Un grito al cielo (9 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: Un grito al cielo
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Dejó escapar un gemido, un sonido grave que fue creciendo y acabó siendo reprimido antes de acabar. Mantenía la boca cerrada con fuerza y, repente, se revolvió de forma tan violenta que él la soltó al instante y Marianna se tambaleó hacia atrás.

Gimió de nuevo y abrió los ojos con desmesura.

—¿
Mamma
? —Tuvo miedo de ella. Y advirtió que su rostro se había convertido gradualmente en aquella máscara de cólera que tan a menudo había visto durante su infancia.

Alzó las manos en un acto reflejo. El primer golpe le dio de lleno en la mejilla, y la punzada de dolor lo exasperó.

—¡Para! —le gritó.

Ella le pegó de nuevo y después lo siguió haciendo con la mano izquierda, mientras con los dientes apretados soltaba un chillido tras otro.

—¡Para,
mamma
, para! —gritó él, con las manos cruzadas ante la cara y cada vez más enfurecido—. ¡No te lo voy a consentir, para!

Pero los golpes no cesaban, ella continuaba gritando y él pensaba que nunca la había odiado tanto en toda su vida.

La sujetó por la muñeca, y se la dobló hacia atrás; entonces notó la otra mano que lo agarraba por el pelo y tiraba cruelmente de él.

—¡No me hagas esto! —gritó Tonio—. ¡No lo hagas!

Entonces la abrazó, intentó estrecharla contra su pecho y retenerla allí, inmóvil, conteniendo sus sollozos. Advirtió con dolorosa vergüenza que las puertas que daban al gran salón se estaban abriendo.

Antes de que ella se diera cuenta, allí estaban su padre y su secretario, el
signore
Lemmo, quien enseguida retrocedió.

Marianna abofeteaba a Tonio de nuevo, le gritaba, y en ese momento Andrea se acercó.

Debió de ser su túnica lo primero que ella apreciara, la gran extensión de color y, de súbito, se desplomó. Andrea la tomó en sus brazos, abriéndose a ella, envolviéndola lentamente.

Con el rostro ardiendo, Tonio se quedó mirando atónito. Era la primera vez en su vida que veía a su padre tocar a su madre. Ella se revolvió contra su esposo como si no quisiera mancharle la túnica, como si quisiera esconderse entre sus propios brazos al tiempo que gritaba como una histérica.

—Pequeños míos —susurró Andrea. Sus dulces ojos castaños recorrieron la bata y el chal de su esposa, sus pies descalzos y luego se posaron en su hijo con calma, con tristeza.

—Quiero morirme —dijo ella, temblando—. Quiero morirme… —La voz le salía de lo más hondo de la garganta. Andrea le acarició con delicadeza los cabellos. Entonces los blancos dedos se alargaron y se cerraron en torno a la cabeza menuda de Marianna, al tiempo que la atraía contra su pecho.

Tonio se secó las lágrimas con el revés de la mano. Alzó la cabeza y en voz baja dijo:

—Es culpa mía, padre.

—Excelencia, dejadme morir —musitó ella.

—Sal, hijo mío —le pidió Andrea con dulzura. Sin embargo, le hizo una seña para que se acercara y le estrechó la mano con fuerza. Su tacto era frío y seco, pero inequívocamente cariñoso—. Ahora vete y déjame a solas con tu madre.

Tonio no se movió. Contempló la delgada espalda de su madre contraerse por los sollozos, y el cabello, aquella masa bruñida, cayendo sobre el brazo de su padre. Le suplicó en silencio.

—Vete, hijo mío —repitió Andrea con infinita paciencia. Y como si quisiera tranquilizarlo, le cogió la mano de nuevo y la estrujó con ternura antes de señalarle la puerta abierta.

11

Era en esa etapa de la vida cuando la voz de Guido, de haber sido un muchacho normal, hubiese cambiado y hubiese descendido del tono de soprano propio de un niño al de tenor o bajo. Y ésa es siempre una fase peligrosa para los eunucos. Nadie sabe por qué.

Al parecer el cuerpo intenta desplegar la magia para la cual ya no tiene poder y la voz se ve tan amenazada por este vano esfuerzo que muchos profesores no permiten a sus
castrati
cantar durante esos meses. La voz, suponen, se recuperará enseguida.

Por lo general, así sucede.

Pero a veces se pierde.

En el caso de Guido, esa tragedia ocurrió.

Transcurrió medio año antes de que se supiera a ciencia cierta. Y aquéllos fueron unos meses de insoportable agonía para Guido. Por mucho que lo intentara sólo emitía sonidos roncos y mates. Sus maestros estaban abatidos por la pena. Gino y Alfredo no podían mirarlo a los ojos. Incluso quienes antes lo habían envidiado estaban mudos de horror.

Pero, por supuesto, nadie sintió tanto esa pérdida como Guido, ni siquiera el maestro Cavalla, que lo había preparado.

Una tarde, tras coger todo el dinero ganado en las fiestas y cenas en las que había cantado y los ahorros que no había gastado por falta de tiempo, Guido desapareció con un hatillo a la espalda sin despedirse de nadie.

