Luego, una terrible certeza, la lenta aurora que resquebraja la oscuridad del sueño, la certidumbre de que estás dormido, de que nada de eso es real, es el otro el que es real, ¡tú estás soñando!
Ha ocurrido y tú sólo has sido un juguete en sus manos. Cantar, cantar, cantar; por un instante casi puedes oír tu voz resonando en aquellas húmedas paredes, elevándose, colmando tus más ambiciosas expectativas. Casi puedes escucharla libre ya de esta rabia ensordecedora.
El segundo sueño.
Aún están allí. Todavía los tienes entre las piernas porque te han vuelto a crecer. ¿O es que no te los seccionaron correctamente? Una pequeña parte quedó allí y de ella ha brotado el resto. Han cometido un terrible error. En cualquier caso, siguen allí, y un médico te está dando toda clase de explicaciones: por supuesto, sí, se han dado casos en los que la operación no se ha efectuado adecuadamente, sí, se han reproducido, compruébalo tú mismo.
Se sentó en la oscuridad. No recordaba haber dejado aquel surco caliente en la cama. Está junto a la ventana, sintiendo la brisa salobre que agita el calor atrapado en esta habitación de techo bajo. De pronto se horroriza al comprobar que puede tocar el techo con las manos, pero justo entonces se desploma en el alféizar con los brazos cruzados; las luces de la ciudad son una borrosa visión. Escucha. Escucha. Se oye un ritmo distante, parece proceder de una taberna, o de cantantes callejeros que vagan por aquellas suaves pendientes. Abre la boca para coger aire y cierra los ojos.
Más sueños.
Es verano y este mismo calor flota en las inmensas habitaciones vacías del
palazzo
. Cuenta los maineles de las ventanas, hay unos cuarenta en cada una, y está tumbado desnudo junto a su madre; ella se ha quitado toda la ropa de cintura para arriba de forma que se ven sus hermosos pechos, el sudor le humedece el cabello que se le queda pegado en la frente y mejillas. Se mueve, se vuelve hacia él, el colchón cede con un crujido. Lo abraza y Tonio siente el rotundo calor de aquellos pechos contra la espalda, los labios que le acarician la nuca.
¡Oooooooh, Dios, noooooo, estás soñando!
Suena la campana. La misma historia.
—¡Ponte la faja roja!
—¡No!
—¿Quieres que te azote con el látigo?
Yo no quiero nada.
¿Por qué nunca sueño que ha caído en mis manos, que no puede escapar de mí y que puedo hacerle lo que él me ha hecho a mí, lo mismo que me ha hecho a mí? ¿No existe tal sueño?
—¿Qué esperas conseguir con esto? —Guido Maffeo caminaba de un lado a otro de la habitación—. ¡Háblame, Tonio! ¡Has sido tú quien ha elegido venir a este lugar, no te he traído yo! ¿Qué pretendes con todo esto, con este silencio, este…?
No lo soporto. No puedo demostrar indiferencia ante esta actitud. Esas caras abotargadas por la ira.
Le ruego que no lo azote, deje el asunto en mis manos. Pero si ya lo he hecho y él se ha negado obstinadamente…
—Póntela.
—No.
El primer latigazo produce un dolor contra el que debes defenderte, pero es en vano, el segundo es más de lo que cualquiera puede resistir, el tercero, el cuarto, el quinto…, no lo pienses, intenta centrarte en otra cosa, en otro lugar, en cualquier otra cosa, otra cosa…
—Póntela.
—No.
—Dime, tú que eres mi ilustre veneciano, ¿qué futuro le espera a un eunuco que no canta?
Se alinean ante la puerta principal. Forman una hilera doble, las manos a la espalda, las fajas rojas dividiendo con precisión el suave tejido negro de la túnica en dos, una cinta negra en el cuello, todos marchando al mismo paso cuando la verja se abre. ¿Es posible que algún día yo cruce esa verja junto a ellos, que avance en una procesión como ésa, con esos eunucos, esos capones, esos monstruos castrados?
