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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (28 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Tonio lo miró largo rato, vagamente confundido por toda aquella jerga napolitana.

Las olas del mar le acariciaron los pies. El hombre tiró de él con un gesto de alarma por aquellas hermosas ropas, la arena pegada en los pantalones, el agua que le salpicaba la pechera de encaje de la camisa.

De pronto, Tonio se echó a reír. Luego se incorporó y por encima del rugido de las olas y el estruendo del tráfico, dijo en el poco dialecto napolitano que sabía:

—Llévame a lo alto de la montaña.

El hombre retrocedió. ¿Ahora? ¿De noche? Era mejor ir de día cuando…

Tonio sacudió la cabeza. Sacó dos monedas de oro de la bolsa y se las puso al hombre en la mano. Tenía esa extraña sonrisa del que puede conseguir todo lo que desea porque nada le importa. Dijo:

—No, ahora. Lo más arriba que puedas llegar. A la montaña.

Avanzaron deprisa por los suburbios de la ciudad aunque hicieron un largo recorrido antes de alcanzar las suaves pendientes de la montaña, con sus hermosos huertos, los olivares bañados por la luz de la gigantesca luna y el rugido del volcán que se oía cada vez con más intensidad.

Tonio ya olía la ceniza. La sentía en el rostro y en los pulmones. Se tapó la boca, sacudido por un acceso de tos. Las casas, diminutas, se veían con todo detalle en la noche azulada. Sus ocupantes, sentados a las puertas, se pusieron en pie al ver la farola que avanzaba lentamente para volver a sentarse cuando el conductor fustigó al caballo.

Pero la cuesta era cada vez más empinada y la ascensión resultaba más difícil. Finalmente, llegaron a un punto a partir del cual el caballo ya no pudo subir más.

Se detuvieron entre unos olivares, desde donde Tonio vislumbraba el gran arco centelleante que formaba la ciudad de Nápoles.

Entonces se escuchó un leve rumor, tan difuso y alarmante que Tonio se encaramó a la calesa y el cielo se encendió para revelar una inmensa columna de humo perfectamente dividida en dos por un destello fulgurante, al tiempo que el rumor culminaba en un bramido ensordecedor.

Tonio saltó del carruaje y le indicó al conductor que se marchara. Éste protestó; sin embargo, cuando ya se iba, aparecieron otras dos figuras en la maraña de vegetación que poblaba la montaña rocosa. Eran guías que llevaban visitantes a la cima de día y que aquella noche estaban dispuestos a acompañar a Tonio.

El conductor no quería que continuara y uno de los guías también parecía reacio, pero antes de que se entablara una discusión, Tonio pagó a uno de ellos y tomó el bastón que le ofrecía como soporte, se ató la correa de cuero que colgaba de la parte trasera del cinturón del hombre y, así enlazados, fueron absorbidos por la oscuridad cuesta arriba.

La tierra lanzó otro rugido, acompañado de nuevo por aquel destello de luz que iluminaba los árboles dispersos y que descubrió una humilde vivienda cerca de la cumbre. Apareció otra figura justo en el instante en que una lluvia de pequeñas piedras inundaba el cielo y caían al suelo con un ruido sordo que lo hacía vibrar. Una piedra le golpeó el hombro ligeramente. Gritando, le indicó al guía para que continuase.

El hombre que acababa de aparecer agitaba los brazos.

—¡No puede subir más! —advirtió. Se acercó a Tonio y dejó que la luna lo iluminase entre las ramas de los olivos. Tenía el rostro demacrado y los ojos desorbitados, como si padeciera una enfermedad—. Regrese. ¿No ve qué está en peligro? —le gritó.

—Adelante —ordenó Tonio al guía, quien sin embargo se detuvo.

Y entonces el hombre señaló un alto montículo de tierra que tenía delante.

—Anoche había aquí una plantación de árboles tan plana como ésta —dijo—. He visto cómo se levantaba y se combaba en cuestión de horas. Si sigue adelante hallará la muerte, se lo advierto.

—Vamos —le dijo al guía.

El guía clavó el bastón. Tiró de Tonio unos cuantos metros más cuesta arriba y luego se paró. Le gritaba y hacía señas pero el fragor de la montaña impedía a Tonio oír qué le decía. Le ordenó de nuevo que continuara, pero vio que el hombre había llegado al límite y que nada le haría seguir. El guía le rogó a Tonio que se detuviera en napolitano. Lo desató de la correa de cuero y cuando Tonio continuó subiendo, ayudándose con las manos, hundiendo los dedos en la tierra, el hombre gritó en italiano para que lo entendiera.

—¡
Signore
! ¡Esta noche escupe lava! ¡No puede seguir!

Tonio se tumbó en el suelo y se protegió los ojos con el brazo derecho, mientras con la mano izquierda se tapaba la boca, y débilmente, a través de las partículas de ceniza que flotaban en el aire, distinguió el leve brillo de una estela de lava que seguía el contorno de la montaña y que descendía y se alejaba hasta desaparecer entre las formas imprecisas de la exuberante vegetación. Tonio siguió mirándola inmóvil. De lo alto llegaban más cenizas y de nuevo llovieron piedras sobre su espalda. Se cubrió la cabeza con ambos manos.

