Abatido, agachó la cabeza. Había conocido el orgullo en todas sus miserables vertientes. Había comprendido toda la gloria y el significado de aquel acto horrendo: que le hubiera resultado tan fácil, que pudiese hacerlo de nuevo.
El rostro dormido de Domenico tenía una expresión plácida, apoyado con delicadeza en la almohada.
Ante la visión de aquella belleza, que tan a menudo se le entregaba sin condiciones, se sintió completamente solo.
Una hora más tarde, entró en el aula de prácticas, con una necesidad imperiosa de música, de hallarse en compañía de Guido, y notó que su voz se elevaba para afrontar las dificultades de ese día con una pureza y un vigor renovado. Le pareció que los problemas más acuciantes y enrevesados desaparecían bajo su persistente asedio. Al mediodía, se sintió sosegado por la promesa de belleza en un simple tono.
Esa noche, al ponerse la levita para salir, advirtió que hacía ya tiempo que le quedaba estrecha. Se contempló las manos, alzó la vista con una expresión casi furtiva, y se quedó asombrado al comprobar en el espejo cuánto había crecido.
Tonio era cada vez más alto, no cabía duda, y cada vez que tomaba conciencia de ello, sentía que flaqueaba, que le faltaba la respiración.
Pero se guardó aquella angustia para sí. Se mandó hacer chaquetas con mangas muy largas, para evitar que enseguida se le quedaran pequeñas, y aunque Guido lo hacía trabajar sin descanso, parecía que toda la ciudad se superase a sí misma para ofrecerle toda clase de distracciones.
En julio había contemplado ya el deslumbrante espectáculo en honor a santa Rosalía, una jornada en que los fuegos artificiales iluminaron todo el mar, como si las luces de mil botes se reflejaran sobre las aguas.
En agosto, pastores procedentes de las lejanas montañas de Apulia y Calabria vestidos con rústicas pieles de cordero visitaron las iglesias y las casas de los aristócratas, tocando gaitas e instrumentos de cuerda que Tonio nunca había visto.
Durante el mes de septiembre tuvo lugar la procesión anual a la Madonna del Piè di Grotta. Los alumnos de los mejores conservatorios de Nápoles desfilaron en ella, bajo balcones y ventanas engalanados con primor y suntuosidad para la ocasión. El tiempo era más agradable, el intenso calor del verano quedaba atrás.
En octubre, los muchachos se reunieron dos veces al día, por la mañana y por la noche durante nueve días, en la iglesia de los franciscanos, un compromiso oficial mediante el cual se eximía de algunos impuestos a los conservatorios.
Tonio perdió pronto la cuenta de las fiestas religiosas, los festivales, las ferias callejeras y las celebraciones oficiales en las que hizo acto de presencia. Cuando todavía no estaba preparado, permanecía callado en el coro o cantaba unos pocos compases, pero se dejaba guiar por la música y la cantaba correctamente. Mientras, Guido lo hacía practicar hasta muy entrada la noche y le obligaba a levantarse temprano para asistir a los actos del día.
Cada gremio organizaba multitudinarias y lujosas procesiones en las que a veces los chicos cantaban en plataformas flotantes. Además, también había que contar con los funerales.
Todas las horas que transcurrían entre un evento y otro, las pasaba en compañía de Guido. En el vacío estudio de piedra, ejercitaba la voz con los ejercicios, una voz que progresaba en flexibilidad y perfección.
A principios de otoño, sin embargo, Tonio recibió una carta de su prima Catrina Lisani y le sorprendió descubrir lo poco que ese hecho le afectaba.
En ella le comunicaba que pensaba ir a Nápoles a visitarlo. Tonio le respondió de inmediato diciéndole que no debía hacerlo. Había dejado el pasado atrás, y si acudía en su búsqueda se negaría a recibirla.
Esperaba que no volviera a escribirle: tenía cosas más importantes en qué pensar, estaba demasiado ocupado para permitir que aquel encuentro dejara su huella en el presente.
Cuando ella escribió de nuevo, Tonio le respondió con la máxima educación que, si era necesario, se marcharía de Nápoles para evitar su presencia.
Tras aquel episodio, las cartas de Catrina tomaron un nuevo cariz. Perdida la esperanza de ir a visitarlo, cambió su estilo comedido por un nuevo candor:
Todos lamentamos tu marcha. Dime si necesitas algo y te lo mandaré. Hasta que no tuve tu carta en mis manos y comparé la letra con la de tus viejos cuadernos de ejercicios, dudé de que estuvieras vivo, aun cuando me lo habían asegurado.
¿Qué deseas saber? Te lo contaré todo. Cuando te fuiste, tu madre se puso muy enferma, se negaba a tomar alimento alguno, pero ahora ya va recuperándose.
¡Y tu hermano, tu querido hermano! Se reprocha tanto tu marcha que sólo halla consuelo rodeado de mujeres. Esa medicina la mezcla con tanto vino como le es posible, aunque nada impide que asista cada mañana a las sesiones del Consejo de los Diez.
