Un grito al cielo (35 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: Un grito al cielo
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Tonio tuvo una erección. Ahogó una exclamación. Estaba de nuevo dentro del chico y lo montó ensañándose en sus embestidas. Su mano se cerró sobre aquel sexo, lo maltrató, tiró de él como si quisiera arrancárselo mientras Domenico gemía contra el frío suelo, y cuando Tonio sintió el clímax de nuevo, su compañero se estremeció bajo su cuerpo.

Tonio se echó a un lado y permaneció tumbado boca arriba, exhausto.

Cuando abrió los ojos, Domenico ya se había vestido del todo y llevaba la capa escarlata colgada del hombro.

—¡Vamos! ¡Nos están llamando! —Sonrió—. Desmaquíllate, deprisa.

Tonio apenas le oía. Parecía una mujer vestida de hombre y antes había sido un hombre vestido de mujer. Apoyándose en el codo, Tonio intentó hablar, pero no pudo articular palabra.

No eran pensamientos lo que se agolpaba en su mente, ni era felicidad lo que experimentaba, sino el alivio más arrollador que jamás hubiera sentido. En silencio acató las órdenes de Domenico.

En la oscuridad del carruaje, de camino a casa de la condesa Lamberti, situada en la carretera de Sorrento, Tonio devoró a besos a Domenico. Cuando éste metió la mano dentro de los pantalones de Tonio y acarició la cicatriz que tenía bajo el sexo, Tonio estuvo a punto de pegarle, pero se contuvo porque le bastaba con estrujarlo entre sus manos como algo que simplemente desea y necesita ser estrujado, y apretarse contra él y penetrarlo de nuevo a pesar de que el carruaje se balanceaba a un ritmo regular tras los pequeños haces de luz de los faros.

Era ya muy tarde cuando Tonio vio de nuevo a la joven rubia con la que había coincidido en otra ocasión, en el comedor vacío. No parecía estar tan triste como en la vez anterior. En realidad, no cesaba de reír mientras bailaba, conversando con su acompañante. Sus pequeños hombros, delicadamente torneados, le daban una gracia casi desenfadada mientras se movía levantándose la falda azul, y sus blancos cabellos estaban salpicados de olvidadas flores blancas.

Sin embargo, Tonio desvió la mirada cuando sus ojos se encontraron. Deseó con todas sus fuerzas que no estuviera allí esa noche, aunque el rostro de la muchacha atraía la mirada de Tonio como un imán.

El baile se había detenido. Un caballero alto con peluca blanca susurró algo al oído de la chica y de nuevo su pequeño rostro se iluminó con la risa. Tonio no recordaba que tuviera un cuello tan hermoso o que sus pechos se desbordaran con tanta exuberancia del corpiño. Cuando vio la tenue tela azul ceñida alrededor de su cintura, no pudo contenerse y apretó los dientes. Anhelaba escuchar su risa sobrevolando por encima de aquella confusión de voces. Ella desvió la mirada con aire tímido, sumida en una súbita preocupación. Se la veía como la vez anterior: casi triste, y Tonio deseó desesperadamente tener la oportunidad de hablar con ella.

De inmediato imaginó que estaban a solas en algún lugar para él desconocido y que intentaba convencerla de que él no era una persona grosera ni mezquina, y que nunca había pretendido insultarla. Era muy afortunado, pensó, de que no hubiese dos hombres dispuestos a hacerle daño: Lorenzo y el padre de aquella chica.

Justo cuando esos pensamientos cobraban más fuerza, le pareció que Domenico lo buscaba y al ver aquel rostro radiante tan cerca del suyo, al sentirse en posesión de aquella presencia deslumbrante que otros deseaban, su pasión se encendió de nuevo. Hubiese podido tomar a Domenico allí mismo, en el suelo. No había nada que deseara tanto como una estancia oscura y la excitación producida por el riesgo de ser descubiertos.

Sin embargo, sus ojos perseguían a aquella bonita muchacha.

En ocasiones la veía sentada sola en una silla tapizada, las manos indolentes en el regazo, la expresión absorta y seria.

Conservaba aquel aire de abandono que ya había percibido antes. Estaba seguro de que si la tomaba en sus brazos y la sacaba de allí, ella no tendría fuerzas ni para protestar. Se imaginó soltándole el rubio cabello, apartándole las doradas hebras de la frente. Imaginó que descendía por la irresistible morbidez de sus hombros, y luego se vio a sí mismo recogiendo de nuevo aquellos rizos, para poder besárselos. Era una locura.

Tras un prolongado instante, ella alzó los ojos y lo miró. Aunque se hallaba a una considerable distancia, la muchacha parecía consciente de que él había estado observándola desde el principio. Contempló el azul profundo de sus ojos, y en vez de alejarse, se quedó paralizado, deseando no haberla conocido.

5

En las semanas que siguieron, a Tonio le pareció que, a buen seguro, Guido estaba al corriente de su romance con Domenico. Sin embargo, el maestro no daba muestras de saber nada.

