—¿Y nunca te preguntas como sería? —le preguntó en voz baja—. ¿Con otro hombre? ¿Con una mujer?
Cerró los ojos y ya casi se había dormido cuando oyó la respuesta que le llegaba desde muy lejos, como la anterior.
—Nunca.
Cuando Guido volvió era ya muy tarde.
El
palazzo
estaba en completo silencio. Quizás el cardenal se había retirado temprano. En las habitaciones inferiores ardían sólo unas pocas lámparas. Los pasillos se extendían en una tenue oscuridad; las blancas esculturas, esos dioses y diosas mutilados, desprendían una espectral luz propia.
Mientras subía las escaleras, Guido se sintió exhausto.
Había pasado la tarde con la condesa en su villa en las afueras de la ciudad. La señora había viajado hasta Roma para preparar la inauguración del teatro cuando estuviera más avanzado el año. Había previsto pasar sólo unos días en Roma y regresar antes de Navidad, para quedarse durante toda la temporada operística en la ciudad.
Lo hacía por Guido y por Tonio, ya que ella prefería el sur, y Guido le agradeció su visita.
Pero cuando vio que tal vez no tendrían la oportunidad de estar a solas, se indignó. Se comportó casi con grosería.
Aunque la condesa se sorprendió por aquella brusca reacción, se mostró comprensiva. Se lo llevó consigo al
palazzo
donde se alojaba como invitada y lo condujo a su alcoba. La pasión desbordada de Guido en la cama los dejó asombrados a ambos.
Nunca habían hablado de ello, aunque había quedado establecido que ella tomara la iniciativa en sus juegos amorosos. Intrépida y apasionada con la boca y las manos, siempre le había gustado excitar a Guido y prepararlo para el acto sexual. En realidad, trataba a Guido como si fuera su dueña. Lo acariciaba al igual que haría con un niño, de una forma posesiva, mientras dejaba escapar pequeños suspiros. Aquel hombre la cautivaba y no le tenía ningún miedo.
A él le gustaban aquellas atenciones. Prácticamente todo el mundo lo temía pero a él no le importaba lo que pensase la condesa.
De algún modo que resultaba difícil de definir, era consciente de que su relación con ella era sólo simbólica. Era una mujer, y Tonio era Tonio, de quien estaba profundamente enamorado.
Se preguntaba si siempre era de ese modo entre hombres y mujeres, o entre hombres y hombres, y cada vez que ese pensamiento cruzaba su mente, lo rechazaba.
Pero aquella tarde se comportó como un animal. El nuevo y desconocido dormitorio, su extraña conducta, la breve separación que se había producido entre ambos, todos estos factores se conjugaron para que el juego amoroso resultase más excitante que nunca.
No se levantaron enseguida. Bebieron café, un poco de licor, y hablaron.
En silencio, Guido se preguntó por qué Tonio y él estaban tan enfrentados. La discusión de aquella mañana sobre la conveniencia de aceptar un papel femenino había llegado a un desagradable clímax cuando él había sacado el contrato que Tonio había firmado con Ruggerio, donde se especificaba que el muchacho era contratado como
prima donna
. Tonio propinó un manotazo al papel y se sintió traicionado.
No obstante, Guido percibió en él las primeras señales de derrota, aunque en un nuevo arrebato de cólera afirmó que nunca adoptaría un nombre artístico. ¿No se daba cuenta de que nadie creería que se trataba de un patricio veneciano? Lo considerarían una afectación por su parte.
Tonio estaba visiblemente herido.
—No me importa lo que piense la gente —dijo tras un largo silencio—. No pretendo hacerle ver a nadie cuál es mi origen o en qué hubiera podido convertirme. Mi nombre es Tonio Treschi. Eso es todo.