Llegado a este punto, Tonio dejó la carta, las palabras le quemaban. Infiel a su madre, ¿tan pronto?, pensó, ¿y ella lo sabe? Estuvo enferma, sin duda envenenada por las mentiras que él le obligó a creer. ¿Por qué tenía que seguir leyendo todo aquello? Sin embargo, volvió a desenrollar el pergamino.
Escríbeme y dime si quieres que te envíe algo. Mi marido te defiende siempre en el Consejo, y este destierro no durará toda la vida. Siempre te tengo en mis pensamientos, mi querido primo.
No se decidió a contestar la carta hasta varias semanas más tarde. Se había dicho que aquellos pocos años le pertenecían y que no deseaba volver a saber nada de ella ni de ninguna otra persona de Venecia.
Pero una noche, sin previo aviso ni razón, se apoderó de él un impulso irrefrenable y escribió a su prima una breve aunque cortés respuesta.
A partir de aquel día, no pasaba más de una quincena sin recibir noticias suyas, aunque a menudo destruía sus cartas para no caer en la tentación de releerlas una y otra vez.
Su familia le mandó más dinero. Contaba con más capital del que podía gastar.
Aquel invierno vendió el carruaje, ya que no lo utilizaba y no quería seguir manteniéndolo. Como suponía que al crecer su cuerpo sería largo y flaco, como solía ocurrirles a los eunucos, decidió vestirse con elegancia y encargó la ropa más lujosa que jamás hubiera llevado.
El
maestro di cappella
se burlaba de él a ese respecto, al igual que Guido, pero su carácter era generoso: daba monedas a los mendigos de la calle y compraba regalos para el pequeño Paolo siempre que podía. Sin embargo, a pesar de su desprendimiento, seguía siendo rico: Cario se ocupaba de ello. Podía haber invertido su fortuna, pero nunca encontró tiempo para hacerlo.
Se sentía vibrante de vida, tan inmerso en los acontecimientos, las pugnas y el trabajo constante que cuando Guido le anunció que cantaría un solo en el Oratorio de Navidad quedó sumamente sorprendido.
Navidad. ¡Llevaba medio año en aquel lugar!
Durante un instante prolongado no dijo nada. Recordó que había sido en una misa de Navidad, en San Marco, la primera vez que cantó con Alessandro, cuando sólo tenía cinco años.
Vio aquella flota de góndolas que cruzaban las aguas para acudir a venerar las reliquias de san Giorgio. Ese año, Cario estaría allí.
Intentó alejar aquel pensamiento de la mente.
Recordó que Domenico se marcharía pronto de Nápoles en dirección a Roma.
Domenico debutaría en Roma, en el Teatro Argentina, en la inauguración del carnaval romano que se celebraba en Año Nuevo.
¿Qué había dicho Guido? ¿Qué cantaría? ¿Qué composición? Murmuró una disculpa y cuando Guido le repitió que iba a cantar un solo en el Oratorio de Navidad, Tonio sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo. No estoy preparado.
—¿Quién eres tú para decir si estás o no preparado? —le preguntó Guido muy serio—. Claro que estás preparado, de lo contrario no te haría cantar.
Tonio no pudo evitar la visión de las farolas avanzando por la negra laguna, mientras una flota de góndolas hacía la travesía navideña camino de San Giorgio.
El sol de la mañana iluminaba el jardín del conservatorio, y creaba en cada arco del claustro una imagen de luz amarillenta y hojas revoloteando al viento. No, en realidad, la luz tenía un matiz verdoso. Sin embargo, Tonio estaba muy lejos de allí, en San Marco. Su madre le decía: «¡Mira, tu padre!».
—Maestro, no me haga pasar por esa prueba —musitó. Recurrió a toda su educación veneciana—. Todavía no tengo suficiente confianza en mi voz, y si me hace cantar solo, le fallaré.
Aquella estrategia obró maravillas en Guido, que estaba empezando a enfadarse.
—Tonio —le dijo—, ¿acaso te he fallado yo? ¡Estás preparado para cantar este solo!
Tonio no respondió. Estaba demasiado aturdido, no recordaba que Guido le hubiera llamado nunca por su nombre. También le confundió que aquel hecho le importase tanto.
Volvió a insistir en que no podía cantar. Intentó disipar la atmósfera de San Marco. Alessandro estaba justo a su lado y decía: «¡Nunca lo hubiese creído!».
Cuando el día tocó a su fin, estaba exhausto. Guido no había vuelto a comentar nada más del solo, pero le había dado algunas piezas de música de Navidad para que las cantara, por lo que suponía que el solo sería una de ellas. Su voz le sonó torpe y descontrolada.
Mientras subía las escaleras hacia su cuarto, se sentía desanimado y ansioso. No tenía ganas de ver a Domenico, pero por debajo de la puerta se filtraba una delgada línea de luz. Encontró a Domenico vestido y preparado para salir.
—Estoy cansado —dijo Tonio y le dio la espalda para subrayar sus palabras. A menudo hacían el amor apresuradamente antes de que Domenico saliera a cumplir con algún compromiso. Pero aquella noche Tonio no se veía capaz, sólo el pensarlo lo agobiaba.
