Si había que juzgarlo por sus composiciones cortas, decía la gente, esa ópera iba a ser algo grande. Y Tonio, su alumno, era tan hermoso, la perfección de sus rasgos lo hacía parecer irreal, aun cuando siempre y sin excepción se negase, con toda cortesía, a cantar.
Así era la vida pública.
En casa, Guido trabajaba a un ritmo implacable, y obligaba a Tonio a practicar con más rigor que en el conservatorio, en especial la ejecución de los altos y rápidos
glissandi
que constituían la especialidad de Bettichino. Después de dos intensas horas de ejercicios matinales, lanzaba a Tonio por una serie de notas y pasajes que sólo podían cantarse tras haber calentado la voz. Tonio no se sentía cómodo en aquellas esferas, pero confiaba en que la práctica le proporcionaría seguridad, y aunque tal vez nunca tuviera que echar mano de aquellas notas tan altas, tenía que estar a punto para su encuentro con Bettichino, le recordaba Guido una y otra vez.
—Pero ese hombre tiene casi cuarenta años, ¿cómo puede cantar eso?
Tonio estudiaba una nueva serie de ejercicios dos octavas por encima del do medio.
—Si él puede —respondió Guido—, tú debes. —Y tras darle otra aria, una que quizá no sobreviviría y no llegara a aparecer en la ópera terminada, le dijo—: Ahora no estás conmigo en esta habitación. Estás en el escenario y hay miles de personas escuchándote. No puedes cometer ni el más mínimo error.
En su fuero interno aquella nueva música lo conducía al éxtasis. En el tiempo pasado en Nápoles, jamás se había atrevido a emitir juicios críticos sobre la obra de Guido, sin embargo era consciente de que su propio gusto ya había sido educado incluso antes de abandonar Venecia.
Advirtió que Guido, libre del severo régimen del conservatorio y de las constantes exigencias de sus antiguos alumnos, estaba asombrosamente tranquilo. Refinaba su técnica interpretativa y también sus composiciones, y se sentía pletórico por el interés que despertaba en todas partes.
Cuando terminaban las lecciones diarias, Tonio y él eran completamente libres. Si Tonio no quería acompañarlo a las diversas fiestas y conciertos a los que asistía, Guido no lo presionaba.
Tonio se decía a sí mismo que era feliz, pero no era cierto. La independencia de Guido lo confundía. Vestía con más elegancia que en Nápoles, gracias a la generosidad de la condesa, y casi siempre llevaba peluca. El cabello blanco obraba un milagro: hacía que sus peculiares rasgos resultaran más civilizados, más aceptables. Los inmensos y desafiantes ojos, la nariz chata y brutal y los labios que se alargaban con generosidad en una sensual sonrisa hacían de Guido el centro de atención de todas las reuniones. Y la visión de una mujer del brazo de Guido, los pechos de ella a menudo presionados contra la manga de él, desataban una callada furia en Tonio que sólo conseguía excitarlo.
Todo estaba cambiando.
No puedes hacer nada al respecto, y tú, si se lo recriminas, pensó, serás igual de frívolo y malcriado que todos a los que has acusado de serlo.
Le alegraba, sin embargo, poder abandonar libremente aquellas reuniones sociales. No podía cantar. La conversación constante lo agotaba. Y con amargura, comprobaba que una idea seguía fija en su mente: Guido «lo había entregado» al cardenal. Hubiera deseado enfadarse con Guido, echarle la culpa de todo lo ocurrido.
No obstante al llegar a la verja del
palazzo
del cardenal Calvino, lo olvidaba todo.
Un pensamiento se imponía a todos los demás: entregarse a los abrazos del cardenal.
Las noches que el cardenal no tenía invitados, se encontraban temprano. Tonio se aseguraba primero de que Paolo estaba profundamente dormido. Entonces entraba a hurtadillas en los aposentos del cardenal sin llamar a la puerta o intercambiar palabra alguna.
El cardenal lo esperaba en estado febril, y comenzaba a desnudar a Tonio. Deseaba que éste se comportara como un niño en sus manos, y desabrochaba botones, corchetes y encajes, por más que le costase, sin la ayuda de Tonio. Le habían contado que Tonio a veces paseaba vestido de mujer, y lejos de molestarle, aquella idea le encantó. A menudo le tenía listo el vestido violeta con los volantes color crema para ponérselo a Tonio o quitárselo, según le apeteciera. A veces parecía que era la piel de Tonio lo que más anhelaba. Retiraba el tejido y la saboreaba con la lengua y los labios.
Tonio era tan flexible en brazos del cardenal como Domenico lo había sido en los suyos. Contemplaba con la más dulce de las sonrisas cómo el cardenal le quitaba aquellos fruncidos volantes de color crema para poder disfrutar de la suavidad de su piel, y luego le pellizcaba los pezones hasta endurecérselos y hasta que Tonio ya no podía contenerse más, para acabar besándolo como si le pidiera perdón y levantar aquellas faldas a la vez que empujaba su arma entre las piernas de Tonio. Aquel miembro asombroso le hacía daño siempre, pero el cardenal cerraba su boca sobre la de Tonio y parecía decirle: «Si gritas, hazlo dentro de mí».
