—¿Vas a hablar con la
signora
? —preguntó Angelo, mirando fijamente a Alessandro.
—Tonio ha estado magnífico, Angelo, ya sabes que…
—¿Vas a hablar con
la signora
? —Angelo asestó un puñetazo en la mesa.
—¿Hablar con la
signora
? ¿De qué?
Angelo se levantó. Había sido Carlo quien pronunciara esas palabras al entrar en la habitación.
Con un rápido gesto Alessandro le pidió discreción. No miró a Carlo. No pensaba conceder a aquel hombre ni un ápice de autoridad sobre su hermano menor, y en voz baja explicó:
—Tonio estaba conmigo en la
piazza
cuando debía haberse quedado aquí, estudiando. Es culpa mía, excelencia, perdonadme. Procuraré que no vuelva a ocurrir.
Tal como esperaba, el amo de la casa se mostró indiferente.
—Pero ¿qué era todo eso de lo que estabais hablando? —preguntó, interesándose de repente de forma casi obstinada.
—Oh, un terrible error, un estúpido error —respondió Beppo—, y ahora ese hombre está enfadado conmigo. Me ha insultado, y fue tan grosero con el joven maestro…
Aquello fue demasiado para Alessandro. Alzó las manos excusándose, mientras Beppo refería todo lo ocurrido, incluido el nombre del himno que Tonio había cantado en la iglesia y lo exquisita que había sido su interpretación.
Carlo soltó una breve carcajada y se dirigió hacia las escaleras.
Entonces se detuvo de pronto. Tenía la mano en la barandilla de mármol. No se movió. Parecía aquejado de un agudo y repentino pinchazo en el costado que le obligaba a permanecer inmóvil para evitar que el dolor se agudizara. Luego, volvió la cabeza muy despacio y fijó la vista en el viejo
castrato
. El disgustado Angelo estaba ya leyendo un libro que tenía abierto entre los codos. El viejo eunuco sacudía la cabeza.
Carlo dio unos pasos en dirección a la puerta.
—¿Te importaría contármelo de nuevo? —le pidió en voz baja.
El cielo había cobrado un color madreperla. Durante un buen rato no apareció ninguna luz al otro lado del agua y, de pronto, estallaron todas a la vez, esparcidas entre los arcos mudejares y las ventanas enrejadas, resplandecientes en las antorchas colgadas que iluminaban portales y entradas. Tonio estaba sentado a la mesa del comedor, mirando a través de los más de cuarenta cristales que formaban la ventana más próxima, las cortinas azul celeste recogidas a un lado y la superficie surcada por regueros de lluvia que a veces centelleaban con el oro de una farola que pasaba. Cuando eso ocurría, el resto quedaba en tinieblas. Pero cuando la luz se había alejado, las tenues formas que se perfilaban en la orilla opuesta del agua se revelaban de nuevo bajo un cielo más luminoso y nacarado que nunca.
Estaba componiendo un pequeño poema en voz alta con breve acompañamiento musical que decía: «Oscuridad, ven pronto; oscuridad, abre las puertas y las calles para que pueda salir de aquí». Se sentía exhausto y avergonzado; si Ernestino y los demás no querían hacer frente a aquella lluvia, rondaría él solo, encontraría algún sitio donde cantar, algún lugar donde, anónimo y aturdido por la bebida, cantaría hasta conseguir olvidarse de todo.
Aquella tarde había abandonado San Marco con un sentimiento de desesperación.
Las muchas procesiones de su infancia le volvieron a la memoria, su padre caminando detrás del palio del dux, el olor del incienso, oleadas interminables y translúcidas de cantos etéreos.
Después había ido con su prima Catrina a visitar a su hermana Francesca al convento donde ella viviría hasta que se convirtiera en su esposa. Luego, de vuelta a casa, bajo la lluvia incesante, para quedarse a solas con Catrina.