—Muy bien, pero interpretarás el papel que estoy escribiendo para ti —había dicho Guido—. Te pagan igual o incluso mejor que a los cantantes más experimentados. Te han traído aquí para que interpretes un papel femenino. Tu nombre, ya sea Tonio Treschi o cualquier otro, figurará en letras grandes en los carteles ahora que aún no eres nadie. Tu juventud y tu físico los atraerá tanto como tu voz. El público espera verte vestido de mujer.
Después de haber pronunciado aquellas palabras, fue incapaz de sostener la mirada de Tonio.
—No puedo creerlo —había replicado Tonio en voz baja—. Durante tres años me has estado diciendo que los romanos son los críticos más estrictos. Y ahora me vienes con que quieren ver a un chico con faldas. ¿Nunca has visto antiguos grabados de instrumentos de tortura? Máscaras de hierro y manillas, auténticos trajes del dolor. Eso es lo que sería para mí un vestido de mujer, y tú me dices: «póntelo», pues bien, yo te respondo que no pienso ponérmelo.
Guido no lo entendía. Había interpretado papeles de mujer una docena de veces antes de cumplir los dieciocho años. Pero la complejidad de la mente de Tonio siempre lo desalentaba. Sólo había un camino a seguir.
—Tienes que ceder.
¿Cómo podía alguien amar la música y la escena tanto como Tonio y no hacer cualquier sacrificio por el canto?
Sin embargo no confió a la condesa sus temores. Y menos todavía lo peor de todo aquello: su frialdad hacia Tonio, y las recriminaciones de éste, cuya paciencia empezaba a agotarse.
En cambio, escuchó a la condesa, que tenía sus propios problemas.
No había conseguido convencer a la viuda de su primo siciliano, aquella hermosa inglesa que pintaba aquellas hermosas obras, de que volviera a casarse.
La chica no quería regresar a Inglaterra, no quería encontrar esposo. Quería dedicarse a la pintura.
—Siempre me ha gustado —murmuró Guido sin demasiado interés. Estaba pensando en Tonio—. Y tiene mucho talento. Pinta como un hombre.
La condesa no podía entenderlo, una mujer que quisiera montar su propio estudio, una mujer subida al andamio de una iglesia o un
palazzo
, con el pincel en la mano.
—La apoyarás, ¿verdad? —preguntó Guido—. La muchacha es tan joven…
—Claro que sí —respondió la condesa—. No es de mi misma sangre, pero mi primo tenía setenta años cuando se casó con ella. Sólo por eso, me siento en deuda con esa chica.
Con un suspiro, comentó que la muchacha era lo bastante rica como para llevar la vida que quisiera, sin ayuda de nadie.
—Tráela contigo a Roma para la temporada de ópera —le aconsejó Guido soñoliento—. Tal vez aquí encuentre el marido idóneo.
—Lo dudo —suspiró la condesa—, pero la traeré de todos modos. No se perdería el debut de Tonio por nada del mundo.
Mientras recorría despacio el pasillo hacia las habitaciones de Tonio, Guido vio luz debajo de la puerta y se alegró, pero luego recordó la animosidad que había surgido entre Tonio y él, así que al abrirla lo asaltó una ligera ansiedad.
Tonio estaba despierto y completamente vestido. Estaba sentado en un rincón, bebiendo un vaso de vino tinto. Al ver a Guido no se levantó, pero alzó la vista y sus ojos reflejaron la luz de las velas.
—No tenías que haberme esperado —dijo Guido casi con brusquedad—. Estoy cansado, me voy a la cama.
Tonio no replicó. Se levantó despacio, mientras contemplaba con cierta distancia cómo Guido se quitaba la capa. Éste no había mandado llamar al criado. No le gustaba verse rodeado de sirvientes y prefería desnudarse él solo.
—Guido —dijo Tonio en un cauto susurro—, ¿podemos irnos de esta casa?
—¿Qué quieres decir con eso? —Guido se quitó los zapatos y colgó la chaqueta en un perchero—. ¿Podrías servirme un poco de vino? Estoy muy cansado.
