Habría transcurrido tal vez una hora cuando Tonio se despertó. Por un instante no recordó dónde estaba. Entonces advirtió que el cardenal se hallaba de pie, junto a la cama y lo miraba, recortado contra la ventana abierta a la lenta progresión de las estrellas.
El cardenal estaba hablando y había puesto la mano sobre el hombro de Tonio, y al ver que éste había abierto los ojos, le acarició la mejilla.
—¿Puede condenarme Dios por este éxtasis? —preguntó—. ¿Qué enseñanza encierra todo esto? —Una vez más hacía gala de aquella asombrosa inocencia. La misma mirada infantil y el rostro majestuoso, inalterable, con los párpados lisos y oblicuos y las comisuras de la boca en un rictus casi amargo.
Cuando volvió a despertarse, el cielo estaba teñido de un intenso color rosa tras los tejados, y las nubes lo moteaban aquí y allá con hebras doradas. En el aire sonaban gritos lejanos de gansos y mugidos de vacas. Y mientras cantaba un gallo, un aire cada vez más cálido hendía la habitación, de manera que todos los brocados y esmaltes se replegaban sobre sí mismos, andrajosos como los contenidos de un armario de desván y cubiertos de polvo. Las motas danzaban lentas en los primeros rayos de sol que iluminaron la alfombra, y cada pequeña ráfaga de brisa portaba consigo el olor a tierra mojada y diluía la fragancia de incienso y cera que hasta entonces había permanecido intacta.
Tonio se levantó de inmediato. Se preguntó por qué el cardenal no le habría pedido que se marchara. Quizá se tratara de una cortesía piadosa, pero el cardenal dormía apoyado en su almohada y aun así se revolvió buscando la cálida huella que Tonio había dejado en el lecho.
Tonio se vistió en silencio y recorrió los grises y oscuros pasillos.
Al entrar en el dormitorio de Guido, vio que éste se había dormido sobre el escritorio. Tenía el rostro hundido en el brazo. La vela se había ahogado en su propia cera.
Durante mucho rato, Tonio miró la cabeza inclinada, aquellos rizos abundantes y empolvados. Después levantó a Guido, que primero se sobresaltó y luego caminó despacio, adormilado, hasta su cama. El viejo Nino entró sin hacer ruido y lo tapó con la colcha una vez que se hubo descalzado.
Tonio permaneció allí, contemplándolo, y luego se dirigió a sus habitaciones.
Cerró los ojos y recordó el abrazo del cardenal, el rostro presionado contra aquel cuerpo delgado y firme, y volvió a sentir su vibración, su piel áspera aunque perfecta. Abrió de nuevo la boca para absorber sus secretos hasta que no pudo soportarlo más y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación.
Un ritmo frenético se apoderó de él y lo hizo caminar en círculo hasta que finalmente abrió la ventana y se asomó para saborear el aire matinal. A sus pies destellaba una fuente redonda. Se quedó absorto admirando la forma que el agua describía al fragmentarse y entonces advirtió que no oía su chapoteo.
Con Guido nunca había sido lo mismo.
Y sin duda Guido lo sabía. ¿Qué había hecho Guido? Tonio había vivido en una habitación cerrada con su amante, y Guido lo había obligado a salir de ella, había abierto la puerta. Toda aquella dulce complejidad, aquella hiriente ternura habían palidecido y habían perdido su aliciente, no podía invocar ninguno de aquellos recuerdos para que le brindaran algo de la tranquilidad y el sosiego que tanto necesitaba. Era algo pasado, irreemplazable, como si hubiese transcurrido un tiempo ilimitado. El fuego del cardenal lo había abrasado de tal manera…
Sentía deseos de llorar, pero estaba demasiado cansado y vacío y se había apoderado de él un extraño frío matutino pese a todo el calor del sol.
Roma se le antojó más una idea que un lugar mientras se arrodillaba junto a la ventana, con la frente apoyada en el alféizar. «¿Qué enseñanza encierra todo esto?», había preguntado el cardenal.
Bueno, para él la enseñanza había sido clara: estaba perdiendo a Guido y su deseo se materializaba en el cardenal, en aquella desbordante pasión. No haría partícipe a Guido de su descubrimiento. Se trataba de encontrar a Guido en el proceso de perderlo, y retenerlo para siempre en un nuevo abrazo.
Desde el mismo momento en que se había sentado en aquella habitación, se había adormilado. El aire estaba inyectado de fragancia y la luz poseía una rara cualidad que le recordaba algún sitio cerrado, lleno de tejidos y joyas de bisutería, donde una vez había estado; había ido allí solo y un sol delicioso le calentaba la espalda y los hombros desnudos.
Pero no podía permitirse perder el tiempo en recuerdos. No era importante. Lo único importante era terminar lo que había comenzado.
Aquella mujer lo esperaba, obviamente, con la intención de ayudarlo; sus doncellas se agrupaban como mirlos en los rincones de la habitación, sus pequeñas manos morenas se movían frenéticas de actividad, enderezaban una peluca en la cabeza de madera, ataban cintas aquí o allá. De repente le resultó divertido que ella esperase a que él se quitase su atuendo masculino y le ofreciera sus extremidades como si fuera su niñera.
