El maestro de esgrima los obligó a separarse. El conde había recibido un arañazo y la hermosa camisa de lino estaba desgarrada en el hombro.
No, no deseaba parar.
Cuando se batieron de nuevo, la necesidad de reparar el orgullo herido animaba al conde, mientras sus labios se movían en un ejercicio de concentración e intentaba esquivar los ataques precisos de Tonio.
Cuando terminaron el conde estaba jadeante, el vello negro del pecho le llegaba casi a la base del cuello, donde el arma lo había herido. Sin embargo, aquella máscara de carne sobre la nariz y la cara se adivinaba tan suave que Tonio la sentía entre sus dedos, y aquella barba afeitada parecía tan áspera que debía incluso cortar.
Le dio la espalda al conde. Avanzó hasta el centro de aquel suelo brillante y se detuvo con la espada en el costado. Notaba que los ojos de los demás lo estaban evaluando, percibía el avance del conde. El hombre desprendía un aroma animal, cálido y delicioso, cuando tocó la espalda de Tonio.
—Ven a cenar conmigo —le pidió casi con brusquedad—. Estoy solo en Roma. Eres el único esgrimista que puede ganarme. Quiero que vengas conmigo, que seas mi invitado.
Tonio se volvió para estudiarlo despacio. La proposición no dejaba lugar a dudas. El conde contrajo los ojos. Un diminuto lunar negro brilló junto a la nariz, otro en la barbilla.
Tonio dudó, bajó lánguidamente la mirada. Cuando rechazó la invitación, lo hizo entre susurros, tartamudeando, como si tuviera tanta prisa que sólo le quedara tiempo para dar una breve disculpa.
Casi airado, se mojó la cara con agua fría y se la secó bruscamente con la toalla antes de volverse hacia el criado que le sostenía la chaqueta.
Cuando salió a la calle, el conde, que se había detenido en la bodega de vinos de enfrente, alzó la copa en un lento saludo.
Los hombres de elegantes atuendos que lo acompañaban saludaron con la cabeza a Tonio.
El muchacho huyó perdiéndose entre la multitud que abarrotaba la calle.
Aquella noche, en una tenebrosa y mal ventilada villa, Tonio se dejó sorprender en un oscuro cenador por unas manos y unos labios que no conocía.
A lo lejos, Guido tocaba para una pequeño grupo de invitados, y Tonio llevó a su acosador a adentrarse más y más en el peligro del descubrimiento hasta que no pudo mantener bajo control aquellos dedos.
La lengua de aquel hombre penetró en su boca abierta, notó la dureza entre sus piernas. Finalmente se bajó los pantalones para poder formar una cavidad al juntar los muslos. En aquellos momentos era Ganímedes, excitado por la dulce humillación de la entrega, que adquiría la forma de un joven al que sus propias conquistas habían ya moldeado.
En las noches sucesivas, todas sus conquistas fueron hombres mayores que él, hombres en la flor de la vida o con los cabellos surcados de hebras grises, ávidos por saborear la carne joven, a los que a veces sorprendía cuando se arrodillaba para tomar en la boca toda la fuerza que ésta pudiera contener.
Cuando todo terminaba, se quedaba quieto, de rodillas, con la cabeza gacha, como si fuera el primer comulgante ante la barandilla del altar, como si sintiera la presencia de Cristo vivo.
Por supuesto, luego siempre esquivaba a aquellos compañeros, si es que así podía llamarlos. Y nunca se quedaba a solas con ellos en un terreno que no fuera el suyo. En cambio, anhelaba encuentros furtivos fuera de los salones cerrados y habitaciones no utilizadas cerca de los sonidos producidos por los que danzaban, de la gente. Siempre tenía el puñal a punto, la espada pegada al costado.
Le resultaba increíble que hombres y mujeres estuvieran prestos a provocarlo por doquier, que todas aquellas historias se hubieran iniciado con caballeros extranjeros que se enamoraban de él, totalmente convencidos de que se trataba de una mujer vestida de hombre.
Antes de ir a ver al cardenal se bañaba, se ponía ropa limpia e inmaculada. Entonces, borraba de su memoria aquellos encuentros furtivos y se abandonaba en los brazos del santo hombre.
Sin embargo, el recuerdo de aquellos abrazos prohibidos encendía sus vivencias cotidianas.
Finalmente, una tarde dirigió su carruaje hacia los bajos fondos de la ciudad.
Vio niños jugando en los umbrales de las puertas, gente cocinado en las tiendas al aire libre, quesos y carnes colgados de las arcadas. Una cerda oronda y brillante se detuvo ante el carruaje, con sus crías chillando tras ella. La colada tendida de unas cuerdas poco tirantes ocultaba el cielo.
Se recostó en el tapizado de cuero, con las ventanillas abiertas pese a las salpicaduras que se producían de vez en cuando, y a aquel hedor que el aire del cercano Tiber no podía disipar.
