Y ése fue el año en el que su voz se extinguió para siempre.
La
piazza
representaba una pequeña victoria, pero durante los días siguientes Tonio permaneció en un estado de arrobamiento. El azul del cielo se extendía infinito; a lo largo del canal, los toldos rayados revoloteaban en la brisa templada, y los alféizares de las ventanas cobraban vida colmados de flores primaverales. Hasta Angelo se mostraba contento, aunque se le veía frágil en su fina sotana negra y un tanto vacilante. Se apresuró a puntualizar que toda Europa acudía a la ciudad para la Senza y los envolvía el sonido de las lenguas extranjeras.
Los cafés salían de sus pequeñas y lúgubres habitaciones, ocupaban las arcadas de las calles y estaban atestados de ricos y pobres por igual; las criadas jóvenes se movían de aquí para allá con sus cortos vestidos, sus vistosos chalecos y los brazos deliciosamente desnudos. Una sola mirada bastaba a Tonio para hacerle sentir una pasión irrefrenable. Le parecían encantadoras hasta lo indecible, con sus rizos y cintas y los tobillos embutidos en medias al descubierto. Si las damas vistiesen de aquel modo, pensó, sería el final de la civilización.
Siempre presionaba a Angelo para quedarse un rato más, para recorrer una distancia mayor.
Al parecer, no había nada que pudiera rivalizar con la
piazza
en cuanto a espectáculo. Había narradores de historias que bajo los arcos de la iglesia atraían a un público atento, patricios vestidos con túnicas y damas que, libres de los
vesti
negros que se ponían para acudir a la iglesia las fiestas de guardar, paseaban sus elegantes atuendos de seda estampada. Hasta los mendigos cobraban un cierto encanto.
Pero tampoco podían perderse la Mercería, y tirando de Angelo bajo la torre del reloj que exhibe el león de oro de San Marco, Tonio se encontró recorriendo aquella calle pavimentada de mármol en la que confluía todo el comercio de Venecia. Allí estaban los joyeros, los encajeros, los boticarios, los sombrereros, exhibiendo sus extravagantes tocados llenos de frutas y pájaros, la gran muñeca francesa ataviada a la última moda de París.
El detalle más insignificante lo deleitaba, y seguía hacia la Panetteria, llena de tahonas, los puestos de pescado de la Pescheria, y al llegar al puente del Rialto se paseaba entre los vendedores de verdura.
Angelo, claro está, no quería ni oír hablar de pararse en un café o en una taberna y Tonio se descubrió ansioso de fiambres baratos y vino malo, atraído por su exótica apariencia.
Tenía que ser prudente.
Todo llegaría a su debido tiempo. Angelo nunca había parecido tanto la carcasa de un joven como en aquellos momentos. Su impetuoso pupilo le ganaba en estatura y conseguía embarcarle en cualquier nueva diablura sin darle tiempo a pensárselo dos veces. Tonio consiguió hurtarle una gaceta a un buhonero de la calle, y ya había leído una cantidad considerable de cotilleos antes de que Angelo se diera cuenta de su travesura.
Pero era el librero quien ejercía sobre Tonio un mayor poder de seducción. Veía a los caballeros reunidos en el interior de la tienda, tomando vino y café, oía ocasionales estallidos de risa. Allí se hablaba de teatro, la gente discutía el mérito de los compositores de las óperas recién estrenadas. Se vendían periódicos extranjeros, tratados de política, poesía.
Angelo tenía que llevárselo a rastras. En algunas ocasiones vagaban por el centro mismo de la
piazza
, y Tonio, dando vueltas y más vueltas sobre sí mismo se sentía deliciosamente a la deriva, mareado entre las multitudes rodantes, sobresaltado de vez en cuando por el aleteo de las palomas que alzaban el vuelo.
Cuando pensaba en Marianna, en casa, tras las cortinas corridas, le entraban deseos de llorar.
Llevaban ya cuatro días haciendo aquellas salidas, y cada paseo era más entretenido y maravilloso que el anterior, cuando atisbaron a Alessandro y sucedió un pequeño incidente que sumió a Tonio en una profunda consternación.
Ver a Alessandro lo llenó de júbilo, y al advertir que éste se dirigía al librero, no quiso desaprovechar la ocasión. Angelo apenas podía seguirle el paso y, al cabo de unos minutos, Tonio se encontró en el interior de la abarrotada tienda, envuelto por el denso humo del tabaco y el aroma de café, tirando suavemente de la manga a Alessandro para llamarle la atención.
—Oh, excelencia. —Alessandro lo abrazó enseguida—. Qué alegría encontraros —dijo—. ¿Adónde vais?
—Sólo le estaba siguiendo,
signore
—respondió Tonio, y al instante se arrepintió de sus palabras que le sonaron infantiles y ridículas. Pero Alessandro, con una exquisita cortesía, le contó de inmediato lo mucho que había disfrutado en una cena a la que había asistido recientemente. Como la conversación seguía muy animada a su alrededor, Tonio se sintió plácidamente anónimo. Alguien hablaba de ópera y de Caffarelli, el cantante napolitano.
