El sol de la mañana estallaba en el león de oro de San Marco. Empapando de brillante luz blanca los largos y elegantes brazos de las arcadas que desaparecían entre las abigarradas y cambiantes multitudes, con la gran lanza del Campanile ascendiendo bruscamente hacia el cielo.
Se detuvo ante los brillantes mosaicos que coronaban las puertas de la iglesia y contempló los cuatro grandes caballos de bronce que se alzaban sobre sus pedestales.
Se dejó empujar por el gentío, avanzando a trompicones a un ritmo inconsciente, pero sus ojos seguían clavados en el inabarcable paisaje de pórticos y cúpulas que se alzaban a su alrededor.
Nunca había sentido tanto amor por Venecia, una devoción tan pura y dolorosa. Sabía que era demasiado joven para comprender la maldición que había caído sobre ella. Parecía demasiado sólida, demasiado fuerte, demasiado pletórica de magnificencia.
Se volvió hacia el mar abierto, hacia el centelleante mar inmóvil, y se creyó por primera vez en plena posesión de la vida, del mismo modo que lo estaba de la historia.
Sin embargo, hacía tan sólo una hora que una agotada y exhausta figura lo había dejado con una expresión de resignación ante la vejez que lo aterrorizaba. Recordó las últimas palabras de su padre:
—Cuando yo muera, volverá. Convertirá esta casa en un campo de batalla. No pasan seis meses sin que reciba una carta de su puño y letra en la que promete que se casará con la esposa que yo le elija si le permito regresar a su amada Venecia.
»¡Pero nunca se casará!
»Ojalá pueda ver con mis propios ojos cómo accedes al altar con tu esposa, conocer a tus hijos, estar presente cuanto te pongas la túnica de patricio por primera vez y ocupes tu legítimo lugar en el Consejo.
»Por desgracia no hay tiempo para eso, y Dios me ha dado señales inequívocas de que debo prepararte para el futuro que te aguarda.
»¿Sabes por qué te hago salir al mundo, por qué te arrebato la infancia con ese cuento de hadas que te convierte en el acompañante de tu madre? Te hago salir para que estés preparado cuando llegue la hora, para que conozcas el mundo, sus tentaciones, su vulgaridad.
»Recuerda que cuando tu hermano esté de nuevo bajo este techo, yo ya no me hallaré aquí. No obstante, el Consejo y la ley te apoyarán. Mi voluntad te dará fuerza y tu hermano perderá la batalla como le ocurrió antes: tú eres mi inmortalidad.
Un cielo azul inmaculado se extendía sobre los tejados, con la sola incisión de unas nubes increíblemente blancas que iban a la deriva. Los sirvientes corrían de un lado a otro de la casa anunciando que el mar estaba en calma y que el
Bucintoro
podría llevar al dux sin peligro alguno hasta San Nicolo del Lido. Las ventanas que daban al canal estaban abiertas a la brisa refrescante, y alfombras de brillantes colores colgaban de los alféizares bajo estandartes ondeantes. Era un espectáculo que se repetía a lo largo de toda la orilla, el más espléndido que Tonio había presenciado nunca.
Cuando él, Marianna y Alessandro, los tres lujosamente ataviados, bajaron al embarcadero, se descubrió susurrando:
—Estoy aquí. ¡No es un sueño! —Le parecía imposible moverse dentro de un escenario que tan a menudo había contemplado de lejos.
Su padre los saludó desde el balcón situado sobre la puerta principal. La góndola estaba forrada de terciopelo azul y engalanada con flores. El gran remo único había sido bañado en oro y Bruno, con su flamante uniforme azul, guiaba el bote en la corriente, mientras a su alrededor navegaban otras familias ilustres. Siguiendo la estela que dejaban cientos de embarcaciones antes que ellos, se deslizaban sobre el agua hacia la desembocadura del canal y la
piazetta
.
—Ahí está —susurró Alessandro y mientras las góndolas se deslizaban hacia delante y oscilaban hacia atrás, intentando mantener su posición durante la espera, señaló el fulgor y el destello desprendidos por el
Bucintoro
, ya anclado: una gigantesca galera que resplandecía en oro y escarlata y que transportaba el trono del dux acompañado por una multitud de estatuas doradas. Tonio levantó a Marianna sujetándola por la estrecha cintura para que pudiera ver, y alzando la vista, sonrió al comprobar el mudo estupor de Alessandro.
Él mismo apenas podía disimular su entusiasmo. Nunca olvidaría el momento en que el fragor de trompetas y pífanos inflamaron el aire de esplendor, al anunciar que el dux salía del
palazzo ducale
.
El mar estaba sembrado de flores. Los pétalos surcaban las olas cortadas en facetas, y hacían que el agua pareciese sólida. Los botes dorados de los principales magistrados avanzaban mar adentro, seguidos por los embajadores y el nuncio papal. Los grandes navíos de guerra y los barcos mercantes que ocupaban la laguna de un lado a otro saludaron con las banderas desplegadas.
Finalmente, toda la flota de los patricios se dirigió hacia el faro del Lido.