Nadie lo guiaba. No llevaba mapa. De vez en cuando preguntaba a alguien y durante diez días caminó por los empinados y polvorientos caminos que se adentraban más y más en el corazón de Calabria.

Por fin llegó a Caracena. Salió de allí al amanecer, con la paja de la posada donde había pernoctado todavía pegado al abrigo, subió la cuesta, llegó a la tierra de su padre y encontró la casa donde había nacido tal como la había dejado doce años atrás.

Junto al fuego había una mujer acuclillada, gruesa, con las líneas de la boca hundidas por falta de dientes, los ojos inexpresivos. La grasa de cocinar hacía brillar su piel. Durante un momento dudó. Luego supo perfectamente quién era.

—¡Guido! —susurró.

Tenía miedo de tocarlo.

Esbozó una reverencia y limpió un banco para que pudiera sentarse.

Llegaron sus hermanos. Pasaron las horas. Unos niños sucios se acurrucaban en el rincón. Finalmente apareció su padre, de pie junto a él, el mismo hombre corpulento de siempre, para ofrecerle una tosca copa de vino con ambas manos y su madre le puso delante una espléndida cena.

Todos admiraban su elegante abrigo, las botas de cuero, la espada que llevaba al costado con la vaina de plata.

Él seguía sentado, contemplando el fuego, absorto como si ellos no estuvieran a su alrededor.

Pero, de vez en cuando, sus ojos se movían como accionados por una manivela.

Y observó a aquel grupo de hombres morenos y corpulentos, con las manos ennegrecidas por el vello y la suciedad, y las vestimentas de piel de cordero y cuero sin curtir.

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué he venido?

Se levantó, dispuesto a marcharse.

—¡Guido! —musitó su madre. Se secó las manos deprisa y se acercó a él como si quisiera tocarle la cara. Nadie más se había dirigido a él en ese lugar.

Había algo en la voz de su madre que lo desconcertó. Era el tono joven del maestro en la oscura habitación de prácticas y le recordaba al del hombre que le sostuvo la cabeza durante la castración.

Guido la miró. Sus manos empezaron a moverse, a hurgar en todos los bolsillos y sacó los regalos que había ido recibiendo en sus numerosos conciertos: un broche, un reloj de oro, cajas de rapé con perlas incrustadas y, por fin, las monedas de oro que repartió entre ellos, y que éstos recogieron con manos ásperas como la tierra seca sobre una roca. Su madre lloraba.

Al caer la noche, ya estaba de vuelta en la posada de Caracena.

Nada más llegar al bullicioso centro de Nápoles, Guido vendió la pistola para alquilar una habitación encima de una taberna. Allí mismo pidió una botella de vino y en su habitación se cortó las venas con un cuchillo. Mientras la sangre brotaba, siguió bebiendo hasta quedar inconsciente. Pero lo encontraron a tiempo. Lo llevaron de vuelta al conservatorio, y allí fue donde despertó, en su propia cama, con las muñecas vendadas y el maestro Cavalla llorando sobre él.

12

¿Qué estaba ocurriendo? ¿De verdad todo estaba cambiando? Tonio había vivido tanto tiempo aterrado por la idea de que nunca iba a suceder nada que, en esos momentos, se sentía totalmente desorientado.

Su padre llevaba dos días entrando y saliendo de la habitación de su madre. Habían llamado a un médico. Cada mañana, Angelo cerraba las puertas de la biblioteca y le ordenaba:

—Estudia.

Ya no salían a pasear por la
piazza
, y por la noche juraría que oía llorar a su madre. Alessandro fue a la casa, Tonio lo vio unos breves instantes. También oyó la voz de su prima Catrina Lisani. Idas y venidas continuas, y aún así su padre no lo mandaba llamar. No le pedía explicaciones. Y cuando se acercaba a la puerta de su madre le impedían el paso, como antes hicieran con su padre, y Angelo lo llevaba de vuelta a la biblioteca.

Entonces llegó la noticia de que Andrea se había caído en el muelle cuando subía a la góndola. Ni un solo día había dejado de asistir a las asambleas del Senado o del Consejo de los Diez, pero aquella mañana faltó a su cita. Aunque sólo se trataba de un esguince, no podría aparecer detrás del dux en la Senza.

Pero ¿por qué dicen eso, cuando él es tan indestructible y poderoso como la propia Venecia?, se preguntaba Tonio, cuyos únicos pensamientos estaban dedicados a Marianna.

Lo peor de todo era que, durante aquellas horas de espera, sentía un irrefrenable entusiasmo. Había experimentado ya antes esa sensación aquel mismo año: ¡algo iba a ocurrir! Y cuando recordaba la imagen de Marianna, gritando y pegándole ante el cuadro, se sentía como un traidor.

Había querido ponerla a prueba para que su padre entendiera el auténtico alcance de su enfermedad. Apartarla de la bebida, conseguir que la dejara, sacarla de aquellas tinieblas entre las que languidecía como la bella durmiente de un cuento de hadas francés.