—Quiero decir marcharnos de esta casa —repitió Tonio—. Vivir en otro sitio. Tengo dinero suficiente.
—Pero ¿de qué estás hablando? —le preguntó Guido malhumorado, aunque lo recorrió un leve cosquilleo de terror, el mismo que lo había estado acechando durante los últimos días—. ¿Qué te pasa? —preguntó, con expresión dubitativa.
Tonio sacudió la cabeza. El vino hacía brillar sus labios. Hizo una mueca.
—¿Qué ha ocurrido? Contesta —inquirió Guido con impaciencia—. ¿Por qué quieres marcharte?
—No te enfades conmigo, por favor —suplicó Tonio en voz baja, poniendo un gran énfasis en cada palabra.
—Si no me cuentas lo que te pasa, acabaré pegándote. No lo he hecho en años pero, si no te explicas, lo haré hoy —advirtió Guido.
Vio la desesperación pintada en la cara de Tonio y su modo de retroceder, pero él no iba a amilanarse.
—Muy bien, entonces te lo diré sin rodeos —afirmó Tonio en un murmullo—. Esta noche el cardenal me ha mandado llamar. Ha dicho que no podía dormir, que necesitaba música para relajarse. En su habitación había un pequeño clavicémbalo. Me ha pedido que tocase y que cantase.
Mientras hablaba, observaba a Guido. Este apenas daba crédito a sus oídos. Imaginó la escena y un fuego terrible le ardió en el pecho.
—¿Y entonces? —preguntó furioso.
—No era música lo que quería —respondió Tonio. Aquello le resultaba muy difícil. Luego añadió—: Aunque dudo que él mismo lo supiera.
—Entonces, ¿cómo te diste cuenta tú? —le espetó Guido—. ¡Y no me digas que lo rechazaste!
El rostro inexpresivo de Tonio sólo denotaba confusión.
Guido alzó la mano, fuera de sí. Caminó en círculo y luego abrió los brazos con las palmas hacia arriba.
Tonio le dirigió una mirada acusadora.
—¿Cómo estaba cuando lo dejaste? —preguntó Guido—. ¿Estaba enfadado? ¿Qué fue lo que pasó?
Era obvio que Tonio no se atrevía a responder. Miraba a Guido como si éste le hubiera pegado.
—Escúchame, Tonio —dijo Guido. Tragó saliva, sabía que debía disimular el pánico que lo atenazaba—. Vuelve a su lado, y por el amor de Dios, sé condescendiente con lo que te pida. Estamos en su casa, es el primo de la condesa y un príncipe de la Iglesia.
—¿Un príncipe de la iglesia? —gritó Tonio—. ¿Que sea condescendiente? Y yo, ¿qué soy yo, Guido? ¡Dime! ¿Qué soy?
—Tú eres un chico y un
castrato
, ni más ni menos —farfulló Guido—. ¿Qué importancia tiene? Para ti eso no significa nada. ¿No te diste cuenta de que esto tenía que ocurrir? ¡Tan ciego estás! Tonio, me estás buscando la ruina. Tu obstinación, tu orgullo… me dejan sin recursos. Tienes que volver ahora mismo junto al cardenal.
—¿Que te estoy buscando la ruina? ¿Me pides que vuelva a su lado y haga lo que le plazca, como si no fuera más que una zorra de la calle?
—Tú no eres una zorra. Si fueras una zorra no estarías en esta casa, el cardenal no te daría cama y comida. Tú eres un
castrato
. Por el amor de Dios, dale lo que quiere. Si me lo pidiera a mí, no dudaría ni un instante.