No tenían intención de hacer el amor, aquella mujer era mayor que su madre, pero lo habían hecho. La habitación estaba caldeada, inundada por la luz procedente del fuego de la chimenea y por su perfume. Ella se había maravillado ante su destreza y el vigor de sus embestidas, y le ofreció su cuerpo, tan exuberante y pleno como él siempre lo había imaginado. Después, lo recorrió una terrible sensación de vergüenza y todo el esquema de su vida se tambaleó bajo el peso de la consternación.
—Pero ¿por qué te comportas así? —le había preguntado ella. Tenía que poner fin a aquellas noches. Nunca hasta entonces había sido tan importante que su conducta fuera ejemplar. Extraña lección, había comentado él en voz baja, entre fragantes almohadas—. ¿Cómo puede anularte de ese modo su malicia? —había insistido Catrina.
No supo qué contestar. ¿Qué podía decir? ¿Por qué no me dijisteis que ella era la chica? ¿Por que nadie me lo advirtió?
Pero Tonio no podía hablar porque cada día que pasaba sentía crecer en su interior un miedo tan intenso que le resultaba demasiado doloroso expresarlo con claridad incluso para sí mismo, no digamos ya a los demás. Se apartó de Catrina.
—Muy bien, trovador mío —había susurrado ella—. Canta mientras puedas, otros jóvenes se comportan mucho peor. Lo toleraremos durante un tiempo. Por absurdo que parezca, resulta inofensivo. —Luego, acariciándolo con suavidad entre las piernas, añadió—. Dios sabe que te queda poco para disfrutar de ese maravilloso don.
Una voz en la iglesia vacía resonó en las paredes doradas y su
eco
regresó a Tonio para burlarse de él.
Había vuelto a casa. ¿Para qué? ¿Para enterarse por Lena de que su hermano había despedido a Alessandro alegando que sus servicios como preceptor de Tonio habían sido sólo una contingencia? Alessandro se había marchado. Por otra parte, su madre resultaba inaccesible, oculta tras las puertas de sus aposentos.
Justo en ese instante en que estaba solo, sentado ante la mesa del comedor en la que no había cenado durante meses, ni siquiera se movió cuando oyó ruido de pasos en aquella gran casa tenebrosa y vacía, pasos que entraban en aquella estancia, y el estrépito de las gruesas puertas al cerrarse, primero un par, después el otro.
¿No había cambiado la luz?
No puedo evitarlo indefinidamente.
El cielo se estaba oscureciendo. Desde donde estaba sentado, veía el margen más alejado de las aguas. Mantuvo la vista allí clavada aunque le pareció que se le habían acercado dos figuras. Casi con desespero apuró el vino de su copa de plata. Aquello era una auténtica agonía.
Una mano volvió a llenarle la copa.
—Déjanos solos —ordenó su hermano.
Hablaba con el criado que había dejado de nuevo la botella sobre la mesa y se marchaba arrastrando levemente los pies sobre el suelo de piedra. Sonaba como el correteo de una rata por un pasillo polvoriento.
Tonio se volvió despacio para contemplar las dos figuras. Ah, sí, es ella, ha venido con él. Las velas lo deslumbraron. Alzó la mano para protegerse los ojos, y entonces confirmó su primera impresión: el rostro de su madre estaba abotargado y enrojecido.
Su hermano parecía por completo fuera de sí, como si alguna disputa lo hubiese sacado de sus casillas. Cuando se inclinó y apoyó las manos sobre la mesa, delante de Tonio, el joven pensó por primera vez: «¡Te desprecio! ¡Sí, de veras, te desprecio!».
No hubo ninguna sonrisa, ningún fingimiento. Su expresión se había agudizado como iluminada por una nueva percepción.
Tonio alzó la copa de plata, se llevó el borde a los labios y notó el tacto de la pequeña piedra preciosa que la adornaba. Sus ojos volvieron a posarse en el agua, en el último brillo plateado del cielo.
—Díselo —ordenó su hermano.
Tonio alzó la vista lentamente.
