—Me alegro de que estés tan bien, Tonio —confesó.
Por un instante intentó decir algo más, pero cambió de idea y clavó la mirada en el suelo. Pareció volverse más joven, convertirse en el muchacho que había sido en Venecia, y Tonio advirtió en silencio, sin alterar su expresión lo más mínimo, que su primo sentía amor y lástima por él.
—Siempre fuiste excepcional, Tonio —dijo Giacomo, casi en un susurro, y con vacilación, alzó los ojos de nuevo para encontrarse con los de Tonio.
—¿Qué quieres decir, Giacomo? —preguntó Tonio, casi fatigado por el esfuerzo de soportar todo aquello sin resultar descortés.
—Eras… bueno, siempre fuiste un hombrecito —dijo Giacomo, y su actitud de complicidad invitaba a Tonio a comprender y a sonreír con él—. Parecías crecer muy deprisa, era como si fueses mayor que nosotros.
—No sé mucho de niños. —Tonio sonrió.
Y cuando vio que su primo se encontraba de repente perdido, añadió:
—¿Y no te alivia ver que el estar tan lejos de casa no me ha causado ningún sufrimiento?
—¡Me alivia muchísimo! —convino Giacomo.
Entonces se observaron de nuevo y ninguno de los dos desvió la mirada. El silencio se prolongó, y la tenue luz de las antorchas alargó las sombras y luego las encogió.
—Adiós, Giacomo —dijo Tonio en voz baja. Sujetó con fuerza a su primo por los dos brazos.
Giacomo sólo pudo mirarle un momento más. Entonces rebuscó en el bolsillo de la levita y anunció:
—Tengo una carta para ti, Tonio, casi se me olvidaba. ¡Mi madre no me lo hubiera perdonado! —Le entregó la carta—. Y tu voz… —dijo—. En la capilla. Me gustaría, me gustaría conocer el lenguaje de la música para poder describírtelo…
—El lenguaje de la música sólo está compuesto de sonidos, Giacomo —replicó Tonio. Sin dudarlo un instante, se abrazaron.
Cuando entró en la habitación de Guido, éste estaba encendiendo las velas. Permanecieron abrazados durante un largo rato.
Pero Tonio tenía la carta en las manos, no podía borrarla de su mente. Cuando se apartó para sentarse ante la mesa, por primera vez advirtió una mezcla de preocupación e ira en la expresión de Guido.
—Lo sé, lo sé —dijo Tonio, rasgando el sobre del pergamino. Llevaba el sello de Catrina.
—¿Lo sabes? —le preguntó Guido, pero pese al enfado que su voz denotaba, siguió acariciándolo. Apretó los labios contra la cabeza de Tonio—. ¡Tu hermano lo ha enviado aquí para velar por ti! —murmuró—. ¿No podías haberte comportado como un estudiante tímido e inseguro, aunque sólo fuera por esta vez?
—El tímido e inseguro eunuco —replicó Tonio—. Querías decir eso, ¿no? Pues no me comportaré de ese modo ante nadie. ¡No puedo! Que vuelva a Venecia y le cuente lo que quiera a mi hermano. Me ha oído cantar con niños y ángeles. Ha visto al alumno obediente, al castrado obediente. ¿No basta con eso?
La letra de la carta era indescifrable bajo la mortecina luz. Se había jurado miles de veces no hablar de aquello con nadie, ni siquiera con el sacerdote en el confesionario, ¿cómo había sido tan estúpido para creer que Guido no lo había intuido? Sentado, inmóvil, con la carta abierta sobre la mesa, el peso de las palabras no pronunciadas por Guido lo abrumaba, mientras observaba la sombra de éste moverse despacio en la habitación.
Cuando terminó de leer la carta le pareció que había pasado un siglo.
Entonces la releyó. Cuando terminó la segunda lectura, alzó el papel y lo acercó a la llama de la vela hasta que el fuego se avivó, el pergamino crujió, se consumió y quedó reducido a cenizas.