Esto resulta aún más mezquino que si me dejaran completamente desnudo, y sin embargo me muevo, pongo un pie delante del otro. Incluso este mundo parece estar poblado por seres humanos, y sus voces ascienden, se mezclan, por primera vez esas voces que suben y suben al aire libre, resultan hermosas y seguras: la prueba inequívoca de nuestra condición. La gente que nos mira lo sabe, aunque no lleve la faja roja, todos saben exactamente quién soy.
Esta situación es insoportable pero real. Se asemeja a la descripción de aquellas bárbaras ejecuciones, aunque es imposible adivinar los pensamientos o sentimientos de quien la sufre, empujado entre la multitud, con las manos atadas para que ni siquiera pueda taparse el rostro. Tú perteneces a este mundo que te rodea y aun así miras hacia delante como si no te estuviese ocurriendo, puedes ver las nubes que se desplazan vertiginosas por el cielo, llevadas por la brisa marina, alzas la vista hacia la fachada de la iglesia.
¿Qué son esos italianos del sur, qué son si no el mundo, el mundo entero?
Márchate de aquí, márchate.
—Si te marchas…
Otra vez ese maldito Guido Maffeo, ése de tez oscura que lo sabe todo.
—¿Adónde irás?
—No me iré.
—¿Quieres que te expulsen?
En esta ocasión, mientras caen los latigazos, intenta pensar en el dolor en lugar de oponerte a él. Si lo piensas no hay ni un sólo aspecto de la vida, pasada, presente o futura, que no te haga perder la razón. Concéntrate pues en el dolor. Al fin y al cabo tiene sus límites. Puedes seguir su recorrido por tu cuerpo. Tiene un principio, un punto intermedio, un final. Imagina que tiene un color. El primer golpe del látigo ¿cómo es? ¿Rojo? Rojo, dando paso a un brillante amarillo. ¿Y este otro? Rojo, rojo, no amarillo, no, y luego blanco, blanco, blanco, blanco.
—Se lo suplico maestro, déjelo en mis manos.
—Si no cantas, serás expulsado.
—¿Adónde irás…?
Exacto, ¿adónde irás? ¿Por qué te has encarcelado en este
palazzo
de cámaras de tortura? ¿Por qué no abandonas este lugar? Porque eres un monstruo y ésta es una escuela para monstruos, y si te vas de aquí, estarás solo, completamente solo. ¡Solo!
No llores delante de esos desconocidos. Trágate las lágrimas. ¡No llores delante de esos desconocidos! ¡Clama al cielo, clama al cielo, clama al cielo!
—¿Qué esperas conseguir? ¿Acaso sabes realmente lo que quieres?
Guido recorría la habitación de un lado a otro con el rostro contraído por la ira. Cerró la puerta de su aula de prácticas y se colgó la llave en el cinturón.
—¿Por qué has apuñalado a ese chico?
—No lo he apuñalado. Sólo tiene unos pequeños cortes. ¡Vivirá!
—¡Sí, esta vez vivirá!
—Ha entrado en mi habitación por la fuerza. ¡Me estaba atormentando!
—¿Y qué pasará la próxima vez? El maestro te ha quitado el puñal, la espada y esas pistolas que compraste. Pero no ha sido suficiente, ¿verdad?
—No, si no me respetan. Si vivo rodeado de bestias, tengo que defenderme.
—¿No lo comprendes? No puedes seguir así. Si continúas comportándote de ese modo te echarán del conservatorio. ¡Lorenzo podía haber muerto!
—Déjeme en paz.
—Oh, estás a punto de llorar, ¿no es cierto? Dilo otra vez, quiero oírlo.
—Déjeme en paz.
