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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (48 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Tonio desvió la mirada y contempló el creciente de luna. Estaba rodeado de limoneros perfectamente podados y envuelto en el tenue resplandor de los bancos de mármol en la alfombra de hierba. Ante él se abría un camino de piedra apenas discernible.

Empezó a recorrerlo. Cuando las luces brillaron con más intensidad a sus espaldas, cruzó la verja que daba a una gran rosaleda situada a la izquierda. Allí se podían admirar las flores más hermosas, que la propia condesa cuidaba personalmente, y quiso perderse entre aquella dulzura el máximo tiempo posible. Era el primero de mayo, el mundo lo hostigaba, los pensamientos se agolpaban en su mente, necesitaba estar a solas.

Pero al adentrarse en la rosaleda, vislumbró a lo lejos un gran resplandor procedente de una pequeña construcción no muy alejada de la parte trasera de la casa. Ante él se abría una puerta doble, y al acercarse, despacio, acariciando las flores a su paso, entrevió una espléndida colección de colores y rostros, y lo que parecía ser el cielo azul.

Se detuvo. Se trataba de una curiosa ilusión. Las puertas daban acceso a una especie de mundo turbulento y superpoblado.

Avanzó un poco y descubrió una habitación llena de pinturas. Un inmenso lienzo colgaba de la pared, pero otros reposaban aún en sus caballetes. Permaneció un largo rato contemplando aquellas obras que en la distancia parecían latir ya terminadas: grupos de caras bíblicas y formas tan perfectas como las que cubrían los muros de los palacios e iglesias que había visitado. Estaba el arcángel San Miguel conduciendo a los condenados al infierno, con la capa revoloteando bajo sus alas levantadas y su cara sutilmente iluminada por el fuego eterno. A su lado se encontraba el retrato de una santa desconocida para él, una joven que agarraba un crucifijo sobre su pecho. Los colores vibraban bajo la luz. Aquellas pinturas resultaban más tenebrosas, más solemnes que las que había visto en Venecia cuando niño.

Oyó un leve ruido proveniente de la habitación.

La quietud del jardín, su encubridora oscuridad, provocaban en él la deliciosa sensación de ser invisible, y avanzó unos pasos mientras se dejaba atrapar por la fragancia de la pintura, la trementina, el óleo…

Pero al alcanzar el umbral, advirtió que el artista se hallaba en su interior, entregado a su labor. No puede ser ella, pensó. Aquellas pinturas emanaban una autoridad, incluso una virilidad, ausentes en los etéreos y alegres murales de la capilla. Sin embargo, cuando vio la figura vestida de negro inclinada ante el lienzo, advirtió que se trataba de una mujer, una mujer que sostenía el pincel en la mano, y cuyo reluciente cabello dorado le caía por la espalda como una cascada.

Era ella.

Estoy a solas con ella, se le ocurrió de pronto. Se quedó completamente inmóvil.

Pero la visión de las mangas enrolladas por encima de los codos, el estado andrajoso de su camisa negra manchada de pintura, le causaron un pánico inmediato. Aquel aspecto desaliñado le daba un mayor encanto. Se deleitaba en la contemplación de aquel perfil suave, el rosa intenso de sus labios, el azul profundo de su mirada.


Signore
Treschi —dijo ella y su voz lo sobresaltó y le provocó una pequeña contracción en el pecho. Era un dulce temblor matizado al pillarlo desprevenido, tuvo que hacer un esfuerzo por responderle.


Signorina
. —Musitó la palabra y le hizo una leve reverencia.

Ella sonreía; en realidad, pareció contagiarse de un súbito regocijo, que confirió a sus ojos azules un hermoso brillo. Cuando se levantó de la silla, su camisa oscura, atada al cuello, se abrió, de forma que Tonio entrevió una franja de piel sonrosada sobre el corpiño del vestido negro. Sus pequeñas mejillas se redondeaban en una sonrisa. Todo en ella le pareció tan rotundo y real como si hasta entonces sólo la hubiese visto en lo alto de un escenario. Sin embargo, ahora la tenía ante él.

Llevaba el cabello peinado a la moda, con raya en medio y suelto en suaves bucles. Tonio se preguntó qué sensación le produciría tocarlo. En cualquier otro rostro aquella severidad se hubiera entendido como crueldad; sin embargo, sus hermosos rasgos no conformaban realmente su cara. Su rostro eran aquellos profundos ojos azules, las negras pestañas que los ribeteaban y la profunda seriedad que se había adueñado de ella súbitamente.

Su expresión sufrió una transformación repentina y Tonio temió ser el causante. En ese instante comprendió algo más acerca de ella: no sabía disimular sus emociones y pensamientos, a diferencia de las demás mujeres.

La joven no se movió, pero Tonio percibió una señal de alarma. Estaba convencido de que ella deseaba tocarlo y Tonio a su vez quería tocarla a ella. Casi sentía ya en las manos la tersa piel de su nuca, mientras con el pulgar le presionaba la mejilla; lo acometió una urgente necesidad de acariciar los delicados lóbulos de sus orejas. Se imaginó haciéndole cosas terribles y se ruborizó. Le parecía absurdo que ella estuviera vestida; los suaves brazos, la breve cintura, ese destello de carne rosada bajo la camisa, todo ello formaba parte de un ser delicioso que iba estúpida y artificialmente disfrazado.

