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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (33 page)

BOOK: Un grito al cielo
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A Tonio siempre le habían intrigado los sonidos que salían de aquel recinto.

Se entusiasmó al comprobar que se trataba de un teatro pequeño pero más espléndido que ninguno de los que había visto en los palacios venecianos. Tenía una hilera de palcos, cada uno de ellos con cortinas de terciopelo verde esmeralda, y el arco del proscenio resplandecía con ángeles dorados y volutas.

En el foso había unos veinticinco músicos, un número inaudito, si se tenía en cuenta que el teatro de la ópera contaba con una orquesta más reducida en muchas de sus representaciones. Se hallaban todos concentrados en sus ejercicios, ajenos a los cantantes que practicaban sus escalas, y al compositor de la ópera, también alumno, que estaba indignado porque según él la producción no estaría lista para la noche del estreno y se retrasaría dos semanas como mínimo.

Guido se detuvo un momento en la puerta, se rió de lo que decía el compositor y le aseguró a Tonio que todo iba a las mil maravillas.

Tonio se sobresaltó, como si lo hubieran despertado bruscamente de un sueño, porque entre los actores que se arremolinaban en las tablas había distinguido la figura de Domenico, aquel silfo exquisito con el que últimamente sólo coincidía durante la cena.

Cuando sus pensamientos se dirigían hacia aquel pequeño teatro o la obra que preparaba el conservatorio, siempre había un lugar en ellos para Domenico.

Pero el compositor ya reclamaba la atención de todo el mundo.

El tiempo de descanso había terminado y al cabo de unos minutos el silencio se impuso en el teatro y los músicos empezaron a tocar la obertura.

Tonio se quedó asombrado ante tal riqueza de sonido: aquellos muchachos eran mejores que los profesionales a los que había escuchado en Venecia, y cuando los primeros cantantes aparecieron en el escenario advirtió que, aun siendo estudiantes, tenían calidad suficiente para actuar en cualquier teatro de Europa.

Nápoles era, a buen seguro, la capital musical de Italia, tal como siempre se había dicho, aunque Venecia se burlaba de esta fama, y en un momento de apacible calma, mientras escuchaba aquella encantadora y alegre música, Tonio pensó: «Nápoles es mi ciudad».

Lo invadió una oleada de alivio. El dolor que sentía en las piernas por haber pasado tantas horas de pie resultaba casi gratificante. Se inclinó hacia delante, hacia el resplandor redondeado de terciopelo verde que tenía enfrente, dobló los brazos sobre él y apoyó la barbilla.

Apareció Domenico. Aunque iba ataviado con su sencilla túnica negra y la faja roja, parecía haberse convertido en la mujer cuyo papel estaba representando. En todos sus gestos se adivinaba una gracia y una entrega que provocaron en Tonio nerviosismo y resentimiento.

Sólo lo distrajo la voz del chico. Era alta, pura, completamente translúcida, sin las opacidades del falsete. Su alcance de auténtico soprano era excepcional, y el modo líquido con que unía sus redondeados tonos hicieron que Tonio se sintiera avergonzado por sus mediocres interpretaciones del
Accentus
.

—Una voz muy prometedora —suspiró, tan pronto como Domenico finalizó su actuación. Pero se trataba sólo de un ensayo, así que el muchacho se quedó en un rincón del escenario, y su cuerpo adoptó una pose tan lánguida que más parecía estar recostado en un árbol, con la mirada fija en Tonio.

La silueta grácil y angular del chico, sus altos pómulos y aquellos ojos negros y hundidos tenían a Tonio tan abstraído que ni siquiera vio que alguien se le acercaba.

De repente, notó que una sombra se cernía sobre él. Alzó los ojos justo cuando la música terminaba y se hacía el silencio.

Lorenzo, el
castrato
a quien había herido con el puñal un mes antes se encontraba junto a él.

Tonio se envaró.

Se levantó despacio. Sus ojos recorrieron sigilosos el cuerpo del muchacho. Era más alto que él, la tez y los cabellos oscuros; su aspecto resultaba un tanto rudo. Como muchos de los
castrati
, su rostro, aunque vulgar y sin contrastes, rebosaba de lozanía.

No apartaba la vista de Tonio. El ensayo se había interrumpido.

Tonio no llevaba armas; no obstante, mientras saludaba al chico con una leve inclinación de cabeza, se llevó la mano a la cintura como si buscara algo. Luego la fue bajando como si fuese a sacar el puñal de debajo de la túnica. El gesto fue preciso, calculado.

Pero el chico no pareció darse cuenta. Con el cuerpo erguido y los brazos en jarras, devolvió el saludo a Tonio al tiempo que su boca esbozaba una prolongada y taimada sonrisa.

En el pequeño teatro reinaba el más completo silencio. Lorenzo retrocedió con cautela y se alejó de Tonio, quien permaneció inmóvil, reflexionando. Había esperado que Lorenzo lo atacase, pero aquello era aún peor. Ese chico quería matarlo.