—No voy a dejarte en paz, no te dejaré en paz hasta que cantes. ¿Crees que no sé qué te impide hacerlo? ¿Crees que no sé lo que te ha ocurrido? Dios mío, ¿estás tan obcecado que no te das cuenta de que he puesto en peligro mi vida para traerte aquí cuando hubiera hecho mejor en alejarme de ti y de tus perseguidores? Sin embargo, te saqué del Véneto, te conduje hasta aquí, donde los emisarios de tu gobierno, si querían, podían haber mandado a sus
bravos
para que me despedazaran en la calle.
—¿Y por qué lo hizo? ¿Le pedí yo algo? ¿Qué busca? ¿Qué quiere de mí?
Guido le pegó. No pudo contenerse y lo abofeteó con tanta fuerza que Tonio se tambaleó. Se llevó la mano al rostro como si no quisiera ser testigo de aquello. Guido le volvió a pegar. Luego lo agarró con las dos manos y le golpeó la cabeza contra la pared.
Tonio jadeó levemente con un sonido gutural. De nuevo, la mano de Guido cayó sobre él y lo aferró por el cuello.
Guido retrocedió, intentando controlarse. Se quedó de espaldas a Tonio, ligeramente encorvado, como si quisiera encerrarse en sí mismo.
Tonio no pudo contener las lágrimas y, aunque se odiaba por su debilidad, sacó el pañuelo, resignado, y se las secó bruscamente.
—Muy bien —la voz de Guido apenas era audible por encima de su hombro—. Siéntate ahí. Vamos a repetirlo. Y esta vez presta atención.
El sol de la tarde calentaba el suelo de piedra y la pared, y Tonio trasladó el banco hacia un lugar donde pudiera descansar al sol, se sentó y cerró los ojos.
El primer alumno fue el pequeño Paolo, cuya potente voz llenaba la sala como el repicar de una radiante campana de oro. Seguía sin esfuerzo los arpegios, recorriendo la escala, y al hinchar las notas, las dotaba de un sentimiento cercano a la dicha.
Tonio abrió los ojos para mirar la nuca morena del muchacho. Mientras lo escuchaba se iba adormilando. Se sorprendió ligeramente ante las advertencias de Guido y la aguda comprensión de lo que Paolo había hecho mal. Pero ¿lo había hecho mal? Guido decía: «Oigo tu respiración, la veo, ahora repítelo más despacio, pero no sueltes el aire y esta vez… esta vez…». Esa vez la vocecita subió y bajó, con notas largas y agudas.
Cuando Tonio despertó de nuevo, le tocaba el turno a otro niño de más edad. Así era la voz de un castrado, con un matiz más rico o tal vez más duro que la de cualquier chico. Guido estaba enfadado. Cerró la ventana de un manotazo. El muchacho se había marchado y Tonio se frotaba los ojos. ¿Había refrescado?
Anochecía, pero el aire en aquel lugar era acariciadoramente dulce y en el alféizar de aquella honda ventana del primer piso temblaban las flores blancas de una enredadera interminable.
Se levantó, sintió una punzada de dolor en la espalda. ¿Qué hacía Guido en la ventana? Sólo distinguía el movimiento de sus hombros, mientras abajo, en el jardín, se dejaba oír un leve rumor de niños corriendo y gritando.
Entonces Guido se puso en pie y con él pareció alzarse un gran suspiro procedente de sus pesados miembros, de sus anchas espaldas, de su cabeza desgreñada.
Se volvió hacia Tonio, su rostro oscuro en contraste con el brillo que enmarcaba el arco del claustro, donde el sol todavía se demoraba iluminando los naranjos.
—Si no cambias —empezó—,
el maestro di capella
te expulsará en una semana. —La voz sonaba tan grave y áspera que Tonio no estaba seguro de que perteneciera a Guido—. No puedo evitarlo. He hecho todo lo que estaba en mi mano.
Tonio lo miró con vago asombro. Vio aquellos rasgos locuaces en los que tan a menudo había percibido una ira mitigada por alguna terrible derrota que era incapaz de comprender. Quería preguntar: «¿Qué más te da?» «¿Por qué te preocupas por mí?». Se sintió impotente, tal como se había sentido aquella noche en Roma, en el pequeño jardín del monasterio cuando ese hombre, en un arrebato de furia, le había preguntado: «¿Por qué me miras?».
