas ante sí. Apuró el vaso. Cerró los ojos.

No obstante, volvió a abrirlos de inmediato porque alguien se había sentado junto a él.

Se volvió despacio, con cautela, y vio a un hombre de rostro ordinario y brutal, la barba tan mal afeitada que había dejado un rastro de cerdas azuladas.

—¿Ha encontrado el maestro de Nápoles lo que buscaba? —preguntó el hombre en voz baja.

Guido no respondió enseguida. Tomó un pequeño sorbo de vino blanco, seguido de otro de café ardiendo. Le gustaba que el café atravesara la dulzura que el vino le creaba en el paladar.

—No nos han presentado —dijo, mirando hacia la puerta abierta—. ¿Cómo es que usted me conoce a mí?

—Tengo un discípulo que le interesará. Desea que lo lleve de inmediato a Nápoles.

—No esté tan seguro de que vaya a interesarme —dijo Guido—. Y además, ¿quién es él para pedirme que lo lleve a Nápoles?

—Si lo rechaza cometerá un error —prosiguió el hombre. Se había acercado tanto a Guido que éste notaba su aliento. Y también lo olía.

—Vaya directo al grano o déjeme en paz. —Los ojos de Guido se movieron mecánicamente hasta quedarse fijos en el hombre.

—Usted no es más que un eunuco —masculló el hombre tras esbozar una leve sonrisa que deformó su rostro.

La mano de Guido se movió muy despacio pero sin disimulo bajo la capa hasta cerrar los dedos en torno a la empuñadura de la daga. Sonrió, indiferente a los asombrosos contrastes de aquel rostro: la boca sensual, la nariz aplastada, y los ojos que, por sí solos, hubieran resultado lánguidos y hermosos.

—Escúcheme —dijo el hombre en un lento murmuro—. Y si alguna vez le cuenta a alguien lo que voy a decirle, será mejor que no vuelva a poner los pies en esta ciudad. —Miró hacia la puerta y luego prosiguió—: Es un chico de buena familia. Desea hacer un gran sacrificio por su voz, pero hay quienes podrían intentar disuadirlo. Es necesario hacerlo deprisa y con delicadeza. También desea marcharse tan pronto como todo haya acabado, ¿comprende? Al sur de Venecia hay una ciudad llamada Flovigo. Vaya allí esta noche, a la hostería. El chico se reunirá con usted.

—¿Qué chico? ¿Quién es? —Guido entornó los párpados—. Los padres deben dar su consentimiento. Los inquisidores del estado podrían…

—Soy veneciano. —Su sonrisa permanecía inalterable—. Usted no lo es. Llévese al chico a Nápoles, con eso será suficiente.

—¡Dígame ahora mismo quién es ese chico! —La voz de Guido se alzó amenazadora.

—Ya lo conoce. Lo ha escuchado esta tarde en San Marco. Lo ha escuchado con los cantantes callejeros.

—¡No le creo! —susurró Guido.

—Regrese a su posada. —El hombre le mostró una bolsa de cuero—. Dispóngalo todo para partir de inmediato.

Durante unos instantes, Guido se detuvo ante la puerta, bajo la lluvia, con la esperanza de que aquellas gotas frías pudieran hacerle recuperar la razón. Reflexionaba poniendo en funcionamiento unos resortes que su mente nunca había utilizado. Sintió el insólito regocijo de la astucia. Una parte de él le aconsejaba: «Márchate ahora mismo y toma cualquier barco que te lleve lejos». La otra decía: «Lo que vaya a ocurrir sucederá igualmente aunque no estés aquí para beneficiarte». Pero ¿qué iba a ocurrir exactamente? Empezaba a alarmarse cuando sintió una mano en el codo. Ni siquiera había visto aproximarse a aquel individuo, y a través del fino y helado velo de la lluvia apenas distinguió el rostro del hombre. Lo único que notó fue una mano que le causó un dolor instantáneo y una voz que al oído le susurraba:

—Vamos, maestro.

Fue en la taberna donde Tonio vio por primera vez a aquellos tres.

Estaba muy borracho. Había estado en el piso de arriba con Bettina, y al bajar a la sala atestada de humo, se había desplomado en el banco situado junto a la pared, incapaz de seguir caminando. Tenía que hablar con Ernestino, explicarle que aquella noche no podía ir con él y los demás. Su voz no podía expresar aquella mezcla de horrores. Aún no se había escrito una música semejante.