Aquella tarde, con permiso de Guido, salió del conservatorio con el propósito de comprar un candado para su habitación, y a partir de aquel momento, se ciñó el puñal en el cinturón y decidió no quitárselo nunca. Bajo la túnica quedaba perfectamente oculto. Y fuera adonde fuese, obraba con cautela.

Al subir las escaleras en la oscuridad de la noche, se paraba a escuchar antes de avanzar.

Pero no tenía miedo. De súbito, sintió crecer la irritación al darse cuenta de lo absurdo de todo aquello. ¡No estaba asustado porque Lorenzo no era más que un eunuco!

Sacudió la cabeza, el cerebro le bullía. ¿Era eso en lo que Carlo confiaba? ¿En que Tonio sólo era un eunuco?

Era tal el dolor que sentía que deseó poder agarrarse el cerebro y exprimirlo entre sus manos. No sabía cómo lo trataría la vida, ni cómo habría tratado a ese chico moreno del sur de Italia al que había apuñalado de manera tan irreflexiva cuando se vio acorralado. Pero ¿debía esperar menos de él de lo que esperaba de sí mismo?

Con el paso de los años, se descubriría esperando que ese chico lo atacase y preguntándose qué ocurriría cuando eso sucediese.

Al pensar en esa posibilidad lo invadió un leve instinto asesino, vinculado al recuerdo de su fuerza en lucha con los demás, no a los terribles golpes que lo habían vencido en aquella habitación de Flovigo, sino a aquel momento en que casi había sido libre, y entonces apartó de sí el dolor, y con frialdad y lucidez pensó: «Ya me enfrentaré a ello cuando llegue el momento».

No obstante, durante las semanas que siguieron no ocurrió nada, excepto que Lorenzo había elegido un lugar nuevo en la mesa de forma que Tonio no pudiera evitar verle, y tuviera que contemplar aquella siniestra sonrisa que nunca dejaba de dedicarle, acompañada de un gesto cortés.

Las sesiones de Tonio con Guido ahondaban en esquemas fijos que, en ocasiones, relucían brillantes gracias a pequeñas victorias. Aunque Guido se mostraba más frío que nunca, sacaba a Tonio de noche cada vez más a menudo.

Asistieron a óperas cómicas que a Tonio le gustaron más de lo que esperaba, a pesar de que en ellas rara vez actuaban
castrati
, y a otra representación de la misma ópera trágica que ya había visto en San Bartolommeo.

Sin embargo, Tonio no acompañaba a Guido a los bailes y cenas que se celebraban después. Esa decisión asombraba al maestro y no ocultaba su decepción. Entonces comentaba con frialdad que aquellas distracciones eran beneficiosas para él, pero Tonio aducía que se sentía cansado o que prefería levantarse temprano para practicar. Guido lo aceptaba con un encogimiento de hombros.

Cuando tenían lugar esas pequeñas discusiones, Tonio se estremecía de frío y a la vez le corría el sudor. Sólo el pensar en todas aquellas mujeres a su alrededor le provocaba un miedo sofocante. Entonces, sin poderlo evitar, pensaba en Bettina en la góndola, casi podía sentir el suave balanceo del bote, hasta el aire que respiraba era veneciano, y de nuevo lo invadía aquella sensación de calidez al penetrarla, el vello húmedo de la pequeña hendidura entre sus muslos, donde a veces había restregado la cabeza antes de poseerla.

En esas ocasiones se quedaba envarado, en silencio, mirando por la ventana del carruaje, como si los pensamientos que lo asaltaran fueran de naturaleza apacible.

Una noche, cuando regresaba de San Bartolommeo, se le ocurrió que no estaría del todo a salvo hasta que llegase al conservatorio. Una idea sorprendente, ya que Lorenzo, que le dedicaba una malévola sonrisa siempre que se cruzaban, estaba, sin lugar a dudas, esperando la oportunidad de atacarlo.

Aún así, las primeras horas de esas veladas fuera del conservatorio lo eran todo para Tonio. Le encantaban los teatros de Nápoles y no se le escapaba ni un solo matiz de las representaciones.

En ocasiones, después de algunos vasos de vino, se sentía locuaz, y Guido y él, en su impetuosidad, se interrumpían constantemente el uno al otro.

Otras veces, lo invadía el desconcierto al percibir lo ajeno que le resultaba todo aquello. Guido y él se comportaban la mayor parte del tiempo como si fueran enemigos, y Tonio adoptaba una expresión tan altiva como adusta era la de Guido.

Una noche en que el carruaje discurría junto a la curva que trazaba el mar y soplaba un aire salobre y cálido, Guido llevaba una botella de vino y desde el carruaje abierto las estrellas parecían especialmente cercanas y brillantes en el nítido cielo, Tonio fue consciente de lo dolorosa que le resultaba la frialdad de su relación. Miró el perfil de Guido recortado contra la espuma blanca que parecía flagelar las negras aguas y pensó: «Este es el mismo tirano gruñón que hace que mis días transcurran tan miserablemente cuando, con unas pocas palabras de elogio, facilitaría las cosas… Sin embargo, esta noche está sentado a mi lado un caballero elegante que me habla como si nos halláramos en una recepción y fuéramos buenos amigos. En realidad son dos personas». Tonio suspiró.