Sacudió la cabeza, intentó hablar, pero no pudo. Quería argumentar que había estudiado todas las demás disciplinas que le habían enseñado, que había obedecido normas despiadadas y degradantes, ¿por qué?, ¿por qué…? Pero él sabía por qué. Simplemente le exigían que fuese lo que era. Y no se conformarían con menos.
—Maestro —susurró. Las palabras se le secaban en la garganta—. No me pida eso. Se trata de mi voz y no puedo entregársela a nadie. No es suya, por más distancia que haya recorrido para traérsela consigo, por más agravios que haya sufrido en Venecia por ese motivo. Es mía y no puedo cantar. ¡No puedo! ¿Lo comprende? Lo que me está pidiendo es imposible.
»¡Nunca volveré a cantar, ni para usted, ni para mí, ni para nadie!
La habitación estaba oscura aunque fuera, en el claustro, todo el cielo se había revestido de un mismo tono púrpura sobre los tejados más altos de las casas. Las sombras colgaban de las cuatro plantas del edificio hasta el jardín, donde sólo a retazos se distinguía alguna forma, las ramas rebosantes de naranjas y aquellos lirios centelleando en la penumbra, como candelas de cera. Tras las ventanas de múltiples maineles se distinguía el resplandor de algunas velas. Y desde lo más recóndito surgían los sonidos de la noche, los de los mejores músicos, y aquellas intensas y constantes melodías que, procedentes de los instrumentos, se escuchaban en cada piso.
No era una cacofonía, sólo un gran zumbido, como si aquel edificio estuviese vivo y canturreara, y Tonio experimentó una extraña de paz.
¿Era posible que se sintiera ya tan asqueado de toda aquella ira y amargura, que hubiera logrado desprenderse de ellas por unos instantes? No pensaba en Venecia, no pensaba en Carlo, no removía en los rincones de su mente donde persistían esos pensamientos. Su mente era más bien una sucesión de habitaciones vacías.
Experimentó una gran paz en aquel lugar que hubiera sido maravilloso de haber podido sentirla en todo momento.
Sí, aunque sólo sea por unos instantes, libérate.
Imagina, si quieres, que la vida todavía merece la pena, que es incluso agradable. Y que si quisieras, tal vez podrías acercarte a ese instrumento que aún está abierto, sentarte ante él, recorrer las teclas con los dedos y cantar. Podrías cantar sobre la tristeza, o acerca del dolor, un dolor imposible de expresar con palabras, un dolor que sólo puedes cantar. Eres capaz de todo, de veras, porque aquello que lo impedía se ha despegado como escamas desprendidas de un cuerpo que en realidad es humano, y que debido a una injusticia inhumana se ha transformado en un monstruo; pero ahora vuelve a ser libre para reencontrarse consigo mismo.
Permaneció tumbado con los ojos abiertos, en el estrecho banco donde quizás había dormido a veces Guido entre sus arduas sesiones, y pensó: sí, imagina eso el tiempo que puedas.
El cielo se oscureció. El jardín se alteró. El naranjo de debajo del arco, rodeado de sombras un instante antes, había perdido por completo su contorno. No se veían la fuente ni los lirios blancos, y al otro lado del patio, destacaba la única claridad que como miles de faros en la oscuridad emitían las luces en las ventanas.
Se quedó inmóvil, maravillado de que le permitieran seguir allí, en aquella habitación vacía, y caer en un sueño tan profundo y liberador.
Poco a poco, fue cobrando fuerza la idea de que, con el cristal entornado y la puerta cerrada, podía acercarse a ese clavicémbalo, posar las manos sobre él y… Pero no, si iba demasiado lejos, lo perdería todo. Cerró los ojos de nuevo.