Se miró las manos. El uniforme negro ya le quedaba otra vez corto. Evitó a propósito su reflejo en el espejo.
—Pero si había hecho unos planes muy especiales para esta noche —protestó Domenico—. ¿No te acuerdas? Te lo dije.
En la voz de Domenico había un matiz ligeramente temeroso. Tonio se volvió para contemplarlo mejor a la luz de la única vela. Lucía sus mejores galas. Su esbelta figura lucía aquella ropa con la gracia que exhibían las láminas de moda francesa. Por primera vez, Tonio se dio cuenta de que sus ojos estaban a la misma altura, aunque Domenico era dos años mayor. Si no se libraba de él, perdería los nervios.
—Estoy cansado, Domenico —susurró, molesto consigo mismo por ser tan brusco—. Déjame solo, por favor…
—¡Pero Tonio! —Domenico se mostraba visiblemente sorprendido—. Lo tengo todo preparado. Te lo dije. Me marcho mañana por la mañana. No me digas que te has olvidado.
Tonio nunca lo había visto tan alterado. Aquella agitación le daba un aire de provocativa seducción y despertaba en Tonio una pasión casi impersonal.
De repente comprendió lo que Domenico intentaba decirle. Claro, aquélla era su última noche porque partía de inmediato hacia Roma. Todo el mundo hablaba de su marcha y el momento había llegado. El maestro Cavalla quería que se trasladara pronto para que ensayara con Loretti. Loretti había luchado con el maestro Cavalla por la oportunidad de escribir una ópera para Domenico, y el maestro Cavalla, cuyo gusto superaba a su talento, había consentido.
El día había llegado, y a Tonio se le había pasado por alto. Empezó a vestirse, intentando en vano recordar lo que Domenico le había dicho.
—He reservado una habitación privada sólo para nosotros, con la cena encargada, en el albergo Inghilterra —explicó Domenico. Se trataba de aquel lujoso hostal donde Tonio había descansado después de haber pasado la noche en la montaña. Cuando oyó el nombre se detuvo en seco. Luego se puso los zapatos, se abrochó el cinturón y se ciñó la espada.
—Lo siento. No sé dónde tengo la cabeza —murmuró.
Cuando entró en las habitaciones se sentía avergonzado. No eran las mismas que ocupara la otra vez, aunque tenían unas espléndidas vistas al mar, y a través de los cristales que acababan de limpiar, la arena era de un blanco inmaculado a la luz de la luna.
La cama estaba en un pequeño dormitorio iluminado con varios candelabros, y la mesa de la cena estaba preparada en la sala principal, con manteles de lino y vajilla de plata.
No faltaba ningún detalle, pero no lograba concentrarse ni en una sola palabra de lo que le decía su compañero.
Domenico hablaba de la rivalidad entre Loretti y su maestro, y del miedo que le inspiraba el público de Roma, ¿por qué tenía que ir a esa ciudad? ¿Por qué no podía debutar en Nápoles? Todos sabían lo que los romanos le han hecho a Pergolesi.
—Pergolesi… Pergolesi… —susurró Tonio—. Oigo ese nombre en todas partes…
Aquello era un simulacro de conversación. Sus ojos recorrieron los paneles blancos de las paredes, las hojas pintadas de color verde oscuro y las flores azules y rojas. Todo tenía un aspecto polvoriento, sombrío, a aquella tenue luz, y la tersa y blanca piel de Domenico le parecía lo bastante incitante como para…
Tenía que haberle comprado un regalo. ¿Cómo no se le había ocurrido? ¿Qué demonios iba a decirle ahora?
—¿Vendrás? —preguntó de nuevo Domenico.
—¿Qué? —balbuceó Tonio.
Disgustado, Domenico dejó el cuchillo sobre la mesa. Se mordió el labio, hizo un exquisito mohín de niño enfadado y confundido. Luego contempló a Tonio como si no pudiera creer lo que estaba ocurriendo.
—Ven a Roma —repitió—. ¡Tienes que venir, Tonio! Tú no eres un alumno de beneficencia. Si le dices al maestro Maffeo que tienes que irte, te dejará marchar. Puedes venir con la condesa, ¿por qué no…?
—No puedo ir a Roma, Domenico. ¿Por qué habría de hacerlo…? —Pero antes de que esas palabras salieran de su boca, le volvieron a la mente fragmentos de la conversación.
El rostro de Domenico mostraba tal aflicción que Tonio no soportaba mirarlo.
—No estés tan nervioso —le dijo Tonio—. ¡Vas a causar sensación!
—No estoy nervioso —susurró Domenico. Había vuelto la cabeza y miraba hacia la oscuridad—. Tonio, creía que tenías ganas de venir…
—Iría si pudiera, pero no puedo coger mis cosas y marcharme.
Resultaba insoportable verlo de aquel modo, parecía muy desgraciado. Tonio se pasó la mano por el cabello. Estaba cansado, los hombros le dolían y únicamente deseaba dormir. De repente, la perspectiva de quedarse en aquella habitación un segundo más le resultó insufrible.