Aquello era espantoso.

La sangre le latía en el rostro, inclinó la cabeza unos instantes y dejó que sus ojos vagaran por los rostros pintados que la rodeaban, los poderosos destellos de rojo púrpura, ocre tostado, oro y blanco que componían aquel deslumbrante universo que había salido de su pincel.

Sin embargo, ella era ineludible. Lo aterrorizaba. Hasta el tafetán negro de su vestido lo turbaba. ¿Por qué pintaba vestida de negro? La centelleante tela estaba surcada de color, pero ella era demasiado joven e inocente para vestir de negro, y al mismo tiempo tenía ese aire de negligencia, de leve abandono, que había percibido cada vez que sus ojos se habían encontrado.

Sonreía de nuevo. Con valentía, le sonreía y él tenía que hablarle, debía hacerlo. Intentaba decirle algo cortés y decoroso, pero no se le ocurría nada. De pronto, para su total confusión, ella le tendió la mano desnuda.

—¿No quiere entrar, señor Treschi? —preguntó con el mismo temblor suave—. ¿No quiere pasar y sentarse un rato conmigo?

—Oh, no,
signorina
. —Le hizo una reverencia más acentuada a la vez que retrocedía—. No quisiera molestarla,
signorina
, y yo… nosotros… me gustaría… quiero decir que no hemos sido presentados.

—Pero si todo el mundo lo conoce,
signore
Treschi —dijo señalando levemente con la cabeza la silla que estaba junto a la suya. Aquel alborozo exquisito apareció repentinamente en sus ojos y se desvaneció como por ensalmo.

Ella le sostuvo la mirada en completo silencio al ver que Tonio no se movía y que se limitaba a observarla fijamente.

Siguieron mirándose hasta que Tonio oyó que el criado personal de la princesa lo llamaba repetidas veces: requerían su presencia en la casa.

Se apresuró a responder a la llamada. La mansión bullía ya con risas y música mientras Tonio recorría el pasillo de la primera planta y lo conducían a los aposentos de la condesa.

Entonces vio a Guido de pie, con la camisa de encaje abierta hasta la cintura. La condesa se estaba poniendo un fruncido traje de noche junto a su inmensa cama de lujosos cortinajes.

Se puso furioso y estuvo a punto de abandonar la estancia. Sin embargo, comprendió que la condesa no pretendía herirlo. Desconocía su relación con Guido, y cuando vio a Tonio, su rostro se iluminó.

—Oh, hermoso niño —le dijo—. Ven. Ven y escúchame. —Alzó sus pequeñas manos y con una seña le indicó que entrase en la habitación.

Tonio dedicó a Guido una mirada gélida y se acercó con una reverencia. Su menuda y rolliza figura emanaba calor, como si hubiese estado arropada bajo una manta o acabara de entregarse al amor.

—¿Cómo tienes la voz esta noche? —le preguntó—. Canta para mí, ahora.

Se sintió ultrajado. Enfurecido, miró a Guido. Estaba atrapado.


Pange Lingua
—entonó ella, y su voz se disolvía en la frase latina completa con una belleza incomparable.

—Canta, Tonio —dijo Guido en voz baja—. ¿Cómo tienes la voz esta noche? ¿Bien? ¿Mal? —Tenía el cabello revuelto y su camisa abierta adquiría un aire casi sensual. Ahí tienes a tu hermoso niño, pensó Tonio. A tu querubín. Esto me pasa por amar a un campesino.

Se encogió de hombros y empezó a cantar el
Pange Lingua
a todo volumen.

La condesa retrocedió y emitió un grito sofocado. Tonio no se sorprendió de que su voz sonase plena y ultraterrena en aquella habitación tan llena de objetos.

—Marchaos —dijo la condesa, e hizo una seña a las doncellas que colocaban velas en los candelabros. Y tras rebuscar entre la ropa de la cama le tendió una partitura—. ¿Puedes cantar esto, hermoso niño? —le preguntó—. ¿Aquí? ¿Esta noche? —Ella misma respondió a la pregunta con un asentimiento—. Aquí, esta noche, conmigo.

Tonio fijó la vista en la cama por unos instantes. Todo aquello escapaba a su entendimiento. A menudo había oído hablar de la condesa, de su voz, tenía una gran reputación como aficionada, pero ya no cantaba.

Cantar allí, en aquella casa, ante cientos de personas, cuando Guido sabía que él no deseaba hacerlo. Se volvió hacia su maestro.

Guido le señaló la partitura con impaciencia.

—Tonio, por favor, despierta del sueño en el que vives y concéntrate en lo que tus manos sostienen —le dijo—. Tienes una hora para prepararlo.

—¡Ni hablar! —gritó Tonio enojado—. Condesa, no puedo hacerlo, es imposible.

