Un grito al cielo (47 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: Un grito al cielo
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Había momentos en que ese pensamiento lo golpeaba de forma tan contundente y enérgica que se detenía sobre sus pasos. Dos hijos, ambos varones.

Para muchas familias venecianas ése era su único derecho a la inmortalidad.

Deseó con todas sus fuerzas que su padre y su madre le hubieran dado un poco más de tiempo.

14

A mediodía, Tonio caminaba por la Via di Toledo entre una gran multitud, cuando advirtió que ese día, el primero de mayo, se cumplían tres años de su llegada a Nápoles.

Parecía imposible, tenía la sensación de llevar allí toda la vida, de que nunca había conocido otro mundo.

Se detuvo, momentáneamente desorientado, aunque el movimiento del gentío lo arrastró. Entonces se volvió despacio, alzó los ojos al cielo azul inmaculado y sintió la suave caricia de una brisa cálida y envolvente.

Cerca de allí había una pequeña taberna con mesas fuera sobre el suelo adoquinado, a la sombra de dos viejas y retorcidas higueras, y Tonio se sentó y pidió una botella de Lacrima Christi, el vino blanco napolitano al que tanto se había aficionado.

Las hojas de las higueras proyectaban sobre las piedras unas inmensas sombras con forma de mano. El aire cálido, atrapado en la estrecha calle, parecía sin embargo estar en constante y suave movimiento.

Al poco rato ya estaba borracho. No había bebido ni medio vaso cuando lo invadió una felicidad inaudita mientras se recostaba en la tosca silla y contemplaba el incesante flujo de gente. Nápoles nunca se le había antojado tan hermosa. Y pese a todos aquellos aspectos que le desagradaban profundamente: la terrible pobreza que se extendía por doquier, la holgazanería de la que hacía gala su nobleza, se consideraba parte de aquel lugar, había llegado a entenderlo en sus propios términos.

Además, tal vez los aniversarios siempre evocaban en él un cierto sentido de celebración. En Venecia eran muy abundantes, y siempre iban acompañados de festivales. No era una manera de medir la vida, sino la manera de vivirla.

Después de los asuntos que había atendido aquella mañana, esa felicidad constituía un apacible alivio.

Se había pasado horas encerrado con el sastre. No podía evitar los espejos. La costurera le recordaba machaconamente lo mucho que había crecido. Medía un metro y ochenta centímetros y difícilmente podría pasar ya por un muchacho.

La lozanía de su piel, la exuberancia de sus cabellos, su expresión de inocencia se combinaban con la longitud de sus extremidades para proclamar a los cuatro vientos su condición.

Había momentos en que todos los cumplidos que recibía lo irritaban, y volvía a él el leve recuerdo de un hombre anciano en un desván, un hombre que denunciaba un mundo donde todo se supeditaba al paradigma del buen gusto. El buen gusto dictaba que una estampa como la suya fuera elegante, hacía que las mujeres le mandasen ofrendas y promesas de eterna adoración, cuando lo único que él veía en el espejo era la espantosa ruina a la que había sido condenada la obra de Dios. No podía evitar el horror que le producía contemplar el esquema de la creación malogrado hasta tal punto. A veces se preguntaba si los que sufrían alguna grave dolencia no sentían lo mismo que él, cuando perdían la sensibilidad en los miembros o las altas fiebres les provocaban la caída del cabello. Los enfermos graves lo atraían, los monstruos lo atraían, los enanos que veía a veces en los escenarios, los tullidos, dos hombres unidos por la cadera riendo y bebiendo, sentados en la misma silla. Aquellas criaturas lo absorbían y lo torturaban, se consideraba una de ellas bajo su magnífico disfraz de encaje y brocado.

Compró todos los tejidos que le mostró el sastre, una docena de pañuelos, corbatas, guantes que no necesitaba.

—Ojalá fueras invisible, larguirucho —le susurró al espejo.

Luego, tras la primera oleada de deliciosa euforia producida por el vino, esa alquimia inmediata del alcohol y el calor del verano, sonrió.

—Peor sería si fueras feo —se dijo—. O si hubieras perdido la voz, como le ocurrió a Guido.

Sin embargo, la pequeña cámara de tortura del sastre le había traído a la memoria las recientes discusiones con Guido y el
maestro di capella
, unas discusiones que no tenían visos de cesar en el futuro. Guido se había quedado muy decepcionado cuando Tonio rechazó el papel de
prima donna
en la ópera de primavera del conservatorio, afirmando que nunca haría de mujer. El
maestro di capella
había tratado de castigarle dándole un papel insignificante, pero Tonio no mostró ningún pesar.

Si algo lo había molestado de la ópera de primavera era que su amiga de cabello rubio no había asistido. Llevaba también un tiempo sin ir a la capilla, y tampoco la había visto en el último baile de la condesa. Aquello lo inquietaba.