Mientras miraba aquella penumbra empañada le asaltó un extraño pensamiento: a esas alturas ya tendría que estar inconsciente. Nunca, habiendo bebido tanto, había permanecido despierto para presenciar su propia degradación.

Todo le daba a entender que ésa era la habitación: cuerpos pesados que se movían bajo lámparas manchadas de hollín, y la jarra que descendía ante él.

Estaba a punto de beber cuando vio las caras de aquellos hombres. Los contempló uno a uno y todos ellos parecían adoptar una postura deliberada que sólo permitiera mostrar la mirada escrutadora de uno de sus ojos.

Cuando los relacionó y reconoció quiénes y qué eran, experimentó una punzada de pánico a través de la embriaguez que, en otras circunstancias, lo hubiera arrastrado a la desesperación.

Nada cambió en la habitación. Se esforzó por mantener los ojos abiertos. Llegó incluso a alzar el vaso y a beber sin darse cuenta de lo que hacía. Súbitamente se lanzó hacia delante, mirando desafiante a uno de aquellos hombres. Después su cabeza golpeó la pared de detrás.

En su mente un plan luchaba por cobrar forma, aunque era incapaz de razonarlo. Implicaba determinar a qué distancia se encontraba del
palazzo
Lisani y cuál era el camino más seguro. Levantó la mano en un intento de agarrar los hilos que lo guiarían por las calles y los canales y, justo en ese instante, todo se desvaneció. Vio que uno de los hombres se acercaba.

Movió los labios construyendo palabras: «Carlo va a hacer que me maten». Pero en aquel bullicio no oyó ninguna de ellas. Lo había dicho asombrado. Asombrado de que aquello estuviera ocurriendo y asombrado de que hasta aquel preciso instante no lo hubiera creído posible.

¿Carlo? ¿Qué quería Carlo con tanto desespero? Aquello era incomprensible. ¡Y sin embargo estaba ocurriendo! ¡Tenía que escapar de allí!

Aquel demonio de
bravo
se había sentado frente a él, ocultando toda la taberna con sus anchos hombros al tiempo que acercaba su inmenso rostro.

—Vamos,
signore
—susurró—. Su hermano quiere hablarle.

—Oh, no. —Tonio sacudió la cabeza.

Alzó la mano para hacer una señal a Bettina y se sintió arrastrado hacia arriba como si fuera ingrávido, sus pies tropezaban con piernas entrecruzadas hasta que, de repente, se vio en la calle. Tragó saliva. La lluvia le golpeaba el rostro suavemente. Al intentar mantener el equilibrio, se desplomó hacia atrás contra la pared mojada.

Al volver la cabeza con cautela, advirtió que era libre.

Echó a correr.

Sentía dolor en los pies al pisar con fuerza a través del embotamiento, pero sabía que avanzaba deprisa, que en realidad se precipitaba hacia la bruma que era el canal. En un momento dado se abalanzó hacia delante para ver las farolas del embarcadero antes de que tiraran de él hacia atrás, hacia la oscuridad. Tenía la daga en la mano y la clavó en un bulto blando que acto seguido chocó contra el suelo. Notó que le agarraban y le obligaban a abrir la boca.

Tensó el cuerpo con todas sus fuerzas para impedirlo. Luego, basqueando y luchando por respirar al tiempo que le ponían una cuña entre los dientes, sintió el primer chorro de vino en el paladar.

La primera vez lo vomitó con una convulsión que le provocó un agudo dolor en las costillas, pero sus atacantes no cejaron. Tenía el convencimiento de que si no conseguía cerrar la boca o soltarse se volvería loco. O se ahogaría.

Guido no dormía. Se hallaba en ese estado que, a veces, resulta más gratificante que en el sueño, porque puede saborearse. Tumbado boca arriba en aquella diminuta y monástica habitación de la pequeña ciudad de Flovigo, observaba la ventana de madera abierta a la lluvia primaveral.

Los relámpagos iluminaban el cielo. Faltaba, tal vez, una hora para el amanecer. Aunque en circunstancias normales hubiera tenido frío a pesar de que estaba completamente vestido, ya que el viento hacía que la lluvia se colara en la habitación, esta vez no era así. El aire le formaba una capa de hielo en la piel que no calaba hasta los huesos.

Había pasado varias horas pensando y al mismo tiempo con la mente casi en blanco. Nunca en la vida su mente le había parecido tan vacía y sin embargo tan llena.

