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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (53 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Su mente intentó que aquel antiguo sufrimiento lo protegiera de la despedida, aunque en realidad no lo creía posible.

El dolor y la pérdida seguían pesando en su alma, mezclados con el recuerdo de las palabras pronunciadas por el maestro con respecto a Tonio: «Deja que disfrute de lo que le ofrece el mundo, que goce de todos los placeres».

¿Qué era, en definitiva, lo que apesadumbraba a Guido? ¿La extraña sensación de perder algo precioso, tan precioso como su voz? Tonio nunca lo abandonaría para realizar aquel terrible peregrinaje a Venecia, si es que en realidad alguna vez había pensado en hacerlo.

Sin embargo, la sensación persistía, aquel presentimiento, aquel temor.

Incluso en aquellos momentos en que permanecía sentado y en silencio en su habitación del
palazzo
del cardenal, aquellos lúgubres pensamientos se arremolinaban en la mente de Guido. Todo ello aderezado con repetidos destellos de la expresión en los ojos del cardenal Calvino al posarlos sobre Tonio. ¡Ese hombre había demostrado tanta inocencia! A buen seguro era el santo que todos decían, de otro modo hubiera disimulado su inmediata fascinación y nunca hubiese hecho aquella broma estúpida.

Después de saludar a los músicos, el cardenal se había retirado.

Guido había observado la extraordinaria procesión que salía por la puerta. El séquito del cardenal estaba compuesto por cinco carruajes, con sus correspondientes conductores y lacayos de elegantes libreas, y a pocos metros de la casa el cardenal echó un puñado de monedas de oro a la muchedumbre.

Llegó Tonio. Ya había estado en el sastre con Paolo, para que lo vistiera como si estuviera destinado a heredar el trono de la ciudad. Le había comprado una espada profusamente labrada, una docena de libros y un violin, ése era el instrumento favorito del chico, y Guido insistía en que debía dominar un instrumento, por si acaso.

Sensación de pérdida, melancolía. ¿En qué se basaban sus recelos? ¿En que acaso…? Sobre Paolo no caería ninguna desgracia, no caería ninguna desgracia sobre ninguno de los tres.

Sin embargo, en aquella amplia estancia la tristeza y la fatiga se apoderaron de Guido. Las imágenes de santos, enmarcadas en madera dorada, no conseguían aliviarlo. Santa Catalina, en medio de una gran multitud, mostraba la «cruz verdadera».

Tonio se desnudaba al otro lado de la puerta.

Guido vio que se quitaba la amplia y blanca camisa y dejaba caer los pantalones al tiempo que el viejo Nino, el paje enviado por la condesa, recogía todas aquellas prendas y las hacía desaparecer.

Tonio se quedó inmóvil, de espaldas a Guido, como si su cuerpo disfrutase del aire frío de aquella estancia. Luego se puso una bata de seda verde y se la ciñó a la cintura. Cuando se volvió alzó despacio los ojos. Había en él algo de oriental, con el cabello caído sobre el rostro y la suave tela que colgaba de los ángulos de su alto y esbelto cuerpo como si fuera el atuendo de algún país extranjero.

—¿Por qué estás tan triste? —le preguntó en voz tan baja que al principio Guido no lo oyó.

—No estoy triste —respondió, pero vio que no se libraría de sus preguntas con tanta facilidad. Tonio se sentó tan cerca que hubiese podido acariciar su mano. De nuevo Guido se descubrió observándolo como si no estuviera hablándole a él.

Sus predicciones de que Tonio adquiriría toda la gracia de Domenico habían resultado ciertas, pero Tonio había perfeccionado de tal manera sus modales que realzaban todavía más su gracia innata. Los movimientos lánguidos que le eran naturales conferían un aire aristocrático a sus largas extremidades, el tono apagado de su voz poseía una riqueza que servía de fascinante preludio a la fuerza que se revelaba en ella.

Su rostro se había ensanchado un poco, y todos los rasgos estaban algo más separados de lo normal, aparte de aquel sutil misterio en la ubicación de los ojos. Al contemplarlo en aquellos momentos, Guido se sintió levemente turbado. La magia del cuchillo, pensó resignado. Al cortar libera este extraordinario poder de seducción. No necesita saber que lo tiene ni tampoco utilizarlo, está ahí, y revestido de ese noble porte veneciano es capaz de volver loco a cualquiera.

—Guido —le decía desde algún lugar muy lejano—, Paolo estará bien, no te preocupes. Yo mismo le daré las lecciones.

De repente Guido experimentó un odio visceral hacia él. Deseó que se marchara. Lo miró pero no pudo hablarle. Recordaba que años atrás se había quedado tumbado en el suelo del aula de prácticas, miserable después de su primer acto amoroso. El maestro a quien Guido tanto deseaba se había inclinado entonces hacia él y le había dicho algo al oído. ¿Qué era?

—No me preocupa Paolo —replicó, muy molesto por aquel malentendido—. Paolo es un buen cantante —añadió. Le complacía bastante pensar que Paolo aprendería más de aquella estancia en Roma que de todo el tiempo transcurrido en el conservatorio. En su corazón había un lugar para Paolo. Sólo quería que Tonio lo dejara en paz.