—¡
Signore
! —gritó el guía.

—¡Aléjese de mí! —le advirtió Tonio. Sin mirar atrás para comprobar si lo había obedecido, continuó ascendiendo la cuesta aferrándose con las manos a las raíces y los troncos chamuscados de los árboles, al tiempo que hundía la punta de las botas en el terreno blando.

Volvieron a caer piedras, los estallidos se sucedían rítmicamente, pero él no podía anticiparlos y tampoco le importaba. Se echaba al suelo una y otra vez para protegerse la cara y se levantaba tan pronto como le era posible, mientras el fuego iluminaba el cielo incluso a través de la neblina de cenizas, que se había transformado en una nube que lo envolvía.

Un ataque de tos le hizo detenerse. Luego siguió subiendo pero cubriéndose la boca con el pañuelo, y el avance se hizo más lento. Tenía las manos llenas de rasguños, al igual que las rodillas, y cuando la montaña arrojó piedras una vez más, éstas le produjeron cortes en la frente y en el hombro derecho.

La montaña emitió otro rugido, y el sonido creció y creció en intensidad hasta volver a convertirse en aquel temible bramido. La noche quedó de nuevo bañada de luz.

A través de los árboles medio muertos que tenía delante, vio que había llegado al pie del gigantesco cono. Se hallaba casi en la cima del Vesubio.

Alargó las manos para afianzarse en el suelo, clavando con fuerza los dedos en la tierra, pero el terreno se desmoronó y las rocas y guijarros se le metieron en la boca. De pronto notó cómo la tierra temblaba y se combaba hacia arriba. El trueno enfurecido lo ensordeció. El humo y las cenizas se arremolinaban en el gran destello cegador que se produjo casi de inmediato y que mostró el alto y yermo promontorio elevándose hacia el cielo. Tonio volvió a inclinarse, buscando a tientas un árbol que, como un último centinela, retorcido y torturado, vislumbraba a pocos metros de distancia; sin embargo, al caer notó que tiraban de él hacia arriba, al tiempo que el árbol se quebraba con un chasquido sobrecogedor.

La mitad superior del tronco se dobló hacia la derecha, pareció detenerse y luego acabó desplomándose con un ruido atronador. Un vapor abrasante se filtraba a través de las grietas que se abrían por doquier. El muchacho se encontró gateando, desesperado, hacia atrás.

Se pegó al suelo, la boca se le llenó de grava y se le pegaron hojas muertas en los párpados. Incluso ciego como estaba, divisó aquel destello rojo semejante a una explosión. Se agarró con fuerza y la tierra se lo llevó consigo, echándolo hacia un lado, aunque él permanecía inmóvil. El rugido creció y lo zarandeó. A pesar de que su garganta lanzaba gritos estremecedores, y las manos se le hundían en la tierra, no oyó ningún sonido procedente de sí mismo, la vida parecía haberse alejado de él para convertirlo en parte de la montaña y del rugiente caldero que ésta albergaba en su interior.

7

El sol le abrasaba el rostro.

El humo flotaba en forma de miles y miles de diminutas partículas suspendidas en el aire. Sin embargo, en la lejanía, los pájaros cantaban. Ya era mediodía. Lo sabía por la inclinación del sol, por el calor que le producía en el rostro y las manos. La montaña tan sólo emitía un leve murmullo.

Acababa de abrir los ojos. Durante un prolongado instante permaneció tumbado e inmóvil; de pronto advirtió que había un hombre junto a él.

La figura lo saludaba con las manos, recortada contra el cielo azul, y su rostro estaba tan demacrado, tan pálido, con los ojos tan desorbitados que parecía la personificación de la muerte, mientras a sus espaldas se extendían las frondosas y verdes pendientes tachonadas de árboles que se fundían con la fértil planicie donde se amalgamaban los trazos de luz y color que daban forma a Nápoles.

Pero no era la imagen de la muerte. Se trataba sólo de aquel hombre que había salido de la cabaña la noche anterior para advertirle que no subiera más.

Sin pronunciar palabra, extendió el brazo, levantó a Tonio del suelo y, despacio, lo condujo montaña abajo.

Tan pronto como llegó a la ciudad, Tonio se dirigió a uno de los mejores
alberghi
del Molo y se alojó en unas costosas habitaciones en las que pudo tomar un baño, después de encargar a un criado que fuera a comprarle ropa.

Cuando terminó de bañarse, ordenó que se llevasen la bañera y se quedó un rato a solas, desnudo, frente al espejo. Luego se puso la camisa limpia y compuso meticulosamente el encaje de la pechera y los puños. Después se colocó la levita recién cepillada, los pantalones y las medias. Finalmente salió a la terraza.

Para desayunar le sirvieron fruta y chocolate, y el café turco que tanto le deleitaba en Venecia.

Permaneció sentado al aire libre, contemplando el tráfico de la mañana, y más allá, la playa de blancas arenas y el agua verdiazul.

El mar era un enjambre de naves y barcas de pesca que atracaban en el puerto.