Su madre miraba a Carlo con una cólera contenida.
—¡Díselo! —exigió Carlo. Ella se volvió para salir de la habitación, pero Carlo fue más rápido y la cogió por la muñeca—. Díselo.
Ella sacudió la cabeza. Miraba a Carlo con incredulidad, le costaba creer lo que estaba sucediendo.
Tonio se levantó despacio para contemplarla sin que le molestara el resplandor de las velas, para ver cómo su rostro se colmaba lentamente de ira.
—¡Díselo ahora, en mi presencia! —bramó Carlo, enfurecido.
Contagiada por esa misma furia, ella gritó:
—¡No pienso hacerlo, ni ahora ni nunca! —Se echó a temblar. Su rostro se contraía como el de un bebé. Carlo la agarró de repente con ambas manos y empezó a zarandearla.
Tonio no se movió.
Sabía que si lo hacía le resultaría muy difícil dominarse. Y que su madre pertenecía a aquel hombre era un hecho fuera ya de toda duda.
Carlo se había detenido.
Marianna se cubrió los oídos con las manos. Entonces miró a Carlo de nuevo y esbozó un «no» con los labios, el rostro tan contraído que resultaba casi irreconocible.
Pareció que de Carlo iba a surgir otra vez aquel alarido, aquel escalofriante gemido más propio de un hombre que se lamentaba de una muerte que nunca ha podido aceptar, y con toda la fuerza de su mano derecha la golpeó.
Ella cayó varios pasos hacia atrás.
—Si vuelves a pegarle, Carlo, lo resolveremos entre nosotros de una vez por todas —advirtió Tonio.
Era la primera vez que Tonio lo tuteaba, aunque resultaba imposible saber si Carlo se había dado cuenta.
Mantuvo la mirada fija delante de él. No parecía oír el llanto de Marianna, cuyos temblores eran cada vez más violentos hasta que de repente, se puso a gritar.
—¡No lo haré, no me obligaréis a elegir entre los dos!
—¡Dile la verdad, ante Dios y ante mí! —bramó Carlo.
—¡Basta! —intervino Tonio—. Deja de torturarla. Está tan indefensa como yo. Aunque me diga que tú eres su amante, eso no cambiará en absoluto las cosas.
Tonio la miró. No soportaba verla sufrir de aquel modo. Aquel sufrimiento era infinitamente mayor que todos aquellos años de espantosa soledad.
Deseaba poder decirle de algún modo, en silencio, con la mirada, con el tono de su voz, que la quería. Que en esos instantes no esperaba nada más de ella.
Desvió la mirada, y de nuevo la posó en el hombre que se había vuelto hacia él.
—Es inútil —dijo Tonio—. Ni siquiera por vosotros dos puedo oponerme a la voluntad de mi padre.
—¿Tu padre? —musitó Carlo—. ¡Tu padre! —Escupió las palabras, casi presa de la histeria—. ¡Mírame, Marc Antonio, mírame bien! ¡Yo soy tu padre!
Tonio cerró los ojos.
Pero la voz subió de volumen, se hizo más aguda, a punto de quebrarse.
—Cuando ella llegó a esta casa ya te llevaba en sus entrañas, ¡tú eres el fruto de mi amor por ella! Yo soy tu padre, aquí me tienes. Y mientras tanto, mi hijo bastardo ocupa mi lugar. ¿Me oyes? ¿Me oye Dios? Tú eres mi hijo y te han situado por encima de mí. ¡Eso es lo que debía confesarte ella!
Se detuvo, la voz se le quedó en la garganta.
Cuando Tonio abrió los ojos, a través del brillo de las lágrimas vio que el rostro de Carlo era una máscara de dolor, y que Marianna estaba junto a él, alzando sus frenéticas manos para obligarle a guardar silencio. Carlo la apartó con un fuerte empujón.