Se comportaba con la misma frialdad de siempre, pero la velocidad vertiginosa en los progresos de Tonio lo absorbía de tal manera que había menos tiempo para problemas absurdos. Ambos pasaban muchas horas completamente sumidos en el trabajo, y el programa de Tonio contaba ya con la dificultad e intensidad propias de los alumnos más avanzados.

Cantaba durante dos horas, luego se pasaba otras dos ante un espejo, estudiando la postura, los gestos, como si estuviera en el escenario. Después de la comida del mediodía, se sumergía en los libretos, practicando la pronunciación. Volvía a cantar durante una hora. Más tarde, contrapunto e improvisación. Tenía que ser capaz de tomar cualquier melodía y añadirle sus propias variaciones. Trabajaba con ahínco en la pizarra, y Guido corregía su trabajo antes de permitirle que lo cantase.

Otra hora de composición, y el día terminaba con más clases de canto. En el transcurso de la jornada había descansos en los que cantaba con el coro del conservatorio, o trabajaba en el teatro preparando la siguiente ópera, que se pondría en escena a finales de verano.

Además algunas tardes los chicos salían a cantar en las iglesias y a desfilar en las procesiones.

La primera vez que Tonio aceptó unirse a la doble fila de
castrati
que avanzaban despacio por las calles de la ciudad, se sintió tan mal como había previsto. Una parte de él, orgullosa y siempre abatida por el sufrimiento y la amargura, no aceptaba que lo exhibieran con la túnica y la faja de castrado ante aquellas multitudes boquiabiertas.

De todos modos, cada vez que vencía aquella desazón, su voluntad se fortalecía. Cuando superaba el desdén que sentía por lo que le rodeaba, descubría multitud de aspectos nuevos en su situación. Veía admiración temerosa en los ojos de las gentes que abarrotaban las calles, miraban a los
castrati
de más edad, pugnando por poder escuchar sus voces perfectas, al tiempo que intentaban memorizar incluso los rasgos de sus rostros.

Los himnos en el aire estival, la iglesia llena de luz y perfume, todo ello emanaba una brillante sensualidad. Y finalmente, acunado por pensamientos insignificantes o absorto en el perfeccionamiento de su voz, Tonio experimentaba un cierto placer, vago e incierto, en todo aquello. En aquellas áureas iglesias, llenas de santos de mármol que parecían tener vida propia y de velas centelleantes, conocía momentos de serena felicidad.

No obstante, persistía la sensación de que Guido estaba enterado de sus encuentros nocturnos con Domenico y de que no los aprobaba.

En realidad era Tonio quien no los aprobaba. Noche tras noche, subía las escaleras y encontraba a Domenico en sus habitaciones, no importaba lo tarde que fuera. Domenico estaba siempre dispuesto, fragante con alguna colonia de hierbas, el cabello suelto cayéndole hasta los hombros. Se despertaba de su sueño en la cama de Tonio, con el cuerpo tan cálido que más parecía deberse a la fiebre que al deseo. Le ofrecía los labios, le entregaba los miembros desnudos, no le importaba lo que Tonio hiciera con ellos.

Sus encuentros sexuales eran siempre turbulentos. Tenían el aspecto de una violación, incluso las palabras que pronunciaban reflejaban esta violencia y a veces, iban precedidos de un fingido forcejeo. Tonio le arrancaba de un tirón la camisa de encaje, los pantalones. Acariciaba la piel de Domenico, que poseía la perfección y la flexibilidad de la de un bebé. Luego, si le apetecía, lo abofeteaba o lo obligaba a recibir sus embates de rodillas, como si estuviera rezando.

Finalmente, tras mucha persistencia, Domenico conseguía atraerlo al más delicioso de los juegos. Ponía la cabeza entre las piernas de Tonio y lo absorbía, lo devoraba, mientras emitía débiles gemidos de placer, como si aquel acto, algo inconcebible para Tonio, bastara para satisfacerlo.

La violación se reservaba siempre para el final: Tonio agarraba el pene de Domenico con violencia, como si quisiera infligirle un doble castigo, al tiempo que lo penetraba con unas embestidas bruscas, casi despiadadas.

A Tonio le sorprendía que Domenico no necesitase más, que no exigiera más. Pero, al acabar, Domenico siempre parecía satisfecho.

También había encuentros frenéticos durante el día, sobre todo en las tranquilas horas de la siesta, cuando Domenico lo llamaba con una seña desde alguna aula de prácticas vacía y al forcejeo se añadía entonces el aliciente adicional del secreto y el riesgo de que los descubrieran. Tonio no podría decir si Domenico le resultaba más excitante vestido o desnudo. A menudo el recuerdo de Domenico ataviado de mujer lo impregnaba todo. En un par de ocasiones, incitado por la perfección del rostro de Domenico, por aquellos hermosos rasgos, y la lujuria de su cabello perfumado, Tonio lo había abofeteado de veras.