—El más grande del mundo —afirmaban—. ¿No están de acuerdo, caballeros?
Entonces, alguien pronunció claramente el apellido Treschi, y luego lo repitió unido al nombre de Carlo.
—¿No vais a presentarnos? —preguntó el hombre—. Este es Marc Antonio Treschi, tiene que serlo.
—Es idéntico a Carlo —añadió otro. Alessandro volvió amablemente a Tonio hacia los hombres allí reunidos y le fue diciendo sus nombres, tras lo cual éstos asentían levemente. Alguien preguntó a Alessandro si creía que Caffarelli era el cantante más grande de Europa.
A Tonio todo aquello le parecía maravilloso. Acaparaba toda la atención de Alessandro y en un espontáneo arranque de efusividad, lo invitó a beber una copa de vino.
—Será un placer —se apresuró a contestar Alessandro. Cogió dos periódicos de Londres y los pagó—. Caffarelli —murmuró por encima del hombro—. Cuando lo escuche sabré lo grande que es.
—¿Es ésta la nueva ópera? ¿Va a venir Caffarelli? —quiso saber Tonio. Le encantaba aquel lugar y también el hecho de que todos hubieran querido conocerlo.
Alessandro, sin embargo, ya lo conducía hacia la puerta, y varias personas se habían levantado para saludarlo con una leve inclinación de cabeza.
De pronto se produjo el encuentro que cambiaría el color mismo del cielo, alteraría el aspecto de las níveas nubes y haría que el día adquiriera una sombría resonancia.
Uno de los patricios más jóvenes los siguió hasta la arcada, un hombre alto y rubio, con el cabello surcado de canas y la piel curtida por el sol, como si hubiese estado en alguna tierra tropical. No vestía la túnica ceremonial, sólo el amplio y largo
tabarro
. Tenía un aire casi amenazador, aunque Tonio no podía adivinar por qué cuando alzó la vista hacia él.
—¿A qué café le apetecería ir? —estaba diciéndole Tonio a Alessandro en aquel preciso instante. Aquello tenía que hacerse bien. A Angelo, Alessandro lo intimidaba y, últimamente, también Tonio. Su vida mejoraba día a día.
De repente, el hombre tocó el brazo de Tonio.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad que no, Tonio? —le preguntó.
—No,
signore
, debo confesar que no. —Tonio sonrió—. Discúlpeme.
Sin embargo, lo invadió una extraña sensación. El tono del hombre era cortés, pero sus ojos, pálidos y azules, ligeramente llorosos, como si estuviera enfermo, poseían una desasosegante frialdad.
—Tengo mucha curiosidad por saber si últimamente has recibido noticias de tu hermano Carlo —prosiguió el hombre.
Durante un prolongado momento, Tonio miró fijamente a aquel sujeto. El bullicio de la plaza parecía haberse fundido en un rumor disonante y un zumbido lo distorsionaba todo.
Estaba a punto de contestarle «Se equivoca», pero percibió su respiración entrecortada. Lo invadió una debilidad física tan ajena a sí mismo que se sintió aturdido.
—¿Hermano,
signore
? —preguntó. Carlo. El nombre había despertado un eco concluyente en el interior de su cabeza y si en aquel momento su mente hubiese tenido forma, sería la de un inmenso e interminable corredor. Carlo, Carlo, repetía un susurro en el pasillo. «Es igual que Carlo», había dicho alguien hacía unos momentos, aunque le parecía que desde entonces habían transcurrido siglos—. No tengo hermano,
signore
.
Le pareció que pasaba una eternidad antes de que ese hombre irguiera los hombros y sus ojos acuosos y azules se entornaran deliberadamente. Luego, todo su porte se agitó con una ira dramática y estudiada. No estaba sorprendido, aunque lo aparentaba. No, se sentía amargamente satisfecho.
Más asombroso que todo aquello era la prisa con que Alessandro quería llevárselo de allí.
—Tendrá que perdonarnos, excelencia —le dijo al hombre y su presión en el brazo de Tonio se volvió ligeramente desagradable.
—¿Quieres decir que no sabes nada de tu hermano? —preguntó el desconocido con una sonrisa despectiva y bajando la voz para recobrar su aire amenazador.
—Se equivoca —farfulló Tonio. Empezó a notar el malestar debilitante de una jaqueca pero no el dolor que solía acompañarla. En su interior se gestaba una lealtad instintiva. Sin duda aquel hombre quería hacerle daño—. Soy el hijo de Andrea Treschi,
signore
, y no tengo hermanos. Si fuera tan amable de decirme quién es…
—Pero si ya me conoces, Tonio. Haz memoria. En cuanto a tu hermano, me entrevisté con él en Istanbul hace poco. Está ansioso por tener noticias tuyas, quiere saber si estás bien, si has crecido mucho. Tu parecido con él resulta sorprendente.
—Tendrá que excusarnos, excelencia —intervino Alessandro casi con rudeza. De haber podido se habría interpuesto entre aquel hombre y Tonio.
—Soy tu primo, Tonio —continuó el hombre en el mismo tono deliberado de sombría indignación—. Marcello Lisani. Y me entristece tener que comunicarle a Carlo que no sabes de su existencia.