—Querido niño —le dijo en un arrullo—, debes hacerlo. Tienes que hacerlo por mí. He pasado unos días terribles en Palermo. Quería tanto a mi primo y él era tan estúpido, y su pobrecilla esposa, tanto sufrimiento para nada… Sólo hay una cosa que esta noche puede alegrarme el espíritu y es cantar de nuevo. Cantar contigo la música que Guido ha compuesto.

Tonio la miró detenidamente, la estaba estudiando, y concluyó que todo era mentira, una farsa. Sin embargo, parecía sincera. Sin poder evitarlo, leyó la partitura. Era la mejor serenata a dúo de Guido,
Venus y Adonis
, una serie de hermosas canciones. Por un instante, se imaginó cantándola, no en el aula de prácticas, con Piero, sino allí, en aquella casa.

—No, condesa, no puedo complaceros. Pedidme cualquier otra cosa.

—No sabe lo que dice —intervino Guido.

—Pero, Guido, nunca he ensayado esta pieza para interpretarla en público. La he cantado sólo en un par de ocasiones, con Piero. —Y luego, entre dientes, añadió—: ¿Cómo puedes hacerme esto, Guido?

—Querido niño —dijo la condesa—. En el otro extremo del pasillo hay una salita de música. Ve y ensaya. Tómate una hora, y no te enfades con Guido. Te lo estoy pidiendo yo.

—¿No te das cuenta de que esta oportunidad representa un honor? —le dijo Guido—. La condesa va a cantar contigo.

Me han engañado, me han engañado, pensó. Al cabo de una hora, bajo aquel techo habría unas trescientas personas. No obstante, su pensamiento volvió a centrarse en la partitura. Conocía a la perfección la parte de Adonis, la dulce pureza que entrañaba e imaginó a los invitados que asistirían a la fiesta. Se lo estaban poniendo fácil, ¿no? Le estaban ahorrando el examen de conciencia y el calvario que suponía hacer acopio de fuerzas para enfrentarse al público. En silencio adivinó cómo sería si se limitaba a no oponer resistencia, cómo el horror se transformaría en euforia en cuanto viera todos aquellos ojos en él, y comprendió que no había escapatoria posible.

—Ahora vete y ensaya. —Guido lo empujaba hacia la puerta. Y entonces le susurró—: Tonio, ¿cómo puedes hacerme esto a mí?

Tonio fingió inflexibilidad, obstinación, aunque su rostro había adoptado un aire inexpresivo, soñador, lo sabía. Sintió que se aplacaba, que perdía la batalla, se perdía, y que aquél era el momento de avanzar hacia esa fuerza que tanto había anhelado para sí al escuchar a Caffarelli poco antes.

—Entonces, ¿piensas que puedo hacerlo? —Miró a Guido.

—Claro que sí —respondió éste—. Cuando te la mostré por primera vez, la tinta ni siquiera se había secado y la cantaste a la perfección. —De espaldas a la condesa, lo miró intensamente en su intento de transmitirle una muda confianza, una callada demostración de afecto, y le susurró—: Tonio, ha llegado el momento.

El momento había llegado, no cabía duda, y lo deseaba demasiado como para tener miedo. Se tomó, sin embargo, una hora y media antes de secarse el sudor de la frente con el pañuelo y apagar las velas del clavicémbalo para dirigirse hacia las escaleras.

Entonces, durante un instante, fue presa del pánico, y el temor lo venció. Porque se trataba de aquel inevitable momento, común a cualquier reunión, en que coincidían todos los invitados. Los que se iban temprano todavía estaban allí y los que llegaban tarde acababan de entrar. El volumen de charlas y risas subía paulatinamente hasta chocar contra las mismas paredes. El salón rebosaba de hombres y mujeres, sedas iridiscentes y pelucas blancas como velas navegando en un tempestuoso mar que entraba y salía por los espejos y las puertas abiertas de par en par.

Enrolló el pergamino de la partitura y con la mente vacía de cualquier otro pensamiento coherente empezó a bajar las escaleras. La mayor conmoción la recibió cuando se dirigía hacia la orquesta: Caffarelli acababa de llegar y besaba la mano a la condesa.

Bueno, aquello era lo último. Nadie esperaría de él que cantase delante de Caffarelli. Mientras sopesaba los pros y contras de su decisión, apareció Guido.

—¿Necesitas más tiempo? —se apresuró a preguntarle—. ¿Estás listo?

—Guido, acaba de llegar Caffarelli —le susurró. Sus manos estaban húmedas y frías. Por un lado deseaba hacerlo y olvidarse de una vez por todas. Pero no podía cantar delante de Caffarelli.

Guido miraba con desdén en dirección al cantante
castrato
. Tonio lo vislumbró durante un instante, cuando los invitados retrocedieron. Incluso allí, el hombre exudaba la misma fuerza que había cautivado a Tonio en el escenario de Venecia. Lo oyó reír.

—Ahora, si haces lo que te digo, no tienes de qué preocuparte —lo tranquilizó Guido—. Deja que la condesa lleve el ritmo. Tú y yo la seguiremos a ella.

—Pero Guido… —empezó a protestar Tonio y entonces le fallaron las fuerzas. Aquello era un gravísimo error, pero Guido ya se marchaba de su lado.

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