¡Pero no la había conducido hasta el comedor para que sucediera aquello! No pretendía traicionarla. ¿Por qué no se habían enfadado con él? ¿Cómo se le había ocurrido llevarla al comedor? Cuando pensaba en ella, sola, rodeada de médicos y de parientes que no eran de su misma sangre, no podía soportarlo. Notaba el rostro caliente y las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. Eso era lo peor.

Sin embargo, todo aquello encerraba un misterio que se extendía más allá de su comprensión, y que explicaría el cambio radical experimentado por su madre, su grito desgarrador. ¿Quién era en realidad aquel misterioso hermano de Istanbul?

La segunda noche después del incidente tuvo la respuesta a todas sus preguntas.

Mientras cenaba solo en su habitación, nada le hacía sospecharlo.

El cielo era de un hermoso azul intenso, inundado de luz de luna y brisa primaveral, y a ambos extremos del canal los gondoleros no cesaban de cantar. Una estrofa que se elevaba para ser respondida en otra parte, bajos profundos, altos tenores, y a lo lejos, los violines y la flautas de los músicos callejeros.

Mientras yacía en la cama, completamente vestido y demasiado cansado para llamar a su paje, le pareció oír a su madre cantando en el laberinto de aquella casa. Cuando ya había rechazado aquel pensamiento por estúpido, le llegó la modulada y extraordinariamente poderosa voz de Alessandro.

Luego cerró los ojos, contuvo el aliento, y percibió las notas diminutas y rápidas del clavicémbalo.

El sonido ya se había adueñado de su mente cuando alguien llamó a la puerta, y Giuseppe, el viejo criado de su padre, le indicó que lo acompañara: su padre quería verle.

Distinguió a su padre entre el grupo allí reunido. Se hallaba en la cama y, pese a encontrarse recostado en los almohadones, su figura era regia. Llevaba una bata muy amplia de terciopelo verde oscuro que recordaba las túnicas de los patricios.

Pero había en él tanta fragilidad, tanta lejanía…

El pequeño grupo de la habitación se encontraba apartado de Andrea, y cuando Tonio entró, su madre se levantó del clavicémbalo. Llevaba un vestido de seda rosa que acentuaba la fragilidad de su cintura y la palidez de su rostro. Sin embargo, se la veía rejuvenecida y sus ojos aparecían serenos como si cobijaran algún secreto prodigioso. Al darle un beso en la mejilla, sintió sus labios cálidos y pareció ansiosa de hablarle, aunque se contuvo, consciente de que debía esperar.

Cuando se inclinó para besar la mano de su padre, ella se puso a su lado.

—Siéntate aquí, hijo mío —le pidió Andrea. De repente, empezó a hablar, y su voz tenía algo de aquella atemporalidad que caracterizaba su enérgica expresión y hacia que la certeza de su edad pareciera algo injusta—. Los que aman la verdad más que a mi persona a menudo afirman que no pertenezco a este siglo.


Signore
—se apresuró a decir Lemmo—, de ser así, este siglo estaría perdido.

—Lisonjas y tonterías —replicó Andrea—. Me temo que es cierto y que el siglo está perdido, aunque no por esta causa. Y como decía antes de que mi secretario acudiera a ofrecerme un innecesario consuelo, no pertenezco a esta época y nunca me he inclinado con complacencia ante ella.

»Pero no voy a aburrirte con una letanía de mis errores, creo que resultarían más aburridos que instructivos. He llegado a la conclusión de que tu madre tiene que conocer más este mundo, y tú lo harás con ella. Alessandro, que desde hace tiempo desea dejar la Capilla Ducal, ha aceptado un cargo en esta casa. A partir de hoy, te dará clases de música, hijo mío, ya que tienes un gran talento, y la perfección en ese arte, si tú lo permites, puede darte un gran conocimiento de la vida. Además escoltará a tu madre siempre que salga y es mi deseo que organices el horario de tus estudios para poder acompañarlos. La palidez de tu madre se debe a la reclusión a que ha estado sometida, pero tú no padeces de esa timidez incurable. Tienes que procurar que este año disfrute del carnaval, que acuda a la Ópera. Tienes que convencerla de que acepte todas esas invitaciones que muy pronto recibirá. Consigue que permita a Alessandro acompañaros.

Tonio fijó la vista en su madre, no pudo evitarlo, y al cabo de un instante percibió su inmensa felicidad. Alessandro observaba a Andrea con admiración.

—Será una nueva vida para ti —prosiguió Andrea— y espero que aceptes tus obligaciones con agrado. Empezarás pasado mañana, durante la Senza. Yo no puedo ir; tú asistirás en representación de la familia.

Tonio intentó disimular su entusiasmo. Trataba de no mostrarse demasiado contento, aunque su rostro empezaba a esbozar una sonrisa por más que se mordiera el labio, inclinara la cabeza y murmurase un respetuoso asentimiento dirigido a su padre.

Cuando alzó la vista, su padre sonreía. Durante un instante prolongado pareció que su padre se encontraba en algún lugar privilegiado, lejos de aquella habitación y sus ocupantes. O tal vez vagaba perdido en un recuerdo. De pronto el placer se disipó en su rostro y con un gesto de resignación, despidió a los allí reunidos.

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