Todos los movimientos del cardenal le producían un dulce deleite: sus manos recorriendo el cabello de Tonio, los besos en los párpados, aquella febril adoración que avanzaba a un ritmo propio.
Aunque no era la ternura de los besos y las caricias lo que encendían la pasión de Tonio. Lo que excitaba a Tonio no era lo que el cardenal le hacía, sino el propio cardenal. Y era cuando se abrazaba a las caderas de su nuevo amante, cuando devoraba aquella raíz con la boca, cuando sentía la semilla del cardenal fluir dentro de él, crema de leche dulce y amarga al mismo tiempo, que su cuerpo se estremecía presa de un delirio que amenazaba con desgarrarlo.
Eso, y la inevitable violación a la que el cardenal siempre lo sometía, el hierro duro clavado entre las piernas.
Y así Tonio soportaba el resto, subyugado por el hecho de que fuera aquel hombre quien lo sometía a tal degradación, sí, es el cardenal Calvino, pensaba, es el príncipe de la Iglesia, que ayuda al Santo Padre, que se sienta en el Sacro Colegio Cardenalicio, es a este hombre poderoso a quien me entrego y a quien tengo entre los brazos. Sus manos se agitaban ávidas por sostener aquellos pesados testículos, aspirar su calidez, sentir la caricia de su fino vello, presionarlos un poco, y correr el riesgo de que el cuerpo del cardenal se convirtiera en una terrible y cruel vara.
Llegó a comprender, sin embargo, que para el cardenal incluso el juego más inocente era una forma de violación. Quería clavar a Tonio contra las sábanas, quería verlo gemir de placer, quería invadirlo con placer, y que ese placer lo esclavizara tanto como el dolor.
De esa manera transcurrían las horas. Tonio, con los ojos vidriosos y ciego, se quedaba después tumbado junto al cardenal, parecía un luchador que tras la batalla esperase la ocasión de robarle a su oponente un relajado abrazo.
Pero no era sólo eso, porque, casi a partir de la primera noche, se había iniciado otro tipo de intercambio.
Después de hacer el amor se vestían. A veces cenaban. El cardenal tenía diversos vinos que ofrecer, todos ellos excelentes. Luego, llamaba al viejo Nino con su antorcha, y empezaban sus habituales paseos por los salones del
palazzo
.
A la vacilante luz de la antorcha hacían una pausa ante unas estatuas que, a pesar de los años que llevaban allí, confesaba el cardenal, nunca le habían gustado.
—No obstante esta pequeña ninfa sí me gusta —comentó ante una obra romana—. La encontraron en el jardín de mi villa cuando cavaban para hacer las fuentes. Y este tapiz me lo mandaron de España hace mucho tiempo.
La antorcha de Nino emitió un crujido, su denso olor impregnó la oscuridad que los rodeaba, y Tonio, al contemplar los ojos grises del cardenal, y su delicada pero ajada mano en el bronce de una antigua estatua, sintió que una paz desconocida se adueñaba de él.
Siguió al cardenal hasta los jardines, donde resonaba el suave chapoteo de las fuentes y el verde olor de la hierba recién cortada invadía el aire.
Luego iban a la biblioteca y entraban juntos en un templo donde los estantes llenos de libros encuadernados en cuero alcanzaban la zona en penumbra donde no llegaba la titilante luz.
—Lee para mí, Marc Antonio —pedía el cardenal al encontrar a Dante y Tasso, sus poetas favoritos. Se sentaba con las manos cruzadas a la bruñida mesa y sus labios se movían en silencio mientras Tonio leía las frases con dulzura, despacio, en voz baja.
El espíritu de Tonio languideció. Hacia años, en otra vida, había conocido horas como ésas, cuando acunado por la belleza del lenguaje, se había perdido en un universo de imágenes e ideas representadas de manera exquisita. Paulatinamente, entre él y el cardenal se estableció un vínculo indefinible. Aquél era un ámbito que él y Guido nunca habían compartido.
Sin embargo, Tonio se mostraba precavido a la hora de expresarse. Era lo bastante listo como para comprender que una de las fantasías del cardenal consistía en imaginar a su amante como pilluelo criado por músicos, y tal vez fuese así. Los ojos del cardenal a menudo denotaban angustia, y más a menudo aún tristeza. Era víctima de una pasión «profana» hacia Tonio. Un hombre dividido en contra de su voluntad.
Tonio percibía aquello por el modo en que todos los placeres, la poesía, el arte, la música, sus ardientes contactos, estaban matizados por la idea que el cardenal tenía de los enemigos del alma: el mundo y la carne.
Sin embargo, era el cardenal quien lo incitaba.
—Háblame de la ópera, Marc Antonio. ¿Dónde reside su valor? ¿Por qué acude la gente a este espectáculo?