—Estoy cansado por el viaje —dijo lacónico—, y me espera tanto trabajo… No puedo perder tiempo.

Tonio se inclinó hacia él. Le susurró al oído algo dulce y ligeramente obsceno. Guido era consciente de que estaban a solas. Tonio había ordenado a los criados que se retirasen.

—Ten paciencia conmigo —le dijo enojado. Adivinó por el rostro de Tonio que lo había herido, pero éste se limitó a asentir. Con él siempre chocaba con aquella maldita cortesía veneciana. Cuando miró a Guido, en sus ojos no había reproche alguno y con una leve sonrisa se puso en pie para marcharse.

Turbado y en silencio, Guido lo vio cruzar la habitación. Lo imaginó en el escenario, vio la multitud congregada ante la puerta del camerino. Y volvió a su memoria el rostro del cardenal Calvino, aquella inocencia, aquellos ojos chispeantes de extraordinaria vitalidad.

No tienes ni idea de las adulaciones que te esperan, ni siquiera lo puedes imaginar. Como es natural, cubrirán de cumplidos al compositor; si la ópera es buena llegarán incluso a poner mi nombre en los folletos, aunque no siempre es así. Pero si Roma se entrega, será por ti. La ciudad renacerá de sí misma, y quiero que seas tú quien lo consiga, sólo tú.

Entonces, ¿por qué me siento así?

Tonio estaba al otro lado de la puerta, Guido notaba su proximidad. Sin querer se imaginó pegándole, vio ese rostro perfecto desfigurado por marcas rojas. Se había levantado del escritorio sin conciencia clara de lo que hacía. Entró como una exhalación en el dormitorio y se detuvo cuando vio a Tonio junto a la ventana, mirando hacia el patio que se extendía a sus pies.

—Ya sabes lo exigente que es el público romano —dijo Guido—. Imagina lo que me espera. Sé paciente conmigo.

—Lo soy —replicó Tonio.

—Tienes que hacer todo lo que te pida. ¡Me lo debes!

Tenía los nervios de punta, estaba ansioso por discutir. Todo lo que lo enojaba y lo irritaba de Tonio salió a la luz, pero no era el momento. Ya tendrían tiempo…

—Haré todo lo que me pidas —contestó Tonio con aquella voz suave, cortés y comedida.

—Oh, sí, todo menos actuar vestido de mujer cuando sabes de sobras que eso es justamente lo que debes hacer. Sobre todo en Roma, y por supuesto harás cualquier cosa menos lo que es esencial para ti.

—Guido —lo interrumpió Tonio. Por primera vez demostró crispación e impaciencia. La transformación en aquel angelical rostro nunca dejaba de asombrar a Guido—, eso no puedo hacerlo. No hay razón para que sigamos discutiéndolo.

Guido emitió un sordo bufido de desdén. Ya tenía lo que buscaba: un motivo de discordia, el mejor. De sus labios brotaron palabras de cólera; el rostro de Tonio enrojeció y la expresión de sus ojos era cada vez más fría. Pero ¿por qué hacía eso? ¿Por qué se comportaba de ese modo en su primer día de estancia en Roma, cuando allí tendría tiempo de sobras para llevarlo a los teatros, para mostrarle a los
castrati
vestidos de mujer, para hacerle comprender su gran fuerza y atractivo?

Tonio se volvió con brusquedad y se dirigió al vestidor. Empezó a quitarse la bata. Se vestiría, se marcharía y aquellas habitaciones se quedarían vacías. Guido se quedaría solo.

Lo invadió la desesperación.

—¡Ven aquí! —le pidió con frialdad. Se acercó a la cama—. No, primero cierra las puertas y luego ven.

Tonio se quedó mirándolo unos instantes.

Apretó los labios y luego con aquel gesto de condescendencia tan propio de él, hizo lo que le había ordenado. Se quedó de pie junto a la alta cama, con la mano en la colcha, mirando a Guido a los ojos con serenidad. Guido se había desabrochado los pantalones y la pasión se apoderó de todas sus emociones y las convirtió en una única fuerza.

—Quítate la bata —le ordenó malhumorado—. Túmbate. Boca abajo, túmbate.

Los ojos de Tonio superaban ligeramente en belleza a los del resto de los mortales. Con un leve ademán de desaprobación, siguió todas sus indicaciones.

Guido lo montó con brutalidad. La desnudez de Tonio contra su ropa lo enloquecía. Hundió el rostro del muchacho en la cama presionándolo con la muñeca y lo penetró con unas acometidas brutales.

El largo rato que pasó tumbado junto a Tonio se le antojó una eternidad. Luego el muchacho se incorporó para marcharse.

Sin pronunciar reproche alguno, Tonio se vistió, y después de ponerse los anillos y coger su bastón, se acercó a la cama. Se inclinó para besar a Guido en la frente y luego en los labios.

—¿Por qué me soportas? —le preguntó Guido entre susurros.