Estaba apoyado sobre el codo, algo abstraído en su imagen que se reflejaba en el cristal oscurecido. Su rostro permanecía casi siempre inexpresivo, no importaba lo insólito que fueran sus pensamientos. Como si la suave carne femenina que había crecido sobre él (si la pellizcaba suavemente era tan elástica como la de una mujer) le hubiera robado la expresión y le hubiera proporcionado el secreto de la eterna juventud.
Pero ¿cómo voy a atarme el corpiño, pensaba, cómo voy a sujetarme las faldas? ¿Tengo que llevarlo todo de vuelta al
palazzo
del cardenal y entregárselo a ese viejo desdentado que, aunque haya engendrado una docena de hijos en la choza de una calleja, no tiene ni idea de ropa femenina?
En aquella habitación hacía calor, el bullicio de Roma repiqueteaba y zumbaba tras las ventanas cerradas, y la luz se posaba a franjas sobre aquella inmensa falda de seda.
La mujer percibió las dudas de Tonio. Dio unas palmadas para llamar su atención y ordenó a sus doncellas que se retirasen.
—
Signore
… —Se inclinó hacia él con los brazos extendidos para quitarle la capa. Tonio notó que el peso de ésta desaparecía de sus hombros—. He vestido a los cantantes más famosos del mundo. Yo no sólo hago ropa, también fabrico ilusiones. Permítame que se lo demuestre,
signore
. Cuando se mire de nuevo en el espejo no dará crédito a sus ojos. Es usted muy bello,
signore
. He soñado con usted cuando trabajaba con la aguja.
Tonio soltó una suave y seca risa.
Se puso en pie, desplegando su estatura ante ella, sonriendo a aquel rostro menudo, moreno y arrugado. Sus ojos tenían la forma de dos pequeñas almendras, unas almendras que alguien acabara de sacarse de la boca, brillantes de humedad.
Cogió la levita que Tonio le tendía y la dejó de lado casi con arrobo, su mano acarició el tejido como para calcular su valor ante un posible comprador, pero había reservado su gesto más adorable para las ropas que le ayudaría a ponerse.
—Los pantalones también,
signore
. Es importante. —Los señaló ante la resistencia de Tonio—. En estas cuestiones debe pensar que soy como su
mamma
. Mire, para comportarse como una mujer, tiene que sentir como una mujer.
—¿Y no sería mejor sentir como un centauro,
signora
? —preguntó entre dientes—. ¿Dispuesto en cualquier instante a pisarme los volantes y provocar estragos entre las tiernas vírgenes de la primera fila? —Tonio temblaba de ira.
—Tiene usted una lengua muy afilada,
signore
—rió ella, mientras le quitaba los calcetines y las babuchas. Tonio respiró hondo y cerró los ojos un instante.
Luego permaneció inmóvil. Aunque no hacía frío, un estremecimiento recorrió su piel desnuda. Cuando ella se acercó, lo tocó como si fuese tan valioso como el tejido, le puso la enagua en argolla con sus amplias varillas alrededor de la cintura y ató los lazos de ésta a la espalda. Él balanceó la prenda, mientras la mujer dejaba caer los fustanes sobre ella. Luego le tocó el turno a la voluminosa falda de seda violeta con diminutas flores rosas bordadas. Perfecto, perfecto. Luego la blusa de encaje, que le abrochó con diestra eficiencia sobre el pecho.
Los movimientos de la mujer se hicieron más lentos, intuía que aquel corpiño almohadillado, aquella armadura, era el punto crucial. Le quedaría por encima de los hombros y sus mangas violeta oscuro caerían hasta la falda de volantes. Lo alzó, para que él pasara los brazos, y lo abrochó primero por la cintura.
—Ah, es usted la respuesta a mis oraciones —dijo mientras cerraba el corchete. Tonio notó por primera vez el armazón de ballenas que la prenda llevaba cosido en su interior. Lo oprimía y, sin embargo, era suave y agradable al tacto, y a medida que ella se lo iba apretando sobre el pecho, experimentaba una extraña sensación, cercana al placer. Aquel objeto lo sostenía, lo impulsaba y le daba forma al mismo tiempo.
Las pequeñas manos de la mujer se detuvieron unos instantes en la carne desnuda de su garganta, la tersa piel que descendía hasta el volante que le adornaba el pecho. Y entonces ella, en tono confidencial, dijo:
—Permítame, señor. —Deslizó aquellas cálidas y curtidas manos en el interior del tejido que acababa de colocar, dio forma a la carne y la levantó, hasta que, al bajar la mirada, Tonio descubrió una elegante disposición y la hendidura que insinuaba unos pechos de mujer.
La boca se le llenó de saliva amarga. No se miró al espejo. Estaba tan inmóvil que parecía extasiado, los ojos miraban desorbitados hacia un lado, mientras ella le arreglaba la falda violeta y le alisaba el corpiño, antes de ofrecerle un asiento. Tonio fijó la vista en sus manos.