Guido lo vigilaba. Hasta los muebles de aquella habitación que le era tan familiar se le antojaron extraños. Se sentía cohibido, frío y ajeno a todo. Al mirar a Guido, era como si no conociera a ese hombre con el que acababa de discutir, ese hombre cuyos labios aún sentía en los suyos. No lo conocía, ni tampoco sabía por qué se encontraban allí.
Apartó la mirada, fríamente consciente del efecto de su expresión en Guido, pero en esos momentos sólo veía el rostro de su hermano. No, el rostro de su padre, recapacitó, con una leve sonrisa. Padre, hermano, y más allá, al final de su vida, un telón de fondo de oscuro vacío.
Todas las campanas de las iglesias de Nápoles repicaban, era la mañana de Navidad, y su sonoro y monótono tañido atravesaba las paredes como el ritmo de un latido. Sin embargo, no sentía nada, no comprendía nada. No quería nada, excepto que aquel momento llegara a su inevitable fin.
¿Cómo había olvidado el destino que le aguardaba? ¿Cómo se las había arreglado para vivir como los demás, para tener hambre, tener sed, para amar?
Guido había servido el vino. Le había puesto el vaso en la mano derecha. El aroma de la uva llenó la habitación, y Tonio, recostándose en la silla, miró de soslayo la carta convertida en cenizas y la comida que permanecía intacta, en una bandeja de plata.
¡Se había casado con ella!
Eso era lo que decía la carta.
Decoroso, sencillo, una simple notificación. ¡Se había casado con ella! Tonio apretó los dientes hasta que notó dolor y la imagen de la habitación se le hizo borrosa. Se había casado con la esposa de su padre, con la madre de su hijo bastardo, se había casado con ella ante el dux, ante el Consejo de los Diez, el Senado y todos los nobles de Venecia. ¡Se había casado con ella! Tendría hijos fuertes, ¡mis hermanos! Esos Giacomos, esos hermanos siempre lejos de su alcance, que hacían del sentimiento de fraternidad una inmensa ficción sólo reservada a otros, a los que funde en un sólido abrazo. Qué magnífica ilusión.
—Tonio, sea lo que sea, olvídalo. —La voz de Guido sonó a sus espaldas, dulce, moderada—. Quítatelos a todos de la cabeza. Recorren kilómetros con el único propósito de herirte.
—¿Eres mi hermano? —preguntó Tonio en un susurro—. Dímelo… —Tomó la mano de Guido—. ¿Eres mi hermano?
Guido, al oír aquellas sencillas palabras expresadas con sumo sentimiento, sólo pudo asentir confundido.
—Sí.
Tonio se levantó y se acercó a Guido, le posó la mano en los labios pidiéndole silencio, tal como Marianna había hecho con Carlo aquella última noche en el comedor. Sin embargo, Guido le hablaba.
—Olvídalos, olvídalos ahora mismo.
—Sí, durante una hora —replicó Tonio—. Durante un día o una semana. No sabes cómo me gustaría desterrarlos de mi mente —musitó.
No obstante, la veía tumbada en aquel rancio y oscuro dormitorio, dormida en lo profundo de su ebriedad, la cérea máscara de la muerte en su rostro, sus gemidos inhumanos. Pero en ese momento, aquellas estancias, los corredores, el gran salón están llenos de luz, abarrotados de gente, tal y como yo siempre había soñado, y ella se refugia en sus brazos, y él la ha salvado. Sí, has dicho bien. ¡La ha salvado! Te ha mutilado a ti para salvarla a ella. ¡Ella ya se ha librado de su condena, y tú estás condenado, y ahora eres tú quien está en esa habitación oscura y no puedes salir y no ella!
—Oh, si pudiera arrancar ese dolor de tu mente —dijo Guido, con las manos en las sienes de Tonio—. Si pudiera llegar al interior y sacarlo.