Se volvió hacia la tienda, mirando a Alessandro por encima del hombro. Y entonces rezongó entre dientes:
—Malditos eunucos, son insoportables.
Tonio se sobresaltó. Aquellas palabras estaban llenas de desdén, como si hubiera dicho «rameras» o «zorras».
Alessandro se limitó a bajar la mirada. Permaneció inmóvil unos segundos y luego su boca se abrió en una débil y paciente sonrisa. Tocó el hombro de Tonio y señaló un café debajo de la arcada.
En pocos minutos estuvieron sentados en los toscos bancos, casi en un extremo de la
piazza
, con los rayos oblicuos del sol calentando el hondo arco. Tonio era sólo vagamente consciente de que ése había sido siempre su sueño: sentarse en un café donde se codearan caballeros y rufianes.
En cualquier otro momento, la exquisita muchacha que se les acercó le hubiera hecho experimentar una deliciosa turbación. Tenía ese cabello oscuro veteado de oro que tanto conmovía a Tonio y unos ojos que parecían hechos de esa misma mezcla de contrastes.
Pero apenas reparó en ella. Angelo afirmaba que ese hombre estaba loco. Él por supuesto, nunca había oído hablar de él.
Alessandro estaba ya conversando de lo agradable que resultaba el tiempo en aquella época del año.
—Ya sabes el viejo chiste —le dijo a Tonio confidencialmente, en tono ligero, como si aquel episodio desagradable nunca hubiera sucedido—. Si hace mal tiempo y el
Bucintoro
se hunde, por una vez el dux se acostará con su mujer para consumar el matrimonio.
—Pero ¿quién era ese hombre y de qué hablaba? —protestó Angelo entre dientes y después murmuró algo sobre los patricios que no se vestían de manera adecuada.
Tonio miraba fijamente hacia delante. La encantadora muchachita pasó ante él, se dirigía hacia su mesa con el vino en la bandeja, y mascaba un rollito de melcocha al ritmo del movimiento de sus caderas, sin dejar de sonreírle con buen humor. Cuando dejó las tazas sobre la mesa, se inclinó tanto hacia delante que bajo el suave volante de la blusa distinguió sus pezones rosados. Se desató en él un pequeño motín de pasión. En cualquier otro momento, en cualquier otra ocasión…, pero era como si nada de aquello estuviese ocurriendo: sus caderas, la exquisita desnudez de sus brazos, esos bonitos ojos. No era mayor que él, calculó, y algo en ella sugería que, de un momento a otro, pese a toda su capacidad de seducción, soltaría una tímida risita infantil.
—¿Y por qué se habrá inventado todo ese cuento? —proseguía Angelo.
—Oh, yo creo que deberíamos olvidarlo —intervino Alessandro. Abrió el periódico inglés y le preguntó a Tonio si nunca se había sentido atraído por la ópera.
—Cuánta maldad —murmuró Angelo—. Tonio —lo llamó, olvidando el tratamiento correcto, como le ocurría a menudo cuando estaban a solas—. Tú no conoces a ese hombre, ¿verdad que no?
Tonio fijó la vista en el vino. Quería beber pero le resultaba imposible moverse.
Por primera vez miró a Alesandro a los ojos. Cuando habló, su voz sonó exigua y fría.
—¿Tengo un hermano en Istanbul?
Era más de medianoche. Tonio se encontraba en el inmenso y húmedo salón vacío y después de cerrar la puerta por la que había entrado, quedó sumido en la más impenetrable oscuridad. A lo lejos, el carrillón de una iglesia daba la hora. Sostenía en la mano una gran cerilla de azufre y una vela.
Sin embargo, Tonio esperó. ¿A qué esperaba? ¿A que callasen las campanas? No estaba seguro.
La noche, hasta aquel momento, había sido una agonía para él.
Ni siquiera recordaba lo ocurrido. En su mente habían quedado grabadas imágenes aisladas e inconexas.
La primera, la muchachita del café, que se había apretado contra él cuando se había puesto en pie para marcharse, y le había susurrado:
—Acordaos de mí, excelencia. Me llamo Bettina.
Su risa penetrante, una risa bonita. Infantil, vergonzosa y completamente sincera. Sintió deseos de estrujarla y besarla.
La segunda, el mutismo de Alessandro ante a su pregunta. ¡Alessandro no lo había desmentido! ¡Alessandro se había limitado a desviar la mirada!
En cuanto al hombre a quien Angelo había tachado una docena de veces de loco, era su primo. ¡Tonio se acordaba de él y por lo tanto era prácticamente imposible que estuviera equivocado!
Sin embargo, ¿por qué se sentía tan inquieto? ¿Era por que experimentaba la intangible e inexplicable sensación de que aquello no era nuevo para él? Carlo. Había oído ese nombre antes. ¡Carlo! Alguien que murmuraba: «Es igual que Carlo», pero ¿cómo podía haber llegado a los catorce años sin saber que tenía un hermano? ¿Por qué no se lo había dicho nadie? ¿Por qué ni siquiera sus preceptores lo sabían?