En lo referente a actuar vestido de mujer, sus maestros no iban a dejar que se saliera con la suya. No compartían su opinión de que podía triunfar representando sólo papeles masculinos. Siglos atrás, los primeros
castrati
se habían dado a conocer interpretando papeles femeninos, y aunque las mujeres actuaban ya en todas partes, a excepción de los Estados Papales, los
castrati
seguían siendo famosos por esos papeles. Por otra parte, como en la ópera la mayoría de los papeles estaban escritos para voces altas, todo el mundo debía estar preparado para enfrentarse a cualquier exigencia. Hasta las mujeres representaban a veces papeles masculinos.

Un día, el
maestro di capella
lo llamó a su estudio y le dijo:

—Tú sabes tan bien como yo que necesitas esta experiencia antes de marcharte de aquí. El momento de tu debut ya casi ha llegado.

—Pero eso no es posible —adujo Tonio—. No estoy preparado…

—Calla —lo interrumpió el maestro—. Puedo juzgar tus progresos mucho mejor que tú. Sabes que tengo razón. También creo que te sería de gran ayuda actuar fuera del conservatorio aunque tú te niegues. Cada semana llegan invitaciones para que cantes en casas particulares, y tú sigues ignorándolas. ¿No te das cuenta, Tonio, de que esta escuela se ha convertido en un refugio para ti?

—Eso no es cierto —murmuró Tonio procurando disimular su enojo, pero sabía que el maestro tenía razón.

—Cuando llegaste —prosiguió el maestro—, cuando finalmente accediste a cantar, no creí que lo soportases. Pensé que no te adaptarías a la disciplina y temí ver a Guido decepcionado una vez más. Sin embargo, me sorprendiste. Te has convertido en un aristócrata de este pequeño lugar, lo has convertido en tu propia Venecia, aquí has brillado de la misma forma que podías haberlo hecho allí.

»Aun así, esto no es el mundo, Tonio, como tampoco lo es Venecia. Y ahora ya estás preparado para el mundo.

Después de una larga pausa, Tonio se volvió para encontrarse con los ojos del maestro.

—¿Puedo confiarle un pequeño secreto? —le preguntó.

El maestro asintió.

—Nunca en mi vida había sido tan feliz como aquí.

El maestro le dedicó una cariñosa sonrisa teñida de tristeza.

—¿Le sorprende? —preguntó Tonio.

—No —respondió el maestro—. Cuando alguien posee una voz como la tuya, no. —Entonces se inclinó sobre el escritorio—. Esa es tu fuerza, tu poder. Un día te prometí que si te lo proponías, lo conseguirías. Ahora voy a decirte algo más. Guido también está preparado para el mundo. Está preparado para escribir tu ópera de debut en Roma. Es paciente contigo porque no soporta verte sufrir, por eso espera. No obstante los dos estáis ya preparados, y para Guido, el trabajo y la espera ya han durado demasiado.

Tonio no replicó. Tenía la mente en blanco. Se limitaba a advertir que, en el curso normal de los acontecimientos, por aquel entonces ya sería un hombre. Se hubiera parecido a ese doble que tenía en Venecia, incluso hubiese hablado como él, y deseó poder recordar mejor el timbre de esa voz varonil. Cuando hablaba, sus palabras siempre eran dulces y moduladas porque era él quien les daba ese tono, y jamás se olvidaba de hacerlo, ni siquiera al reír.

—Seré duro —dijo el maestro—. Hay otros chicos preparados para salir a escena, preparados para sustituirte.

Tonio asintió, el hombre prosiguió.

—¿Crees que no sé lo que te ocurrió? Año tras año, sólo he obtenido silencio de Guido y de ti. Pero sé lo que te ocurrió, lo que has sufrido.

—No lo sabe —replicó Tonio, airado—, porque no le ha ocurrido a usted.

—Te equivocas. En este mundo las acciones viles las comenten aquellos que carecen de imaginación. Yo tengo imaginación, sé lo que has perdido.

Tonio no respondió. No lo podía admitir. Le pareció un exceso de orgullo y vanidad, aunque todos las demás cosas que había dicho el maestro eran ciertas.

—Deme un poco más de tiempo —dijo Tonio por fin, más para sí mismo que para el maestro. Y el maestro, satisfecho de que lo hubiera comprendido, dio por terminada la reunión.

Ese día se cumplían tres años de su llegada a Nápoles.

En medio de aquella sensación de celebración festiva, de plácida euforia, comprendió con absoluta claridad que el maestro tenía razón.

Cuando regresó al conservatorio, era casi de noche. Había ido primero al Albergo Inghilterra, cerca del mar, y había alquilado un par de habitaciones. Su idea era llevar a Guido allí esa noche, y antes quería detenerse en una iglesia cercana para escuchar a Caffarelli. El famoso
castrato
llevaba un año en Nápoles y cantaba a menudo en el San Carlos; sin embargo para Tonio escucharlo aquel día cobraba un significado especial.

Al encontrar vacío el estudio de Guido, fue a su habitación.