Por fin vio lo que buscaba. Un joven apoyado en el umbral de una puerta, con la camisa abierta hasta su ancho cinturón de cuero, revelando una línea de rizado vello negro. Se alzaba desde la cintura y avanzaba hasta rodear los diminutos y rosados pezones como si formara los brazos de una cruz. Su rostro, aunque afeitado, era tan áspero como un tronco recién serrado, y cuando su mirada se encontró con la de Tonio, la pequeña distancia entre ellos se acortó de repente por una corriente de pasión que dejó al veneciano sin aliento.
Abrió la puerta pintada del carruaje que se detuvo en aquel diminuto callejón y Tonio, con una chaqueta de brocado de oro, se asomó con una mano alzada, la palma hacia arriba, con aire incitador mientras la apoyaba en la rodilla.
El hombre entornó levemente los ojos. Adelantó las caderas y el bulto de la entrepierna creció bajo los ceñidos pantalones como si, de forma deliberada, quisiera hacerse notar.
Avanzó hasta el carruaje y Tonio entró de nuevo en el vehículo tras él. Echó las persianas hasta que ambos quedaron aprisionados por unas finas estelas de luz.
El caballo empezó a trotar. El pequeño compartimiento se balanceaba despacio en sus ballestas. Tonio miró el cabello negro y rizado sobre la piel aceitunada del hombre. De pronto se tumbó con la mano sobre él, al tiempo que extendía los dedos y palpaba la dureza de aquel pecho.
Veía el brillo de sus ojos, la luz surcaba su mandíbula, con un cuidado extremo la tocó, y notó las ásperas cerdas que la cuchilla no había apurado, y la piel de debajo tan tersa que se movía con la caricia.
Se echó hacia atrás e inclinó la cabeza de lado. Luego se giró y ladeó el hombro izquierdo para evitar a aquel hombre o atraerlo hacia sí. Y cuando se inclinó hacia delante, con las manos en el asiento, por debajo de su cuerpo, sintió el peso del hombre contra la espalda. Siguió bajando hasta que su cara tocó el cuero y entonces permaneció así tendido, con los ojos cerrados como si durmiera.
El hombre le pasó el brazo izquierdo bajo el torso y lo atrajo hacia sí enérgicamente a fin de tenerlo más cerca para la embestida. Aquella presión, aquel duro músculo contra su pecho que lo amarraba a aquel desconocido, le provocó espasmos de placer tan intensos como el hierro que lo atravesaba.
Durante unos instantes el dolor fue casi insoportable. Y sin embargo avivó la pasión hasta que ambos se fundieron en una llama de tormento. Entonces advirtió que su capturador no lo había soltado. Sintió que su rabia crecía y acercó la mano derecha al puñal. Pero con un suave empujón, aquel joven romano le indicó que sólo estaba atizando el fuego para el siguiente asalto.
Finalmente todo terminó. Al ofrecerle dinero, el joven lo rechazó con frialdad. Se apeó en plena calle, pero cuando el carruaje empezó a alejarse, se agarró a la ventanilla con las manos, y susurró el nombre de un santo: el nombre de la calle donde vivía. Tonio asintió con una expresión de reconocimiento. El hombre le devolvió una enigmática sonrisa.
Luego, de nuevo aquellos sombríos muros que se levantaban a cada lado, llenos de ocre y verde oscuro, que se disolvían tras el primer velo de lluvia.
A Tonio se le empañaron los ojos. Apático, se quedó mirando por la ventanilla mientras el carruaje se acercaba al Vaticano. Y entonces, como surgido de una pesadilla que la mente nunca había podido disipar, ni siquiera en la vigilia, vio el letrero de una pequeña tienda donde se leía claramente:
AQUÍ SE CASTRA A LOS CANTORES
DE LA CAPILLA PAPAL
Hacia primeros de diciembre, Roma estaba obsesionada con la nueva ópera.
La condesa Lamberti iba a llegar de un momento a otro y, por primera vez en su vida, el gran cardenal Calvino había alquilado un palco para toda la temporada. Muchos nobles apoyaban a Guido y a Tonio, pero los
abbati
comenzaban a dejarse oír.
Todo el mundo sabía que eran los
abbati
quienes emitirían el juicio crucial la noche del estreno.
Eran ellos quienes decidían si algo era un plagio con sonoros silbidos, eran ellos quienes hacían salir avergonzados del escenario a los ineptos e indignos.
Cuando los
abbati
condenaban una obra, las grandes familias que ocupaban la primera y la segunda hilera de palcos no podían salvar una representación por más que lo intentaran, y éstos ya habían empezado a proclamar a voces su devoción por Bettichino. Bettichino era el cantante de la temporada; en aquellos momentos el cantante había depurado su estilo hasta llegar a la perfección, Bettichino había estado espléndido el año anterior en Boloña, era una maravilla ya antes de haber actuado en los estados germanos.
Si mencionaban a Tonio, era para mofarse de aquel advenedizo de Venecia que afirmaba ser patricio e insistía en utilizar su nombre de nacimiento. ¿Quién iba a creer aquella patraña? Cuando se ponían ante los focos, todos los
castrati
se inventaban un augusto linaje y contaban historias estúpidas para explicar por qué habían tenido que realizarse la operación.