Gritos, saludos, ovaciones, risas formaban un agradable bullicio que se arremolinaba en sus oídos.
Pero nada superó al griterío que se alzó cuando el dux arrojó su anillo al agua. Todas las campanas de la isla repicaron, las trompetas sonaron, miles y miles de personas aclamaron a pleno pulmón.
La ciudad entera parecía flotar, elevándose en un gran grito colectivo. Luego se interrumpió y los botes regresaron a la isla por donde pudieron, dejando tras de sí una estela de seda y satén que ondulaba en el agua. Era una sensación caótica, frenética, deslumbrante.
El sol cegaba a Tonio; se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos mientras Alessandro lo sujetaba. Los Lisani navegaban a su lado, con sus gondoleros ataviados de color rosa, y mientras los sirvientes arrojaban flores blancas al canal, Catrina lanzaba besos con ambas manos; dejando que su vestido de damasco plateado se arremolinara en torno a ella.
Todo aquello era más de lo que hubiese osado pedir. Estaba cansado y casi mareado; tenía ganas de retirarse a un rincón oscuro del mundo sólo para saborear aquel momento. Por eso, cuando Alessandro les dijo que acudirían al banquete del dux en el
palazzo ducale
casi se echó a reír.
Cientos de personas se alineaban ante las largas mesas de blancos manteles, una fortuna en cera ardía en los candelabros de plata profusamente labrada, mientras los sirvientes desfilaban por las puertas llevando sabrosísimos platos en bandejas gigantescas: frutas, helados, humeantes fuentes de carne, y en los muros se agolpaba el pueblo llano que entraba a contemplar el espectáculo interminable.
Tonio apenas pudo probar bocado, a cada momento Marianna le comentaba en susurros lo que veía, quién era ése, quién era aquél; por su parte, Alessandro, con voz grave, la ponía al corriente de todos los cotilleos que se sucedían en aquel mundo de ensueño, lleno de amigos maravillosos. A Tonio, el vino se le subió a la cabeza de inmediato. Distinguió a Catrina, que le sonreía al otro lado de un inmenso abismo pálido y brumoso: sus rubios cabellos, una masa de perfectos y compactos rizos, su abundante escote adornado con diamantes.
El rubor que tenían sus mejillas hizo que las bellezas ideales de los retratos cobraran vida de repente. Estaba espléndida, divina.
Alessandro parecía estar a sus anchas. Cortaba la carne en el plato de Marianna, apartaba las velas que la deslumbraban, sin alejarlas nunca por completo de ella. El perfecto asistente pensaba Tonio.
Pero al observarlo, Tonio experimentó la misma intriga de antaño ante el antiguo misterio de los eunucos. No había pensado en eso durante años. ¿Cómo se sentía Alessandro? ¿Cómo sería estar en su piel? Y aunque sus manos lánguidas, los párpados semicerrados y la gracia milagrosa con que arropaba el más mínimo gesto ejercían un poder magnético sobre él, lo recorrió un estremecimiento involuntario. ¿Nunca se rebela contra su condición? ¿Nunca lo consume la amargura?
Los violines volvían a sonar. En la cabecera de la mesa se oyó un estallido de carcajadas. Pasó el
signore
Lemmo y los saludó con una rápida inclinación de cabeza.
Había empezado el carnaval. Todo el mundo se levantaba para acudir a la
piazza
.
Magníficas pinturas se exhibían en sus marcos para que todos las admiraran, las mercancías de los joyeros y los vidrieros destellaban y resplandecían a la luz que inundaba la calle procedente de los cafés atestados de gente que tomaba chocolate, vino, helados. Las tiendas fulguraban con frívolos candelabros y los espléndidos tejidos que en ellas se mostraban; mientras que la multitud misma formaba un rutilante enjambre de satenes, sedas y damascos deslumbrantes. La inmensa plaza se extendía hasta el infinito. La luz tenía la intensidad de un mediodía, y coronando todo aquel espectáculo, los mosaicos redondos de los arcos de San Marco emitían un tenue centelleo, como si estuvieran vivos y dieran fe de lo que ocurría.
Alessandro se mantenía cerca de sus protegidos y fue él quien condujo a Marianna y Tonio a la pequeña tienda donde de inmediato fueron ataviados con sus bautas y dominós.
Tonio nunca había llevado bauta: la máscara de yeso blanco en forma de pájaro que no sólo cubría la cara, sino también la cabeza bajo una negra capucha. Su olor, que se arremolinaba alrededor de la nariz y los ojos, le resultó extraño y se sobresaltó al no reconocerse, ante el espejo, pero era el dominó, aquella larga prenda negra que llegaba hasta el suelo, lo que los volvía del todo anónimos. No se sabía quién era hombre y quién mujer, no dejaba al descubierto ni un ápice del vestido de Marianna; y la convertía en un pequeño gnomo de risa dulce y vivaz.
A su lado, Alessandro parecía un espectro.
Al salir de nuevo a la luz cegadora, no eran más que un trío entre tantos otros grupos anónimos, perdidos en la muchedumbre, aferrándose mutuamente mientras la música y los gritos llenaban el aire, y disfraces desenfrenados y fantásticos se agitaban a su alrededor.