Guido, ajeno a los pensamientos de Tonio, le hablaba en voz baja de un compositor de talento, Pergolesi, que agonizaba de tuberculosis y al que en Roma habían ridiculizado de tal manera en el estreno de su obra que nunca se había recuperado.

—El público de Roma es el más cruel —suspiró Guido. Luego contempló el mar con aire distraído. Añadió que Pergolesi había ingresado en el conservatorio de Gesú Cristo hacía unos años y que tenía aproximadamente la misma edad que él. Si Guido se hubiera dedicado de lleno a la composición, en esos momentos su mayor preocupación sería el público de Roma.

—¿Y por qué no se consagró por completo a la composición? —preguntó Tonio.

—Yo era cantante —murmuró Guido. Entonces Tonio recordó las apasionadas palabras que el maestro Cavalla había dicho sobre él el día que había subido a la montaña. De repente se avergonzó de haberlas olvidado. Estaba tan centrado en sí mismo, en su dolor, en sus progresos, en sus pequeños logros que apenas había reparado en el hombre que estaba a su lado, y entonces se preguntó: «¿Es por eso que me desprecia?».

—La música con la que a menudo practico… es suya, ¿verdad? —preguntó Tonio—. ¡Es maravillosa!

—No pretendas decirme lo que hago bien y lo que hago mal. —Guido parecía furioso—. ¡Te diré que mi música es buena cuando cantes bien!

Aquellas palabras hirieron a Tonio. Tomó un largo trago de vino, y de forma inesperada, incluso para sí mismo, rodeó con los brazos el cuello de Guido.

Guido estaba fuera de sí y lo apartó con rudeza.

—Usted me ha abrazado una, dos veces, por si no lo recuerda —dijo Tonio riendo—. Y ahora lo abrazo yo.

—¿Por qué razón? —le espetó Guido. Le quitó la botella de vino y tomó un sorbo.

—Porque yo no le desprecio como usted a mí. ¡No soy una persona tan contradictoria!

—¿Despreciarte? —preguntó Guido—. Tú no me importas, sólo me interesa tu voz. ¿Estás satisfecho ahora?

Tonio se recostó en el asiento de cuero negro y fijó la vista en las estrellas. Su estado de ánimo se fue ensombreciendo. ¿Por qué me preocupa lo que sienta o lo que piense este patán? ¿Por qué he de esforzarme en apreciarlo? ¿Por qué no me limito a aceptarlo como es? Pero entonces una terrible frialdad le caló hasta los huesos. Sintió un escalofrío que dejaba al descubierto un dolor antiguo, y casi de inmediato se encontró pensando en la ópera que habían presenciado, en cualquier problema musical por pequeño que fuese que le hiciera olvidar aquella soledad que de repente se había cernido sobre él. Le pareció imposible que hubiera vivido en una gran casa de Venecia con un padre, una madre y unos criados durante una época de su vida, que todo aquello hubiese formado parte de su ser y… Estaba en Nápoles, junto al mar, allí tenía su hogar.

Dos días más tarde, al final de una jornada extenuante y calurosa, Guido informó a Tonio de que tendría un pequeño papel en el coro de la ópera que preparaba el conservatorio.

—¡Pero si el estreno es mañana! —protestó Tonio. Sin embargo, ya se había levantado.

—Cantarás sólo dos líneas al final —aclaró Guido—. Te las aprenderás enseguida y te sentará bien una primera toma de contacto con el escenario.

Tonio ni siquiera había soñado que aquello pudiera ocurrir tan pronto.

Estar entre bambalinas era lo más emocionante. No era capaz de asimilar todo lo que ocurría a su alrededor.

Se asomó a los vestuarios llenos de plumas y trajes y mesas con frascos de maquillaje y contempló pasmado la hilera de arcos adornados que se alzaba hacia el oscuro hueco que se abría por encima del escenario mediante unas cuerdas con pesas que lo hacían descender de nuevo en silencio. En aquel gran espacio abierto que se extendía detrás de la cortina parecía formarse un laberinto donde se amontonaban olvidados los decorados de otras óperas. Se topó con un sofá dorado cubierto con flores de papel, y lienzos transparentes con leves trazos de nubes y estrellas.

Los chicos correteaban de un lado a otro con las espadas en la mano o cargando urnas de cartón dorado llenas de follaje de papel.

Cuando comenzó el ensayo, Tonio se maravilló al ver cómo del caos surgía el orden: los intérpretes salían a escena, la orquesta se entregaba a su enérgico acompañamiento, todo el conjunto se intensificaba y el ritmo se aceleraba, llenando ininterrumpidamente el aire de deliciosas arias y voces que sorprendían por su agilidad.

Al día siguiente, apenas podía concentrarse en sus ejercicios habituales y al final Guido decidió limitarlos a las líneas que Tonio debía cantar en el coro por la noche.

Hasta una hora antes de la representación no vio a todos los intérpretes con sus trajes.

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