—¡Me arrebató la esposa! —gritó Carlo—. ¡Me arrebató a mi hijo, me arrebató esta casa, me robó Venecia y la juventud, y te aseguro que no se volverá a salir con la suya! ¡Mírame, Tonio, mírame! ¡Cédeme tus derechos! ¡O, que Dios me ampare, no seré responsable de lo que te ocurra!
Tonio se estremeció.
Aquellas palabras lo golpearon físicamente y, sin embargo, se desvanecieron tan deprisa que apenas recordaba su sonido, su significado literal. Era sólo un incesante y callado martilleo.
A su alrededor, en aquella habitación, parecía acumularse una tristeza creciente. Como una gran nube que hiciera acopio de su impulso letal y lo envolviera, para alejarlos, esconderlos finalmente. Una nube que lo dejó solo en aquel tenebroso lugar, mientras contemplaba en silencio las luces imprecisas que avanzaban despacio por aquella corriente invisible de agua que discurría bajo las ventanas.
Lo sabía. Lo supo la primera vez que aquel hombre lo abrazó, una certeza que lo acosó en sus peores pesadillas. Lo había sabido cuando su madre corrió por aquella habitación en penumbra susurrando «Cierra las puertas, cierra las puertas». Sí, lo sabía.
Sin embargo, siempre tuvo la esperanza de que no fuese cierto, de que se tratara de un miedo sin fundamento, una asociación estúpida más producto de la imaginación que de hechos probados.
Pero era verdad. Andrea también lo sabía.
No importaba qué decisión tomara. No importaba que diera media vuelta para marcharse o que dijera algo. Carecía de voluntad y poder de decisión. No importaba que desde algún lugar alguien pusiera voz a aquella tristeza. Era el llanto de su madre.
—Te lo advierto, hazme caso —musitó Carlo.
Entonces, tenuemente, Carlo volvió a materializarse ante él.
—¿Me lo adviertes? —preguntó Tonio tras un suspiro. Mi padre, ¿este hombre? ¿Mi padre?—. ¿Es eso una amenaza de muerte? —susurró Tonio. Irguió los hombros y lo miró de frente—. ¡Tu primer consejo para que nos reconciliemos como padre e hijo!
—¡Hazme caso! —gritó Carlo—. ¡Di que no puedes casarte. Di que te ordenarás sacerdote. Di que los médicos te han encontrado una malformación, no me importa. Pero dilo, y cédemelo!
—Eso son mentiras —replicó Tonio—. No puedo mentir. —Estaba tan fatigado. Mi padre. Ese pensamiento destruía toda razón y en algún lugar, lejos, fuera de su alcance se hallaba Andrea, retrocediendo hacia el caos. Conoció la más terrible y amarga de las decepciones: saber que no era hijo de Andrea, sino de ese hombre frenético y desesperado que tenía delante, que le imploraba.
—Yo no soy tu bastardo —consiguió mascullar Tonio. Resultaba muy doloroso pronunciar aquellas palabras—. Nací hijo de Andrea bajo este techo y ante la ley. No puedo hacer nada por cambiarlo, aunque divulgues tus infamias de un extremo al otro del Véneto. ¡Soy Marc Antonio Treschi, Andrea me dio este lugar, y no voy a propiciar su maldición desde el cielo ni la maldición de quienes nos rodean y no saben ni la mitad de lo ocurrido!
—¡Te enfrentas a tu padre! —vociferó Carlo—. ¡Estás propiciando mi maldición!
—¡Que así sea, entonces! —Tonio elevó la voz. Quedarse allí, continuar con aquello, plantar cara de una vez por todas era la batalla más grande que había emprendido en su vida—. No puedo ir en contra de esta casa, de esta familia, y del hombre que, sabiéndolo todo, decidió fraguar el destino de nosotros dos.
—¡Oh, qué lealtad! —Carlo soltó un suspiro y se estremeció, los labios tensos en una sonrisa—. ¡Por más que me odies, por más que quieras destruirme, nunca irás en contra de esta casa!