Un grito al cielo (51 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: Un grito al cielo
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A punto de abandonar Nápoles, quería ser el mejor cantante de Italia. Y quería que Guido escribiera la mejor ópera que jamás se hubiera escuchado. Tenía miedo, miedo por los dos, y no podía evitar preguntarse si siempre había temido ese momento, desde que su destino se le había revelado con claridad, y si ese miedo había sido tan importante como para buscar otro objetivo más oscuro en su vida.

Pensó vagamente en sus viejas decisiones, sus odios, aquellos siniestros juramentos.

Pero la vida era un magnífico artificio y en aquellos instantes nada más ocupaba su mente. Deseaba ponerse en camino hacia Roma cuanto antes.

Guido estaba tan nervioso que sus despedidas habían resultado frías. Día y noche, había estado escribiendo escenas para su ópera. Siempre andaba tarareando alguna melodía, y había veces, cuando no estaban trabajando, en que se miraban con aquella mezcla de miedo y alborozo que no compartían con nadie más.

—No fracasarás —le aseguró el maestro con dulzura—. Si viera la más mínima posibilidad de que eso ocurriera, no te dejaría marchar.

Tonio asintió, pero sus ojos seguían clavados en el claustro y en las arcadas plagadas de hojas. Otros habían abandonado el conservatorio con grandes expectativas, se habían marchado con la bendición del maestro, sólo para volver humillados.

De todos modos, ¿hay alguien que pueda sentir el fracaso como nosotros, mutilados y tan anhelantes de ese instante de éxito? Sintió una callada simpatía hacia esos otros cantantes y sintió que se intensificaba la hermandad que siempre se había establecido con aquellos que luchaban a su lado.

Sin embargo, al notar que el maestro se acercaba turbado y meditabundo, en la mente de Tonio empezó a adquirir consistencia otra visión.

¿Y si triunfaba? ¿Y si se hacían realidad sus sueños? El público puesto en pie, la oleada de aplausos. Durante un segundo imaginó que lo había conseguido, que había alcanzado un éxito indiscutible, y a partir de aquel momento la vida trazaba un camino para él.

Era la vida misma lo que veía desplegarse, y lo asaltó tal miedo que fue incapaz de reaccionar.

—Dios mío —susurró, pero el maestro no le oyó. Ni siquiera él mismo se había oído. Sacudió la cabeza.

El maestro le tocó el hombro, y al volverse Tonio olvidó sus tribulaciones para mirar el rostro del hombre.

El maestro estaba preocupado.

—Tenemos que hablar antes de que te marches.

—¿Hablar? —Tonio vaciló. Las despedidas eran un trago amargo. ¿Qué más quería el maestro? Por otra parte, estaba Paolo. No podía dejarlo allí.

—Una vez te dije que sabía lo que te habían hecho —empezó el maestro.

—Y yo le respondí que usted no sabía nada. —Una vieja rabia empezó a crecer en él y pugnó por aquietarla. Hacia ese hombre sólo podía sentir afecto.

Sin embargo, el maestro prosiguió.

—Sé por qué te has mostrado tan paciente con las personas que te enviaron aquí…

—No, usted no puede ni imaginarlo. —Tonio se esforzaba en ser cortés—. ¿Por qué me atormenta ahora, cuando ha callado durante tanto tiempo?

—Te aseguro que lo sé, todos los del conservatorio lo sabemos. ¿Crees que somos estúpidos, que lo único que comprendemos son las intrigas que se tejen en el escenario? Lo sé, siempre lo he sabido. Y también sé que ahora tu hermano, en la república de Venecia, ha tenido dos hermosos hijos varones. Sé que nunca has mandado asesinos contra él, que nunca ha corrido en el Véneto ningún rumor de amenaza que turbara su sueño.

Tonio sintió que aquellas palabras se le clavaban como dagas. Durante tres años no había hablado de aquel asunto con nadie. Oír aquellas palabras pronunciadas en voz alta en aquella habitación representaba la peor tortura.