—No precisará ningún maquillaje, señor —dijo ella—. Ah, pero si hay mujeres que harían cualquier cosa por tener unas pestañas como las suyas… Y el cabello, oh, el cabello. —Sin embargo lo cepilló hacia atrás, lo aplanó y Tonio sintió sobre la cabeza el peso de la peluca. No era muy grande, tan blanca como la nieve y estaba adornada con diminutas perlas. El peinado se recogía en la nuca, desde donde caía en unos suaves rizos que acariciaron la espalda desnuda de Tonio. Ella le sujetaba el cuello, justo por debajo del cabello, y luego se volvió hacia él de modo que el rostro de Tonio rozó sus generosos pechos.
—Sólo un poco de sombra,
signore
—dijo con una mueca—. Magia negra para los ojos.
—Yo mismo lo haré —replicó él e intentó quitarle el pincel.
—¿Por qué me mortifica, señor? Quiero hacerlo yo —objetó ella, y luego soltó una carcajada, un risa seca y asexual que tenía resonancias de otra—. No, no se mire en el espejo —le pidió y alzó las manos para cortarle el paso en caso de que a Tonio se le ocurriera salir huyendo. Se inclinó y le tocó los ojos con una seguridad de la que él siempre había carecido. Primero fue el levísimo peso de la pintura en las pestañas, luego le alisó y endureció las cejas—. Embellezcamos lo que ya es hermoso —cloqueó ella, sacudiendo la cabeza, y entonces, de repente, en un impulso, lo besó en ambas mejillas.
Tonio echó la cabeza hacia un lado, pensando: «Cuando salga de aquí, ese imbécil de criado tendrá que llevarme la espada. Al parecer el cardenal prefiere rodearse de auténticos idiotas. Quizá yo también soy un auténtico idiota». Luego se inclinó hacia delante y se protegió los ojos con la mano. La mujer había abierto los postigos, y el cálido sol bañaba la habitación. Tonio percibió el destello de la luz a su alrededor y entonces ella dijo:
—Querido niño.
Le apoyó las manos en los hombros.
«Como odio que me llamen así», pensó de nuevo Tonio, asqueado.
—Levántese y mírese en el espejo. ¿He cumplido mi promesa? —preguntó entre susurros—. Su belleza es única. Los hombres caerán rendidos a sus pies.
Contempló su propia imagen en silencio.
No sabía quién era aquella criatura. ¿Bonita? Oh, sí, era bonita, e inocente, muy inocente; sus grandes y oscuros ojos parecían acusarlo de algún pensamiento sombrío. El corpiño moldeaba su cintura a la perfección y se iba ensanchando a medida que ascendía con sus hileras de volantes color crema hasta aquella tersa y blanca piel que creaba la ilusión de un pecho femenino. Domenico hubiera enloquecido de celos. Y el cabello blanco daba a su rostro un aire sumamente frágil y delicado: sus rasgos se habían convertido en los de una cándida jovencita.
La peluca blanca se alzaba desde la imperceptible línea de la frente y los rizos caían sobre la seda centelleante de las largas y vaporosas mangas.
Ella lo hizo girarse con ambas manos y se puso de puntillas para comprobar algún último detalle; después, mojó el dedo en el bote de carmín y luego se lo pasó por los labios.
—¡Ah! —La mujer no pudo contener una exclamación al tiempo que retrocedía—. Ahora, deme la pierna —dijo, y le levantó las faldas mientras se sentaba.
Tonio apoyó el pie en su regazo. Ella tenía la media recogida en un círculo y se la subió pierna arriba hasta sujetarla con una liga en la rodilla.
—Sí, el interior es tan importante como el exterior —afirmó en un tono que parecía más una reflexión. Cogió las babuchas de cuero blanco como si fueran de cristal.
Cuando por fin hubo terminado, retrocedió casi sin aliento.
—
Signore
… —Contrajo los ojos—. Juro por Dios que ni yo misma lo reconocería. —Siguió mirándolo como si no quisiera que se moviese—. Y recuerde lo que le he dicho —advirtió, al tiempo que se acercaba al perchero donde había colgado la chaqueta—. Muévase despacio, no intente imitar a una mujer, porque si se mueve demasiado rápido y amanera demasiado los gestos, la ilusión se romperá. Recuerde que toda ilusión es una completa mentira. Muévase más despacio que cualquier criatura humana y mantenga los brazos pegados al cuerpo.
Tonio asintió. De hecho, ya había llegado a esta misma conclusión por su cuenta. Había pasado días estudiando a todas las mujeres que había podido, con tanta concentración y tan largamente que había pecado de indiscreto.
—¿Qué es lo que busca? —preguntó mientras se acercaba a Tonio para arrebatarle de las manos su ropa de hombre. Él ya había sacado el puñal y cuando la mujer lo vio, se detuvo.
Tonio le sonrió mientras deslizaba la helada hoja metálica entre sus pechos.
La mujer se volvió de repente, tomó una pequeña rosa de un florero, la levantó a la luz para observar el tallo encerrado en un tubo de cristal y lo deslizó junto al mango del puñal, de forma que sólo se viera el diminuto capullo.