Las gigantescas figuras de la
commedia dell'arte
se elevaron por encima del gentío. Era como ver marionetas henchidas de monstruosa vida, caras pintadas que resplandecían grotescas bajo las antorchas. De pronto Tonio se percató de que Marianna se estaba partiendo de risa. Alessandro le había susurrado algo al oído mientras la llevaba del brazo. Se cogió a Tonio con la otra mano.
—¡Tonio! ¡Marianna! —les gritó alguien.
—¿Cómo sabes quiénes somos? —preguntó Marianna. Pero Tonio ya había reconocido a su prima Catrina Lisani. La máscara sólo le cubría la parte superior del rostro y le dejaba al descubierto la boca, una media luna desnuda y deliciosa. Sintió una turbadora avalancha de pasión. Le vino a la mente Bettina, la pequeña camarera del café. ¿Sería posible encontrar a Bettina?
—¡Querido! —Catrina lo atrajo hacia sí—. Eres tú, ¿verdad? —Le dio un beso tan sensual que Tonio casi perdió el sentido.
Retrocedió. La repentina dureza que notaba entre las piernas le estaba enloqueciendo, prefería la muerte a que ella lo advirtiese, pero cuando la mano de Catrina se deslizó por su nuca hasta llegar al único lugar que no estaba cubierto, se sintió al borde de una humillante conmoción que no podía disimular. Ella se apretaba contra él, el roce le trastornaba.
—¿Qué mosca le ha picado a tu padre para dejaros salir a los dos? —preguntó Catrina. Y, gracias a Dios, dirigió su desbordante afecto hacia Mariana.
Tonio imaginó entonces su casa, las oscuras habitaciones, los tenebrosos pasillos, imaginó a su padre solo en el centro de aquel estudio de tenue luz, cuando el sol de la mañana convirtiera las llamas de las velas en objetos sólidos, su esquelético cuerpo soportando el peso de la historia.
Abrió las ventanas de par en par. La lluvia caía en fragantes ráfagas, sin fuerza suficiente para vaciar la plaza. Cuando la abandonaron todavía estaba llena. Alessandro los había guiado por una callejuela estrecha y abarrotada de gente hasta el canal y allí había llamado a una góndola. Tras quitarse las ropas mojadas y arrugadas, Tonio apoyó los codos en el alféizar y miró hacia arriba, por encima del muro cercano, hacia el cielo brumoso en el que no divisó estrellas, sólo la fina lluvia de plata que caía en silencio.
—¿Dónde están mis cantantes? —musitó. Le hubiera gustado estar triste, hubiera deseado poder lamentar la pérdida de su inocencia y doblarse bajo el peso de la vida, pero si aquel sentimiento era de tristeza, estaba transida de una voluptuosa dulzura. Sin pensarlo, levantó la voz y llamó a sus cantantes. Oyó cómo su voz desgarraba la oscuridad. Sintió la garganta abierta, y en las notas algo palpable que se liberaba entonces en algún lugar del oscuro y enmarañado mundo que se extendía a sus pies, otra voz le contestó, más suave, más tierna, una voz de mujer que lo llamaba.
Cantó tonterías para ella. Le cantó sobre la primavera, el amor, las flores y la lluvia con frases plagadas de vivas imágenes. Cantó más y más alto y luego se detuvo, conteniendo el aliento, hasta que cesó el rumor del último eco.
En la oscuridad los cantantes se congregaban en torno a él. Los tenores recogían la melodía que él había iniciado. Se oyó una voz en el canal y más allá el tintineo de las panderetas y los rasgueos de las guitarras. Se dejó caer de rodillas, apoyó la mano en el alféizar y rió suavemente aun cuando el sueño amenazaba con vencerlo.
Una figura errante pasó por su imaginación: Carlo con su túnica escarlata, abrazado por su padre, y de repente le pareció que estaba en otro lugar, perdido en medio de una confusión creciente, y su madre gritaba. Pero ¿por qué gritaba? La voz de su padre le llegó ligera, íntima, aunque la respuesta lo esquivaba. En realidad, nunca se había atrevido a formular la pregunta.
¿Era ella la esposa que Carlo había rechazado? ¿Era eso? ¿Era ella la mujer que Carlo no había querido desposar? ¿Y por qué? ¿Por qué? ¿Ella le quería? Y entonces cuando ella se casó con un hombre tan viejo que…
Se despertó sobresaltado. Y en la cálida humedad lo recorrió un escalofrío. Ah, no, a ella no volvería a mencionárselo nunca. Y deslizándose de nuevo en el sueño, vio el rostro de su hermano que surgía despacio en la superficie de aquel retrato.
Angelo y Beppo estaban desconcertados; Lena repasaba a conciencia el vestido de su madre, aunque ésta decía una y otra vez:
—Lena, voy a llevar un dominó. ¡No lo verá nadie!
Alessandro, sin embargo, ejercía un total dominio de la situación. ¿Por qué no salían ellos dos también a pasárselo bien? Tardaron unos cinco segundos en hacer la reverencia, saludar y desaparecer.