Sabía que la ira lo estaba transformando y le habló al maestro con toda la frialdad y determinación de que fue capaz.

—¡No quiero ni hablar del asunto! —insistió—. Todo eso es cosa mía.

El maestro no estaba dispuesto a callar.

—Tonio, también sé que ese hombre es custodiado noche y día por un grupo de
bravi
escogidos entre los más peligrosos. Se dice que no da un paso sin ellos, incluso en su propia casa…

Tonio avanzó hacia la puerta.

El maestro lo agarró y con suavidad lo obligó a quedarse. Durante un segundo le sostuvo la mirada a Tonio, hasta que éste, agitado y furioso, bajó la cabeza.

—¿Por qué tenemos que discutir? —preguntó Tonio en voz baja—. ¿Por qué no podemos darnos un abrazo de despedida?

—Pero si no estamos discutiendo —le respondió el maestro—. Sé que quieres vengarte de tu hermano. —Su tono había descendido hasta un susurro. Estaba tan cerca de Tonio que éste notaba el aliento del maestro en su rostro—. Ese hombre te espera, como esperan las arañas. Tu exilio ha convertido a toda la ciudad de Venecia en su telaraña. Si emprendes alguna acción contra él, te destruirá.

—Basta —dijo Tonio. Estaba tan enfadado que ya no podía dominar el tono de voz, pero observó que el maestro no calibraba bien el efecto de sus propias palabras.

»Usted no sabe nada de mí —espetó Tonio—, de dónde vengo ni por qué estoy aquí. No pienso quedarme para oírle hablar de todo eso, quitándole importancia. ¡No permitiré que emplee el mismo tono que utiliza para castigar a sus discípulos! ¡Ni que exprese su pesar como si lamentara el fracaso de una ópera, o la muerte del monarca de algún país lejano!

—No pretendo tratar este tema a la ligera —insistió el maestro—. ¿Quieres escucharme, por el amor de Dios? Deberías contratar a profesionales para que se ocuparan del tema, hombres tan duros como los que lo custodian a él. Esos
bravi
son asesinos a sueldo, manda contra él a gente de su misma calaña.

Tonio se debatió para soltarse, pero era incapaz de levantar la mano contra aquel hombre.
Bravi
, aquel hombre le hablaba de
bravi
y de cómo eran. ¿Cuántas veces se había despertado en plena noche creyendo estar todavía en la población de Flovigo, luchando contra sus brutales agresores? Sentía el violento contacto de sus manos, la fetidez de su aliento, recordaba su impotencia en aquellos momentos y el cuchillo que lo había castrado. No lo olvidaría en toda su vida.

—Tonio, si no estoy en lo cierto —proseguía el maestro—, si ya has mandado asesinos a sueldo contra él y han fracasado, entonces es que nunca podrás lograrlo.

El maestro aflojó la presión que ejercía en el brazo de Tonio, pero a éste le habían abandonado las fuerzas y desvió la mirada. A excepción de aquellos primeros días en el conservatorio, rara vez se había sentido tan solo. Intentaba rememorar toda la conversación, aunque su confusión había borrado buena parte de ella, salvo la sensación de que el maestro seguiría hablando indefinidamente, sin saber muy bien lo que decía aunque él creyera que sí.

—Si fueras un cantante común… —El maestro suspiró—. Si no poseyeras una voz con la que todos sueñan, entonces te aconsejaría que cumplieras con tu deber.

Soltó a Tonio y el muchacho dejó caer el brazo.

—He cometido el error de no intentar ahondar antes en tus sentimientos, parecías tan contento aquí, tan feliz…

—¿Y tan extraño le parece? —preguntó Tonio—. ¿Es un crimen buscar la felicidad? ¿Acaso cree que también me arrebataron el alma?