—¿Por qué no tendría que hacerlo? —preguntó Tonio a su vez—. Te quiero, Guido, y los dos estamos un poco asustados.

2

Aquella calle, las estrellas, el techo de la habitación, sus dientes aferrándose a la carne, y el cuchillo, el corte del cuchillo, y aquel rugido que era su propio grito…

De pronto se despertó y se llevó la mano a la boca. Comprendió que en realidad no había emitido sonido alguno.

Estaba en Roma, en casa del cardenal Calvino.

En realidad, no tenía importancia. El viejo sueño de siempre y las caras de los
bravi
a los que a veces había imaginado reconocer en las calles. Jamás los había vuelto a ver, era una de sus pequeñas fantasías: ver a uno de ellos, pillarlo desprevenido. «¿Te acuerdas de Marc Antonio Treschi, el chico al que llevaste a Flovigo?», y clavarle el puñal entre las costillas.

Justo antes de partir de Nápoles, había pasado una tarde con un
bravo
para dominar el manejo de la daga. El hombre, que había recibido una buena paga por sus servicios, pareció disfrutar con un alumno tan apto.

—Pero ¿por qué quiere aprender,
signore
? —le había dicho entre dientes, examinando las ropas de Tonio y los anillos de sus dedos—. Ahora mismo estoy sin trabajo, mis servicios no son tan caros.

—Tú limítate a enseñarme —había contestado Tonio con una sonrisa. Sonreír siempre le hacía sentirse mejor. El bravo, que tenía algo de experiencia en enseñar su oficio, se encogió de hombros.

Aquel recuerdo disipó enseguida su sueño. Antes de que Tonio hubiera puesto el pie desnudo sobre el delicioso frescor de las baldosas de mármol, se hallaba de nuevo en el
palazzo
del cardenal, en medio de Roma. Aquel sueño era como un trastorno pasajero o una leve jaqueca. Pronto pasaría.

La ciudad lo esperaba. Por primera vez en toda su vida, era verdaderamente libre. Había pasado de las prohibiciones de sus preceptores a la rigidez de Guido y a la disciplina del conservatorio, y no podía hacerse a la idea de que todo eso hubiera terminado.

Pero Guido lo había dejado claro. Siempre y cuando Paolo recibiera sus clases y él dedicara las mañanas a practicar, no tenía que responder ante nadie. Guido no lo había dicho, pero no podía ser de otro modo. Guido desaparecía por la tarde, mientras los demás dormían la siesta, y a veces no regresaba hasta medianoche. Entonces él, hablando de hombre a hombre, le preguntaba:

—¿Dónde has estado?

Tonio no pudo reprimir una sonrisa. El sueño se había evaporado. Estaba bien despierto y era muy temprano, y si se apresuraba podría asistir a la misa matinal del cardenal Calvino.

Todos los días, el cardenal Calvino decía misa en su capilla privada; todos los miembros de la casa eran bienvenidos a la ceremonia. El altar estaba decorado con flores blancas, los candelabros elevaban sus diminutas llamas que formaban grandes arcos de luz bajo un gigantesco crucifijo. De las manos y pies del Cristo manaban abundantes regueros de brillante sangre roja.

Cuando Tonio entró en la capilla, el resplandor de las velas lo deslumbró, y nadie pareció advertir su presencia mientras ocupaba una pequeña silla al fondo de la nave. No entendía qué le hacía fijar la vista en la remota figura del altar, que en aquellos momentos se volvía con el cáliz de oro en la mano.

Un grupo de jóvenes romanos se arrodillaron para recibir la comunión, humildes, sobriamente vestidos. Tonio se sintió cómodo y, con la cabeza apoyada en el dorado pilar que estaba detrás de la silla, cerró los ojos.

Cuando los abrió, el cardenal tenía la mano alzada para dar la última bendición, y su rostro aparecía sempiterno en su dulzura y sublime inocencia, como si la maldad fuera un concepto completamente ajeno a él.

Todas sus actitudes y movimientos estaban revestidos de una gran convicción y en la mente de Tonio comenzó a tomar forma un sutil pensamiento, ineludible como una vena latiendo en la sien: el cardenal Calvino tenía más razones para estar vivo que el resto de los humanos. Creía en Dios, creía en sí mismo, creía en lo que era y en su misión.

Era ya por la tarde cuando, tras varias horas de prácticas con Guido y Paolo, Tonio entró solo en el abandonado salón de esgrima del
palazzo
.

Nadie había utilizado aquella habitación en años. Aquel pulido suelo que brillaba a través de sus pisadas en el polvo le resultó familiar. Desenfundó la espada y avanzó hacia un invisible rival, tarareando para sí, como si aquel desafío estuviera acompañado de una espléndida música y formara parte de una magnífica representación en un gran escenario.

Aunque estaba fatigado, continuó con los ejercicios hasta que experimentó la primera y agradable punzada de dolor en las pantorrillas.

Una hora después, se detuvo en seco, convencido de que alguien estaba observando desde el umbral.

Se volvió en redondo sin dejar de sujetar con fuerza el arma.

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