—Me asustas —susurró Tonio—. Me das asco, no hay otra manera de decirlo. Te sacaron de Calabria, te vistieron de terciopelo y te convirtieron en un ser que no piensa, que no tiene alma, con el aspecto de un caballero cuando, en realidad, careces de voluntad y credo, desconoces lo que es el honor, y eres incapaz de albergar ningún sentimiento honorable. Me arrebatarías el nombre, el cuerpo incluso, en nombre de la música, de sus exigencias, y ahora me mandas a la cama del cardenal como un tributo a pagar…
—¡Sí, sí, sí! —exclamó Guido—. Te pido que hagas todo eso. Hazme parecer un demonio si quieres, aun así te aseguro que la naturaleza que asignas a todos esos valores es hermosa pero irrelevante. Tú no estás sujeto a las reglas de los hombres, tú eres un
castrato
y estás por encima.
—¿Y para ti? —preguntó Tonio en un susurro—. ¿Qué significa para ti que me acueste con él? —No osaba levantar la voz—. ¿No sientes nada?
Guido se volvió de espaldas.
—Me mandas de tu cama a la suya —prosiguió Tonio— como si yo sólo fuera un regalo para Su Eminencia, en señal de gratitud y respeto…
Guido se limitó a sacudir la cabeza.
—¿No comprendes lo que es el honor, Guido? —preguntó Tonio en voz baja—. ¿Te lo cortaron en Calabria? A mí no.
—Honor, honor. —Guido se volvió despacio—. Si no está guiado por el corazón, por la sabiduría, ¿qué es el honor? ¿De qué sirve? ¿Qué deshonor hay en darle a ese hombre lo que te pide si con ello no sufres ninguna humillación? Tú eres un banquete del que desea saciarse al menos una vez, quizá dos, mientras estés bajo su techo. ¿Qué daño puede ocasionarte? Si fueras una muchacha virgen podrías argüir ese motivo, pero entonces nunca te lo pediría. Él es un santo. Y si fueras un hombre, ¿acaso te avergonzaría admitir que está en tu naturaleza acceder a sus deseos? Podrías alegar que sientes aversión, tanto si fuera verdad como si no. Sin embargo, tú no eres ni lo uno ni lo otro, eres libre, Tonio, libre. Hay hombres y mujeres que todas las noches de su vida sueñan con esa libertad. Y tú que la tienes por naturaleza, la desprecias. Es un cardenal, por el amor de Dios. ¿Se te ocurre alguien mejor a quien hacerle entrega de eso tan precioso que Dios te ha dado?
—Calla —insistió Tonio.
—Cuando te poseí por primera vez —dijo Guido— fue en el suelo de mi estudio en Nápoles. Estabas solo y desamparado, sin padre ni madre, sin familiares ni amigos. ¿Hubo honor entonces?
—Hubo amor —replicó Tonio—. ¡Y pasión!
—¡Pues ámalo a él! Es un gran hombre. La gente está horas ante su puerta sólo para verlo pasar. Ve y ámalo y la pasión surgirá.
Casi de inmediato, Guido se volvió de espaldas otra vez.
El silencio era insoportable. Sin darse cuenta, contuvo el aliento.
La ira lo enardecía y deformaba su rostro. Toda aquella desdicha que lo había acechado desde que inició el viaje acababa de caer sobre él. Se encontraba indefenso.
Inmerso como estaba en esa ansiedad, en esa confusión, la luz se hizo en su mente.
Cuando oyó que la puerta se abría y se cerraba, fue como si le golpearan en mitad de la espalda.
Se dirigió al escritorio con movimientos bruscos.
Se sentó ante una partitura abierta, y tras mojar ávido la pluma, empezó a escribir.
Permaneció mucho tiempo mirando los signos en el pergamino, sosteniendo la pluma en la mano. Luego la dejó sobre la mesa con un movimiento tan lento que apenas alteró el curso de las motas de polvo en el aire.
Sus ojos recorrieron los objetos de la habitación. Presionó el brazo derecho alrededor de la cintura como para resguardarse ante algún terrible ataque, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos.
Tonio estaba ante las puertas de los aposentos del cardenal.
En el núcleo de todo aquello se abría paso la dolorosa convicción de que era él quien lo había propiciado. No sabía exactamente por qué, pero sentía que era culpa suya.