Sabía cosas, pero no reflexionaba sobre ellas, aunque cruzaban su pensamiento una y otra vez.

Sabía, por ejemplo, que en Venecia los espías de los inquisidores del estado se hallaban en todas partes; se enteraban de quién comía carne en viernes y de quién pegaba a su mujer. Y que los agentes de los inquisidores del estado tenían autoridad para arrestar a cualquiera en secreto y encarcelarlo, e incluso ejecutarlo con veneno, estrangularlo o ahogarlo al amparo de la noche.

Sabía que los Treschi eran una familia poderosa. Sabía que Tonio era el hijo predilecto.

Sabía que las leyes en muchos lugares de Italia prohibían la castración de niños, a no ser que hubiera algún motivo de carácter médico para ello, o que los padres y el propio chico dieran el consentimiento.

Sabía que entre los pobres, esas leyes no se contemplaban.

Sabía que entre los ricos, la operación era un hecho insólito.

Sabía que, incluso en aquella remota población, seguía dentro del estado veneciano.

Quería salir de la jurisdicción de Venecia. Conocía la corrupción del sur de Italia, no la de aquel lugar.

Por último, también sabía que todos los eunucos que había conocido habían sido castrados durante la infancia, tan pronto como los testículos adquirían su primer peso. Pero no entendía por qué, si era más aconsejable para la voz o si simplemente era mejor practicar cuanto antes la operación.

Sabía que Tonio Treschi tenía quince años. Sabía que la voz generalmente se quiebra tres años después. Sabía que la voz que había oído en la iglesia no había cambiado todavía, que era completamente pura.

Sabía todo eso pero no le importaba. Tampoco pensaba en el futuro, en lo que pudiera ocurrirle una hora o un día después.

Aunque de vez en cuando, todo aquel conocimiento se desvanecía y su mente derivaba hacia el recuerdo, despojado también de cualquier análisis, del momento en que había oído la voz de Tonio Treschi por primera vez.

Había sido en una noche de bruma. Él estaba tumbado en la cama, tal y como se encontraba justo en esos instantes en la habitación de Flovigo, completamente vestido, con la ventana abierta. Lo más crudo del invierno ya había pasado y pronto la temperatura sería más apropiada para poder viajar con comodidad.

Lamentaría dejar Venecia, que lo había hechizado y repelido a la vez. Su próspera clase comerciante lo había asombrado, al igual que su sigiloso y complejo gobierno. Día tras día había deambulado por el Broglio y la
piazza
contemplando el espectáculo y la ceremonia inherentes a los oficios de estado. Allí los diletantes, esos músicos ricos, más dotados y hábiles que los que jamás hubiera conocido, se habían mostrado extraordinariamente amables con él.

Había llegado, sin embargo, el momento de partir. Era hora de regresar a Nápoles con los dos chicos que había dejado aguardando en Florencia. En esos instantes no soportaba pensar en ellos, ninguno de ellos era nada excepcional, y temía quizás algún reproche por parte de sus superiores.

Pero no le importaba. Estaba demasiado cansado de todo aquello. Le sentaría bien enseñar de nuevo, fueran cuales fuesen los resultados. Quería volver a Nápoles, a las habitaciones del conservatorio donde había transcurrido su vida.

Entonces oyó a aquellos cantantes.

Al principio no le parecieron nada excepcional: el habitual entretenimiento callejero. Eran buenos, despertaron en cierta medida su interés, pero ya había escuchado otros del mismo estilo en Nápoles.

De repente un soprano se elevó por encima del grupo, y le sorprendió su tono exquisito y su inusitada agilidad.

Saltó de la cama y se asomó a la ventana.

Los muros que se alzaban ante él ocultaban el cielo. Abajo, rodeando las antorchas y farolas que ardían a la orilla del canal, vio una bruma que se ondulaba, elevándose. Aquella niebla que seguía la corriente de agua y que cercaba a la luz con sus tentáculos parecía tener vida. Esa visión lo inquietó.

Sin saber por qué se sintió atrapado en aquel laberíntico lugar y ansioso de aire libre, del espectáculo de las estrellas que se deslizaban por la bóveda celeste hacia la bahía de Nápoles.

Pero esa voz, esa voz que parecía ascender con la bruma le causaba dolor. Fue la única vez en su vida que se encontró ante una voz que no fue capaz de identificar. ¿Era de hombre, de mujer, de niño?

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