—Pero si ya lo haces, lo haces como nadie más puede hacerlo —replicó Tonio.
Están casados.
Casados. Y la pequeña Francesca Lisam se agarra a las rejas del convento para mirarme, mi prometida, mi novia. Casados. La madre de Tonio alzó la vista desde el tocador; de repente echó hacia atrás su larga melena negra y rió.
¿Canta, baila, lleva collares de perlas, está el gran comedor atestado de invitados, tiene su
cavalier servente
, qué piensa de lo ocurrido a su hijo? ¿Qué se imagina?
Besó despacio la boca abierta de Guido, procurando recuperar un sentimiento auténtico. Luego, juntó las manos de Guido y las soltó a medida que éste retrocedía. Nunca, pensó, nunca sabrás lo que ocurrió, ni lo que tiene que ocurrir, ni cuán breve es el tiempo que tenemos para estar juntos, este pequeño lapso de tiempo que llamamos vida.
Casi había amanecido cuando se levantó de la cama y escribió su respuesta a Catrina:
En los cuartos trasteros de nuestra casa, en el primer piso, hay todavía unas espadas viejas aunque excelentes. Por favor, pregúntale a mi hermano si me permitiría tener un arma de ésas, y si sería tan amable de mandármela cuando le sea posible. Pregúntale también si hay alguna espada que perteneciera a nuestro padre y de la que no le importe desprenderse, para que pueda enviármela junto a la otra.
Le estaría profundamente agradecido por ello.
Firmó la carta, la cerró, y se quedó sentando contemplando la llegada al pequeño patio de la luz de la mañana, un espectáculo lento y silencioso que siempre lo colmaba de una extraordinaria paz interior. Primero se distinguían las formas sombrías de los árboles bajo los arcos del claustro, luego la luz irrumpía por doquier, perfilando la tracería de los tallos y las hojas. El color era el último que aparecía, y cuando lo hacía significaba que la mañana ya estaba allí, y la casa empezaba a emitir sus vibraciones, como un gigantesco instrumento que dejara escapar los sonidos a través del órgano de una gran iglesia.
El dolor había desaparecido.
La confusión había disminuido. Mientras miraba el terso rostro dormido de Guido, se encontró tarareando el himno que había cantado la noche anterior. Pensó: «Giacomo, gracias por este pequeño regalo, hasta que tú llegaste no había sabido lo mucho que amo todo esto».
Domenico causó sensación en Roma, no así Loretti, que recibió un abucheo del público, sobre todo de los
abbati
, los clérigos que siempre ocupaban las primeras filas del teatro romano. Le acusaban de haber plagiado a su ídolo, el compositor Marchesca, de modo que durante toda la representación habían lanzado gritos de: «¡Bravo Marchesca! ¡Fuera Loretti!», sólo interrumpidos cuando cantaba Domenico.
Aquello hubiese bastado para enervar a cualquiera y Loretti regresó a Nápoles, jurando que nunca volvería a poner los pies en la Ciudad Eterna.
Pero Domenico se había marchado a cumplir con un importante compromiso en la corte de uno de los estados alemanes. Los chicos del conservatorio rieron al saber que había tenido una aventura con un conde y su esposa, y que los había complacido a los dos según sus preferencias en la cama.
Tonio escuchó aquellas noticias con alivio. Si Domenico hubiese fracasado, nunca se lo habría perdonado. Aún no podía oír su nombre artístico, «Cellino», sin experimentar cierta vergüenza y pena. Guido estaba afligido por el trato que Loretti había recibido, y murmuró que el público de Roma siempre era el más exigente.
Tonio estaba demasiado absorto en su propia vida como para pensar en otras cosas.
Inmediatamente después de Navidad, empezó a visitar a un maestro de esgrima francés siempre que podía. No importaba cuáles fueran sus otras obligaciones: intentaba salir del conservatorio al menos tres veces por semana.
Guido estaba furioso.