Ante él, el espacio abierto llamado el Largo rezumaba toda aquella insignificante y laboriosa actividad que acostumbraba a observar desde allí.

Tonio no podía dejar de pensar. Aunque rara vez en su vida le había hecho tan poca falta.

Llevaba catorce días en Nápoles. Antes, habían transcurrido otros catorce días de camino desde que saliera de aquella sucia habitación de Flovigo. Durante todo aquel tiempo, era más que probable que no hubiera utilizado la razón ni una sola vez.

Lo ocurrido se cernía sobre él y le hacía doblarse bajo su peso. No obstante, no podía abarcarlo en toda su magnitud, era incapaz de verlo con perspectiva. Sus múltiples aspectos lo acosaban como miles de moscas zumbando, salidas del infierno para enloquecerlo y casi victoriosas en su cometido. Desgarrado por el odio, desgarrado de dolor por el hombre que nunca llegaría a ser, se había enfrentado a todos los que le rodeaban, incluso a sí mismo, sin un propósito, sin ninguna esperanza, sin lograr rectificar nada ni vencer a nadie.

Bueno, todo había terminado.

Aquello había cambiado, aunque no sabía a ciencia cierta por qué.

Pero después de pasar una noche en el Vesubio, moviéndose sólo cuando la montaña decidía moverlo, sintiéndose el ser más miserable de la tierra, su vida anterior había terminado.

Decisivo en ese cambio había sido la certeza, no alcanzada en un momento álgido de ira y dolor, sino fríamente, en medio del peligro, de que estaba solo.

No tenía a nadie.

Carlo le había hecho daño, un daño irreparable que había apartado a Tonio de todos sus seres queridos. Nunca podría volver a vivir entre sus familiares y amigos. Si lo hacía, la compasión de éstos, su curiosidad y su horror, lo destruirían.

Aun en el caso en que no estuviera proscrito de Venecia, un hecho inalterable que le había infligido una humillación atroz, nunca volvería. Había perdido Venecia y a todos aquellos a los que conocía y amaba.

Muy bien. Eso era fácil.

A continuación venía lo más difícil.

Andrea también lo había traicionado. Andrea sin duda sabía que Tonio no era hijo suyo, y aun así le había hecho creer que lo era, le había enfrentado a Carlo, después de su muerte, para que librara una batalla que no le correspondía. Aquello constituía una traición imperdonable.

Sin embargo, incluso en esos instantes, Tonio sabía lo que Andrea diría en su defensa. De no haber sido por él, ¿qué habría sido de Tonio? ¿El primero de una despreciable progenie de bastardos, hijos de un noble caído en desgracia y una muchacha deshonrada? ¿Cómo hubiera transcurrido la vida de Tonio? Andrea había castigado a un vástago rebelde; había salvado el honor de su familia y había hecho a Tonio hijo suyo.

Pero ni siquiera la voluntad de Andrea podía obrar milagros. En su lecho de muerte, las ilusiones y leyes que había creado en su propia casa se desmoronaron. Nunca había hecho partícipe a Tonio del futuro que le aguardaba. Lo había enviado a librar una batalla legitimada únicamente por mentiras y verdades a medias.

¿Fue, en definitiva, un error de cálculo debido a su orgullo? Tonio nunca lo sabría.

En esos momentos sólo atinaba a comprender que no era hijo de Andrea, que el hombre que le había dado una historia y un destino lo había abandonado, y que su sabiduría y sus propósitos quedarían para siempre fuera de su alcance.

Sí, había perdido a Andrea.

¿Y qué quedaba de los Treschi? Carlo, el hombre que le había hecho tanto mal, el hombre que no había tenido valor para matarlo. Astuto, muy cobarde, pero astuto. Ese hombre caprichoso y rebelde que, por el amor de una mujer, había amenazado con condenar a su estirpe a la extinción, la reconstruiría sobre la crueldad y la violencia infligidas a su hijo inocente.

Por lo tanto, los Treschi lo habían abandonado: Andrea, Carlo.

Sin embargo la sangre Treschi corría por sus venas. Perduraba en él un amor por sus antepasados, un amor hacia los Treschi futuros, niños que deberían heredar las tradiciones y la fuerza de su linaje en un mundo que poco o nada recordaría de Tonio, Carlo, Andrea, y de aquella cruenta maraña de injusticia y sufrimiento.

Sí, era difícil.

¿Qué destino aguardaba a Tonio? ¿Qué podría surgir de aquel caos? ¿En qué se había convertido Tonio Treschi, el muchacho que ahora estaba sentado en una terraza de la meridional ciudad de Nápoles, solo, contemplando a la sombra del Vesubio la siempre cambiante superficie del mar?

Tonio Treschi era un eunuco.

Tonio Treschi era menos que un hombre, alguien que despierta desdén en el hombre completo que lo mira. Tonio Treschi era ese personaje que las mujeres hacen blanco de sus provocaciones y los hombres encuentran extremadamente molesto, inquietante, patético, objeto eterno de bromas y burlas, el rufián inevitable en los coros de las iglesias y en los escenarios de las óperas y que, fuera de ese artificio de elegancia y música arrebatadora, es simplemente un monstruo.

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