—Has reinado en este principado de castrados demasiado tiempo sin haber sido nunca parte de él. ¡Has olvidado lo que es la vida! ¿Crees que el mundo está compuesto por criaturas mutiladas que vagan de aquí para allá sangrando, al tiempo que persiguen con afán su destino? ¡La vida no es eso!

»¡Tu voz es tu vida! ¡Ha sido tu vida desde el momento en que llegaste! ¿Quieres que reniegue de mis sentidos? —imploró el maestro.

—No. —Tonio sacudió la cabeza—. Esto es arte, esto es el decorado, y la música y el pequeño mundo que hemos construido para nosotros, ¡pero no es la vida! Si quiere hablarme de mi hermano y de lo que me hizo, entonces tiene que hablar de vida. Le aseguro que la atrocidad que cometieron conmigo exige una venganza. Cualquier hombre lo comprendería. ¿Por qué le resulta tan difícil?

El maestro se había calmado, pero no daba su brazo a torcer.

—Si vas a Venecia a matar a tu hermano no será en nombre de la vida —musitó—, sino de la muerte, y no de la suya, sino de la tuya. Ojalá fueras como todos los demás, ojalá no fueras tan…

—Yo sólo soy un hombre. —Tonio suspiró—. Eso es lo único que soy. Lo que siempre he sido. Aquello para lo que nací, en lo que me he convertido pese a todos sus esfuerzos por impedirlo. Y ahora que todo está dicho y hecho, le aseguro que un hombre no puede tolerar la injusticia que han cometido conmigo.

El maestro se volvió, por unos instantes pareció incapaz de recuperar la compostura. Un frío silencio se cernió sobre la habitación. Tonio, exhausto, se apoyó contra la pared, y contempló de nuevo el arco del claustro y el amable jardín.

Lo asaltaban mil visiones involuntarias, como si la mente pudiera vaciarse de todo pensamiento y ser invadida por imágenes de objetos concretos, destellantes de significado: vajillas de plata, las velas de la capilla de una iglesia, velos nupciales, cunas de niños, el suave crujir de la seda al estrechar entre los brazos a una mujer. Ese gran lienzo que era Venecia formaba el telón de fondo de aquella visión, y en él se superponían sonidos diversos, el clamor de las trompetas, el aroma del mar.

¿Cuál era mi mayor deseo hace sólo un instante?, pensó. La mente lo transportó al interior de aquel pequeño torbellino que se desataba siempre detrás de la cortina del escenario teatral, olía el maquillaje, los polvos, oía la melodía aguda de los violines al otro lado del telón, el retumbar de las tablas. ¿En qué estaba pensando? Escuchó su propia voz en una sucesión de nítidas notas alzarse ajena a hombres, mujeres, a la vida y la muerte. Sus labios no siguieron a sus pensamientos.

Pareció transcurrir un largo rato hasta que el maestro se volvió.

Tonio tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No quiero marcharme así —le dijo Tonio en voz baja—. Ahora está enfadado conmigo y yo le quiero. Lo he querido desde que llegué.

—Qué poco sabes de mí —dijo el maestro—. Nunca me he enfadado contigo. Y el cariño que me une a ti tiene pocos rivales.

Se acercó a Tonio, pero vaciló en abrazarlo, y en ese momento Tonio fue consciente de la presencia física del hombre, de esa fuerza y rudeza masculinas.

También era consciente de su propio aspecto, como si pudiera ver la insólita suavidad de su piel y su juventud reflejadas en la mirada del hombre.

—Antes de que nos separemos, me gustaría decirle otra cosa —murmuró Tonio—. Quiero agradecerle tanto…

—No es necesario que me digas nada. Pronto estaré en Roma para admirarte en el escenario.

—Hay algo más —dijo Tonio, mirando fijamente al maestro—. Quisiera pedirle un favor, y ahora desearía no haber esperado tanto. Tal vez no me conceda este último deseo, pero para mí representa el mundo.