Su maestro se había vestido ya para la velada con una hermosa levita de terciopelo rojo que Tonio le había regalado, y en la mano izquierda se estaba poniendo un anillo con una piedra preciosa engarzada. Llevaba el pelo cuidadosamente peinado, los densos rizos de un lustroso marrón chocolate, y sus ojos emitían un brillo insólito mientras se ponía un par de guantes nuevos de seda blanca. Calzaba zapatos con hebilla de cristal de roca.

—Oh, he estado preguntando por ti toda la tarde —dijo—. Quiero que vengas pronto a casa de la condesa. Cena algo ligero y no bebas más vino. Ésta es una noche especial, tienes que hacer todo lo que yo te diga, y no me des ninguna excusa; sé que no quieres venir, pero debes hacerlo.

—¿Desde cuándo no quiero ir a casa de la condesa? —preguntó Tonio. Cuando Guido se vestía para salir le resultaba irresistible.

—Las últimas seis veces que has sido invitado —respondió Guido—, pero hoy debes hacerlo.

—¿Y eso por qué? —inquirió Tonio con frialdad. Apenas podía creer en la ironía de todo aquello. Recordó la ilusión que Domenico había puesto en su pequeño plan, hacía unos años, en el mismo
albergo
, aquellas habitaciones junto al mar. Sonrió. ¿Qué podía decir?

—La condesa ha pasado por una penosa experiencia y éste es el primer baile que organiza desde su regreso. Su primo, el viejo siciliano que vivía en Inglaterra, ha muerto. Tuvo que traerlo de vuelta a Palermo para que lo enterraran. Supongo que nunca has visto un funeral en Palermo.

—En Palermo nunca he visto nada —dijo Tonio.

Guido revolvía los pliegos de partituras de su escritorio.

—Tuvieron que sentar al viejo en una silla para la ceremonia de la iglesia, y luego subirlo hasta las catacumbas de los capuchinos con el resto de la familia. Es una necrópolis subterránea, con cientos de cadáveres elegantemente ataviados, algunos en pie, otros tumbados. Todo el recinto está al cuidado de los frailes.

Tonio dio un respingo, había oído hablar de esos lugares.

Aquello, en el norte de Italia, sería inconcebible.

—Por las venas de la condesa corre tanta sangre siciliana que no la afectó demasiado, pero la viuda, una joven inglesa con la que se había casado, al ver las catacumbas sufrió un ataque de histeria. Tuvieron que sacarla de allí en brazos.

—No me extraña.

—En definitiva, la condesa ha regresado. Ha cumplido con su deber, ha enterrado a su primo y este baile significa mucho para ella. Así que, por favor, no tardes.

—¿Y todo esto qué tiene que ver conmigo?

—La condesa te aprecia mucho, siempre te ha apreciado —respondió Guido—. Y ahora… —Rodeó con el brazo la cintura de Tonio y lo estrechó con fuerza—. Hazme caso, no tomes más vino.

Cuando llegó, la casa estaba en penumbras. Había salido de la iglesia después de que Caffarelli cantase su primera aria, y la música del
castrato
lo había emocionado y llenado de humildad a la vez. Ningún recuerdo de su actuación en Venecia lo había importunado; desde entonces había oído a Caffarelli en muchas ocasiones, y estaba sediento de su perfección, de aquella exuberancia de voz que implicaba la comprensión de múltiples detalles que rara vez encontraba entre quienes le rodeaban.

Intentó dejar que Caffarelli lo iluminara de una manera especial. Quería que Caffarelli, sin saberlo siquiera, le insuflara cierto coraje del que carecía.

Si eso había ocurrido, Tonio no lo sabía.

Era un placer llegar temprano a casa de la condesa y tener el privilegio de admirar todos aquellos dorados revocados a la luz de la luna. Entregó la capa al portero, dijo que, de momento, no deseaba nada, y cruzó solo una serie de habitaciones desiertas. Aquellos muebles austeros cobraban una apariencia espectral en la penumbra, parecían suspendidos sobre alfombras adornadas con escenas sólo a medias vislumbradas, y el aire cálido que entraba era dulce. Todavía no llegaba hasta él el olor a tabaco, a cera ardiendo, a perfume francés.

En realidad, no le importaba acudir a casa de la condesa, al contrario de lo que pensaba Guido. Simplemente le resultaba aburrido, sobre todo porque en las cuatro o cinco últimas veladas no había visto a la chica rubia. Tal vez estaría allí esa noche. La casa, abierta a la fragante noche con su zumbido de insectos y su aroma de rosas, representaba la auténtica esencia del sur. Incluso la numerosa servidumbre tenía una impronta marcadamente meridional: una legión de gentes abatidas por la pobreza, vestidas de encaje y satén, que trabajaban por nada, y llevaban sus pequeñas velas de una habitación a otra.

Salió a pasear al jardín. En realidad no le apetecía ver cómo la casa cobraba vida, y al mirar atrás, hacia el oscuro abismo del salón, vislumbró una lejana procesión de músicos que ya se dirigían al interior, con sus enormes cajas de violoncelos y contrabajos cargadas a la espalda. Francesco iba con ellos, llevando al hombro su violin, como si fuera un gran pájaro muerto.

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