¡Qué inocente parecía entonces! Tonio no podía por menos que sonreír. Conocía de sobras la larga batalla mantenida por la Iglesia contra la escena y los actores, contra toda música que no fuera sacra, el horror que suscitaban las actrices femeninas, lo que había dado lugar a la aparición de los
castrati
. Todo eso Tonio ya lo sabía.
—¿Qué es lo que les resulta tan atractivo? —preguntaba entre susurros el cardenal con los ojos entornados.
Ah, reflexionó Tonio, cree que tiene aquí encerrado a un enviado del diablo que, en cierta manera, le explicará sin tapujos toda la verdad. Tonio tuvo que reprimirse para no mostrarse desafiante.
—Mi señor —dijo despacio—, no tengo una respuesta para vuestra pregunta. Sólo sé la alegría que la música siempre me ha proporcionado. Sólo sé que la música es tan bella y poderosa que en determinados momentos se asemeja al mar, y posee la magnitud del firmamento. A buen seguro la creó Dios y la dejó libre en el mundo del mismo modo que hizo con el viento.
El cardenal se quedó mudo de asombro ante aquella respuesta. Se recostó en la silla.
—Hablas de Dios con amor, Marc Antonio —dijo en tono fatigado.
La angustia lo acechaba.
Amar a Dios, pensó Tonio. Sí, supongo que siempre lo he amado; durante toda mi vida, cuando me hablaban de él lo amaba, en la iglesia, en misa, por la noche cuando me arrodillaba junto a la cama con el rosario en las manos. Pero ¿y en Flovigo, hace tres años? Aquella noche no lo amé ni creí en Él. No obstante permaneció en silencio. Vio que la desdicha invadía al cardenal, supo que la noche había llegado a su fin.
Y supo también que el cardenal no soportaría aquella lucha por mucho tiempo. El pecado era para él su propio castigo. Tonio se entristeció al adivinar que aquellos abrazos pronto terminarían. Tarde o temprano llegaría un momento en que el cardenal rechazaría a Tonio, y éste rezaba para que lo hiciera con dulzura, porque si lo hacía con desprecio… Prefería no pensar en eso.
Se separaron en mitad de la oscuridad y de la casa que dormía. Sin embargo, Tonio, sin poder refrenar su impulso, se volvió para abrazar la delgada y flexible figura del cardenal y darle un último y prolongado beso.
Después, cuando lo recordaba mientras se llevaba la mano a los labios, aquella emoción lo turbó. ¿Cómo podía sentir afecto por alguien que lo consideraba una debilidad, alguien que veía a un
castrato
como un ser al que podía prodigar toda la pasión que no podía entregar a una mujer, un secreto vergonzoso?
Al fin y al cabo, no importaba.
En el fondo de su corazón, Tonio sabía que no importaba en absoluto.
Cada día contemplaba en callado respeto al cardenal que se acercaba al altar de Dios para obrar el milagro de la transubstanciación para los fieles, lo veía dirigirse al Quirinal, atender a los enfermos y a los pobres.
Pensó que ese hombre nunca había titubeado, por muy abrasadora que fuera su secreta pasión. Ese hombre demostraba a todo el mundo el amor de Cristo, el amor hacia sus hermanos como si, una vez vencido el orgullo, hubiera aprendido que todo aquello era eterno e infinitamente más importante que su propia debilidad e inmoralidad.
Y pronto no hubo un solo momento en que, al ver al cardenal, resplandeciente en su túnica púrpura o en la opulencia de su habitación, Tonio no pensara: «Sí, por esos momentos que compartimos lo amo, lo amo de corazón, y mientras me desee, le daré todo el placer que me pida».
Ojalá eso hubiera bastado…
La realidad era que, incitado por visiones inconexas del hombre que había tomado secreta posesión de él, Tonio se entregaba sin medida a cualquier hombre, extraños con los que se cruzaba durante el día por los pasillos del cardenal, o incluso rufianes que le lanzaban ardientes y obsesivas miradas en la calle.
Los salones de esgrima, donde antes había buscado afanosamente un cansancio que lo relajara, se habían convertido en cámaras de tortura, llenas de cuerpos cautivadores, de aquellos nobles jóvenes viriles y a veces crueles a los que siempre había mantenido a distancia.
El sudor les hacía brillar el pecho bajo la camisa abierta; brazos tensos, de hermosos músculos, el bulto del escroto entre las piernas. Hasta el olor de su transpiración lo atormentaba.
Tras hacer una pausa, se secó la frente y cerró los ojos, y al cabo de un momento los abrió y vio al joven conde florentino Raffaele di Stefano, su rival más acérrimo, que lo miraba con abierta avidez y satisfacción y que al ser descubierto, desvió la mirada.
Se irguió dispuesto a enfrentarse al conde. Tonio atacó con un frenético movimiento y su oponente retrocedió con los dientes apretados. Sus oscuros ojos estaban sombreados por unas pestañas tan negras que parecían maquilladas. Su rostro era blando, casi sin ángulos, e infantil, y el cabello, de un negro tan intenso que parecía bañado en tinta.