—No puedes con todo —insistía—. Practicas todo el día, ensayas con los alumnos por las noches, los martes vas a la Ópera, los viernes a casa de la condesa. Y ahora quieres desperdiciar horas en una
salle d'armes
; es una locura.
Pero el rostro de Tonio adoptó una expresión resuelta, coronada con una gélida sonrisa. Finalmente se salió con la suya.
Se decía que, después de un día de música plagado de voces airadas y amenazantes, necesitaba dejar el conservatorio y rodearse de hombres que no fueran eunucos, o se volvería loco.
Aunque en realidad le ocurría todo lo contrario: le resultaba muy difícil acudir a la escuela de esgrima, le resultaba difícil saludar al maestro francés, ocupar su lugar entre los jóvenes allí reunidos en mangas de camisa de encaje, con los rostros ya brillantes por el esfuerzo realizado, y deseosos de ofrecerse como rivales. Notaba sus ojos fijos en él, estaba convencido de que a sus espaldas se burlaban de él.
Sin embargo, ocupaba su lugar con absoluta frialdad, el brazo izquierdo doblado en un perfecto arco, las piernas prestas a saltar, y comenzaba a acometer, a parar los golpes, a esforzarse por lograr una mayor velocidad y precisión. La largura de su brazo le daba una ventaja mortal, al tiempo que avanzaba con visible pericia y ligereza.
Cuando otros ya estaban agotados, él continuaba, sintiendo el hormigueo de los músculos que se le endurecían en los brazos y las pantorrillas, y el dolor que se disolvía para transformarse luego en una mayor fuerza, al tiempo que con estruendosa energía acorralaba a sus adversarios, llevándolos a veces contra la pared antes de que el maestro de esgrima se acercase a contenerlo, susurrándole al oído:
—Vamos, Tonio, descansa un rato.
Ya casi era Cuaresma cuando advirtió que nadie bromeaba en su presencia, que nadie pronunciaba la palabra «eunuco» si él estaba cerca.
Y de vez en cuando, los jóvenes mostraban una especial cortesía hacia él. ¿Iría a beber con ellos cuando terminara la clase? ¿No le apetecería acompañarles algún día que fueran de caza o a montar a caballo? Él siempre rehusaba. Pero advertía que se había ganado cierto respeto por parte de aquellos italianos meridionales de tez oscura y a menudo taciturnos, que a buen seguro sabían que Tonio no era uno de ellos. Sin embargo, aquello no le servía de mucho.
Evitaba la compañía de los jóvenes, los hombres completos, incluso la de los estudiantes sin castrar del conservatorio, que tenían continuas deferencias hacia él desde la muerte de Lorenzo. Pero ¿medirse con armas con un hombre? Se obligaba a hacerlo. Enseguida adquirió destreza suficiente para enfrentarse a cualquiera de ellos.
Guido lo consideraba una manía. No adivinaba la inexorable soledad que se abatía sobre Tonio en medio de todo aquello, el alivio que experimentaba cuando volvía a encontrarse a salvo dentro del conservatorio.
Aun así, tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo hasta que estuviera tan cansado que las piernas no lo sostuvieran.
Cuando la conciencia de su naturaleza monstruosa, de su estatura cada vez mayor y del brillo inhumano de su piel lo obsesionaban, adquirió la costumbre de detenerse y respirar más despacio. Entonces avanzaba con más lentitud mientras andaba, o hablaba y se esforzaba en que todos sus gestos resultaran elegantes, lánguidos. Eso le parecía menos ridículo, aunque nadie le había dicho nunca que lo encontrara ridículo.
Mientras tanto, en el conservatorio, el
maestro di capella
instaba a Tonio a ocupar una pequeña estancia cerca de las habitaciones de Guido, en la planta principal. Era evidente que la muerte de Lorenzo lo preocupaba. Tampoco aprobaba el tiempo que dedicaba a la esgrima. Los otros alumnos lo admiraban, lo habían convertido en una especie de ídolo.