Así pues, el linaje del que Bettichino decía proceder no dejaba de ser absurdo. ¿Descendiente de una dama alemana y un mercader italiano, y que conservaba la voz debido al desdichado ataque de un ganso cuando era niño?
A Guido, que escribía día y noche, sólo le llegaban fragmentos de aquellas conversaciones. Únicamente salía para atender sus asuntos en la villa de la condesa, había ido cancelando todas las visitas a las casas de los
dilettanti
a medida que se acercaba el día cumbre.
Sin embargo Tonio mandó a Paolo a la calle para que se enterara de cuanto se decía.
Paolo, encantado de verse libre de sus maestros, visitó a la
signora
Bianchi, que trabajaba con ahínco en los trajes de Tonio, y luego se acercó a los hombres que trabajaban entre bambalinas. Permaneció el mayor tiempo posible en los atestados cafés, fingiendo que buscaba a alguien.
Cuando por fin regresó, tenía el rostro congestionado y los ojos rebosantes de lágrimas.
Tonio no lo vio llegar.
Estaba absorto en una carta de Catrina Lisani en la que le comunicaba que muchos venecianos ya habían emprendido el viaje hacia la Ciudad Eterna sólo para verlo en el escenario. «Irán los curiosos —había escrito—, y también los que te recuerdan con gran amor».
Aquello le produjo una ligera aunque no por ello menos desagradable conmoción. Vivía aterrorizado ante el inminente estreno. A veces ese terror era delicioso y vigorizante, otras lo vivía como un suplicio. Y en aquellos instantes, al saber que sus paisanos irían a verlo como si se tratara de un espectáculo de carnaval, lo invadió una sensación de frialdad que el calor del fuego no lograba aliviar.
Solía pensar en sí mismo como en un ser arrancado de cuajo del mundo veneciano, y ante cuya ausencia la gente había reaccionado apiñándose con indiferencia para ocupar el espacio que había dejado.
Enterarse de que allí la gente hablaba de la ópera, que comentaban todos sus pormenores le produjo una extraña e indefinible sensación.
Claro que hablaban porque el esposo de Catrina, el viejo senador Lisani, en una ocasión había intentado que se revocara el decreto de proscripción contra Tonio. El gobierno se había limitado a confirmar su primera decisión: Tonio no podría entrar nunca más en el Véneto sin que sobre él pesara la pena de muerte.
No obstante fue la última parte de la carta de Catrina Lisani la que le desgarró el corazón.
Su madre había suplicado ir a Roma. Desde el mismo momento en que supo de su contrato en el Teatro Argentina, había pedido hacer el viaje sola. Inflexible, Carlo se había negado, y aquella decisión había hecho enfermar a Marianna, que había sido confinada en sus aposentos.
«Hay algo de verdad en su enfermedad —había escrito Catrina—, pero quiero que entiendas que se trata de una enfermedad del alma. Pese a todas las debilidades de tu hermano, se ha mostrado muy atento con ella, y ésta es la primera desavenencia auténtica entre marido y mujer».
Apartó la carta.
Paolo lo esperaba y advirtió que lo necesitaba. Algo lo había aterrorizado y apenas podía articular las palabras.
¡Su madre había querido ir a verlo! Jamás hubiera esperado semejante decisión. La fina membrana que separaba aquellas dos vidas parecía haberse roto de repente, como si de su madre emanara una suave, misteriosa y embriagadora sensación que lo invadía. En todos aquellos años, nunca había tenido una conciencia tan lúcida y completa de su presencia, el perfume de su pelo, hasta la textura de sus cabellos. Podía sentirla detrás de él, llorando enfurecida, pugnando por abrazarlo.
Aquellos sentimientos eran tan violentos e insólitos que se encontró de pie antes de darse cuenta de haberse levantado y empezó a pasear frenético por la habitación.
—¡Tonio! —Paolo le tiraba de la manga—. ¡No sabes lo que dicen en los cafés! ¡Es terrible, Tonio!
—Calla, ahora no —le susurró. Pero mientras hablaba, la membrana empezó a cicatrizar y lo separó de ella, dejando todo aquel amor y desdicha fuera del alcance de Tonio, en esa otra vida a la que ya no pertenecía. ¿Y si se hubiese tratado de un cantante mediocre que llevase mucho tiempo separado de ella? ¿Qué hubiera significado saber que su madre quería estar a su lado?
«Eres un estúpido —se dijo—. No han hecho más que extender las manos hacia ti y tú les abres el corazón».
Se irguió con dignidad, se giró, tomó a Paolo por los hombros y le alzó la barbilla.
—¿Qué ocurre? Cuéntamelo. No puede ser tan terrible.
—Tonio, no sabes lo que andan diciendo. Según ellos, Bettichino es el mejor cantante de Europa. Dicen que es indignante que aparezcas en el mismo escenario.