—¿El mundo? —preguntó el maestro—. ¿Significa eso que matarás a tu hermano aunque eso suponga tu muerte? ¿A eso lo llamas mundo? Hace años intenté explicarte qué era el mundo, no el mundo de donde procedías, sino el que podías conquistar con la voz. Pensé que me habías entendido. Eres un gran cantante, sí, un gran cantante, y vas a dar la espalda al mundo.

—Todo a su debido tiempo, maestro —dijo Tonio con la voz de nuevo destemplada por la ira—. A todos nos llega nuestra hora —insistió—. Yo sólo me diferencio de los demás en que quizá sepa dónde emplazar a la muerte, cuando así lo decida. Tal vez vuelva a casa para morir y deje mi vida circunscrita a mi pasado. Todo a su debido tiempo, pero de momento estoy vivo y respiro como el resto de los mortales.

—Entonces, dime lo que quieres —dijo el maestro—. Para ti el mundo significa tiempo, y yo te daré todo el tiempo que precises.

—Maestro, quiero llevarme a Paolo. Quiero que viaje a Roma conmigo.

Cuando vio la sorpresa y la duda en el rostro del hombre, añadió:

—Maestro, le prometo que lo cuidaré y si algún día tengo que mandarlo de regreso, no será peor persona por haber vivido un tiempo a mi lado. Si algo mitiga el rencor que siento contra los que me han convertido en lo que soy, es el amor por los demás. El amor por Guido, por Paolo, por usted.

Cuando Tonio lo encontró, Paolo se había refugiado en el fondo de la capilla. Hundido en una silla, su carita estaba surcada de lágrimas. Miraba obstinadamente el sagrario y cuando vio que Tonio había vuelto de nuevo, que no bastaba con una sola despedida, se sintió traicionado y le dio la espalda.

—No digas nada y escúchame —dijo Tonio. Acarició los cabellos oscuros del muchacho y apoyó la mano en la frágil nunca del muchacho. De pronto se sintió tan lleno de amor por Paolo que durante unos instantes se quedó sin habla.

El olor a cera e incienso colmaba totalmente la cálida capilla y parecía que las tallas doradas del altar absorbían toda la luz que caía en haces polvorientos sobre el suelo de mármol.

—Cierra los ojos y sueña un instante —susurró Tonio—. ¿Quieres vivir en un hermoso
palazzo
? ¿Te gustaría llevar valiosas joyas, montar en espléndidos carruajes, comer en vajillas de plata y vestir satenes y sedas? ¿Te gustaría vivir conmigo y con Guido? ¿Te gustaría venir con nosotros a Roma?

El chico se volvió con una expresión tan furiosa que Tonio se quedó sin aliento.

—¡Eso no es posible! —protestó Paolo con voz ahogada, como si lanzara una maldición.

—Claro que es posible —replicó Tonio—. Todo es posible, cuando menos lo esperas. Todo puede suceder, tenlo por seguro.

Cuando la fe y la confianza volvieron al rostro de Paolo, se echó a los brazos de Tonio y éste lo estrechó contra sí.

—Vamos —le dijo—. Si quieres llevarte algo, ve a buscarlo ahora mismo.

Cuando los carruajes por fin se pusieron en marcha era ya mediodía. Guido, Paolo y Tonio viajaban en el primero, seguidos por los criados y un gran número de baúles.

Mientras recorrían la Via di Toledo hacia el mar, para contemplar por última vez la ciudad, Tonio no podía apartar los ojos de la cima azulada del Vesubio, que elevaba su fina estela de humo al cielo.

El carruaje siguió por el Molo. El mar resplandeciente se fundía con el horizonte. Cuando enfilaron hacia el norte, la montaña se perdió de vista.

Horas más tarde, Tonio era el único que lloraba mientras la noche caía sobre los interminables y hermosos trigales de la Campaña, y el carruaje se bamboleaba despacio en su viaje hacia Roma.

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