La servidumbre de Domenico se limitaba al ámbito del lecho, porque en su trato con los demás hacía gala de una frialdad e intransigencia increíbles. Estaba por encima de toda vanidad, tal como una vez Tonio había intuido, y tampoco lo afectaban las pequeñas mezquindades cotidianas. Sin embargo, no era afable con sus compañeros, y a veces, de un modo bastante inteligente, resultaba ofensivo, sobre todo con los demás eunucos.

No obstante, allí estaba, noche tras noche, incitando la apasionada crueldad de Tonio.

Todo aquello suponía, en gran medida, una humillación para Tonio. ¿Por qué caía una y otra vez en aquel tierno asalto, por qué se sentía orgulloso y al mismo tiempo avergonzado al pensar que otros podían haberse enterado?

Cuando, por casualidad, oyó al eunuco Pietro contar que el último amigo íntimo de Domenico había sido uno de los chicos «normales», un violinista llamado Francesco, le sorprendió descubrir que el chismorreo le divertía e incluso satisfacía. Así que estaba desempeñando su «función» tan bien como ese velludo violinista milanés de aspecto grosero, un hombre completo…

Sin embargo, también se avergonzaba. Y cuando pensaba que Guido estaba al corriente de todo, la vergüenza crecía hasta tal punto que llegaba a resultarle insoportable.

Hubiera supuesto una ayuda que Domenico y él hablasen de vez en cuando, o compartieran otros placeres, pero apenas cruzaban palabra.

Domenico pasaba más tiempo fuera del conservatorio, cantando en el coro de San Bartolommeo, que en la institución, y si coincidían en una habitación del todo iluminada era casi siempre en algún baile o en alguna cena después de la ópera.

Tonio había empezado a aceptar las invitaciones de Guido.

Guido se mostraba satisfecho de ello por la buena disposición de su alumno. Una vez, con toda tranquilidad, había comentado que consideraba todo aquello una ocupación placentera para un chico de su edad. Tonio había sonreído. ¿Cómo explicarle a Guido la vida que había disfrutado en Venecia? En cambio, se encontró afirmando que esos aristócratas meridionales no lo impresionaban demasiado.

—Les preocupan demasiado los títulos —murmuró— y parecen tan… bueno, demasiado presumidos y holgazanes.

Enseguida lamentó la brusquedad y el esnobismo de aquella respuesta. Guido se enfadaría. Pero no fue así. El maestro pareció considerar su opinión como si la ofensa no tuviera cabida en él.

Una noche, tras una copiosa cena en casa de la condesa Lamberti, en la que abundaban los sirvientes —uno detrás de cada comensal, otros junto a las paredes, prestos a llenar vasos, o a acercar una vela a un cigarrillo turco—, Tonio descubrió a Guido en una actitud por completo insólita: rodeado de mujeres, a las que sin duda conocía, y conversando con ellas con toda naturalidad.

Guido iba vestido de rojo y oro, unos colores que potenciaban la hermosura de sus ojos y su cabello moreno. El maestro parecía estar a sus anchas y como absorto en alguna cuestión concreta. En un momento determinado sonrió, después soltó un carcajada, y en ese instante le pareció tan joven como en realidad era, lleno de dulzura y con un rasgo de sensibilidad que Tonio nunca había captado con anterioridad.

No podía apartar los ojos de él. Ni Domenico, que había empezado a cantar al clavicémbalo, era capaz de distraer su atención. Observó la reacción de Guido ante la voz del chico. Llevaba ya mucho rato observándolo cuando los ojos de Guido lo descubrieron entre el gentío y su rostro se endureció y se volvió adusto a la vez que adoptaba una expresión molesta.

Tonio tuvo un sobresalto antes de reaccionar y desviar la mirada. Clavó los ojos en Domenico y cuando éste terminó la pieza y la sala se llenó de aplausos, Domenico le dirigió una de sus más encantadoras miradas, consciente del poder que Tonio ejercía sobre él.

Vergonzoso, pensó Tonio.

Se odió a sí mismo y a cuantos le rodeaban. ¿Para qué preocuparse? se dijo. Se marchó solo a una oscura habitación impregnada de humedad, tal vez porque permanecía siempre cerrada, y la recorrió a la luz de la luna que entraba por los altos ventanales de arco. ¿Por qué me desprecia y por qué dejo que eso me afecte?, pensó. Maldito sea.

Lo invadió un desagradable sentimiento de humillación. ¿Por ser el amante de otro chico? Oh, no podía creerlo. Sin embargo conocía el motivo. Sabía que cada vez que se sometía a los encantos de Domenico se demostraba a sí mismo que conservaba un poder y que cuando lo deseara, podría amar a una mujer.

Le sorprendió oír la puerta abrirse a sus espaldas. Algún criado lo había hallado incluso allí, era inaudito no haber encontrado a ninguno en aquel oscuro rincón.

Pero al dar media vuelta descubrió que se trataba de Guido.

Tonio experimentó una oleada de odio hacia él. Deseaba hacerle daño. A su mente acudieron pensamientos estúpidos e inconexos. Fingiría haber perdido la voz, sólo para mortificarlo, o mejor aún, caería enfermo para ver si se preocupaba. ¡Aquello era una idiotez! Sé un hombre, se dijo.

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