—No os vayáis, excelencia —le suplicó ella.
—Querida mía —dijo él, tras ponerle unas monedas de oro en las manos y cerrarle los dedos sobre ellas—. Espérame mañana por la noche, después del atardecer. —Le pasó la falda por la cabeza, le puso la blusa suave y arrugada y le abrochó el chaleco, observando con un último resabio de placer el modo en que se le pegaba al cuerpo y lo envolvía.
Los cantantes habían llegado casi al canal; era Ernestino… ¿Cuántas veces había oído pronunciar ese nombre al pie de la ventana? El
basso
era Pietro, de voz ligera, sin densidad, un sonido puro pese a su profundidad, y aquella noche el violinista era Felix.
Cuando el bote se alejó de él a toda prisa bajo el puente cercano y desapareció en la oscuridad, Tonio deseó por un momento haber estado borracho como para tener el valor de comprar una jarra de vino en la
piazza
. Arrimado a la pared se encaminó hacia la calle; las piedras eran tan resbaladizas que podía haber caído fácilmente al agua.
¿Cómo eran? Había visto tan poco de ellos en la oscuridad… ¿Los reconocería?
A la luz de una puerta abierta, vislumbró de inmediato la pequeña orquesta. El más grande, corpulento, barbudo, con burda vestimenta era Ernestino, y cantaba una serenata a una mujer de brazos gruesos que estaba repanchigada en el escalón y se reía de él con dulzura. El violinista cabriolaba y enarbolaba el arco con furia. La música era penetrante y dulce.
De pronto Tonio elevó la voz, una octava más alta que la de Ernestino, y cantó las mismas frases en un dúo perfecto. La voz de Ernestino se hinchó, Tonio advirtió el cambio en su expresión.
—¡Ah, no es posible! —gritó—. Es mi serafín, es mi príncipe del
palazzo
Treschi. —Abrió los brazos, cogió a Tonio y lo levantó del suelo—. Pero, excelencia, ¿qué hacéis aquí?
—Quiero cantar contigo —respondió Tonio. Tomó la jarra de vino que le ofrecía. Al llevársela a la boca, se le derramó por la barbilla—. Quiero cantar contigo, vayas donde vayas.
Echó la cabeza hacia atrás. La lluvia le aguijoneaba los párpados y cantó en una infinita ascensión de notas, una coloratura pura y magnífica. Oyó el eco de las voces que parecían ascender hasta el límite mismo del cielo, y en la angosta oscuridad las luces centelleaban, describiendo las formas de diminutas ventanas. La voz más profunda de Ernestino ascendió siguiendo a la de Tonio, la sostuvo y luego descendió para que Tonio la elevara, esperando de nuevo en la última frase para cantarla juntos en arrebatadora armonía.
Una voz gritó un fuerte «bravo» y se produjeron suaves estallidos de alabanzas que procedían de las paredes mismas y que callaron de una forma tan repentina como habían empezado. Cuando las monedas chocaron contra las piedras mojadas, Felix se agachó para cogerlas.
Vagaron cantando juntos por muelles agitados por el viento hasta el amanecer, recorrieron cogidos del brazo la telaraña de calles. A veces los muros estaban tan pegados que se veían obligados a desfilar de uno en uno, pero sus voces adquirieron una dimensión sobrenatural. Tonio se sabía sus canciones favoritas; les enseñó otras. Una y otra vez cogió la jarra, y cuando se vaciaba compraba otra.
A su paso se abrían lisonjeras ventanas, y de vez en cuando se detenían a cantar una serenata a alguna difusa figura. Se paraban detrás de los
palazzi
, alejando a los caballeros y las elegantes damas de las sobremesas y los juegos de azar. A Tonio el pulso le latía en las sienes, sus audaces pies patinaban en las piedras resbaladizas, pero le parecía que su voz nunca había conocido un poder tan desenfrenado. Ernestino y Pietro estaban a su entera disposición, y cada vez que las fuerzas le flaqueaban, lo tentaban a lanzarse a mayores hazañas, aplaudiéndole tanto las notas penetrantes y altas como las subidas largas y tiernas a medida que sus canciones se volvían más lentas y se revestían de una dulce y acariciadora tristeza. Recordó que había cantado meciéndose, con las manos dobladas sobre el pecho; Ernestino lo incitaba a cantar una nana en una noche sin nombre ni final, donde la luna se liberaba de vez en cuando de las densas nubes para mostrar la lluvia que caía en una silenciosa cascada.
Melancolía, qué emoción tan cautivadora. Uno podía casi convencerse de la rima y motivo de la angustia.
Era de día.
El suelo de la
piazza
estaba cubierto de inmundicia; bajo las arcadas se alzaban voces airadas, pequeños grupos de enmascarados bailaban tomados del brazo, todo un regimiento vestido de negro con rostros de calavera, y la gran iglesia, resplandeciente y vibrante en la lluvia de la mañana, parecía pintada en un lienzo de seda colgado del cielo.
La cara de Bettina estaba hinchada por el sueño, se recogió el cabello y se apresuró para ir a recibirle.
Le preparó pan y mantequilla y un fuerte café turco. Le puso la servilleta en el regazo y como no alzaba la cabeza, ella se la sostuvo en alto.
Él recorrió con el dedo la pálida piel de su garganta y le preguntó:
—¿Me quieres?
Pasó una semana antes de que Tonio se atreviera a acercarse a los aposentos de su madre, sólo para que le dijeran que había salido a la iglesia, lo cual significaba que estaba durmiendo.
La siguiente vez que lo intentó, se había ido del
palazzo
Lisani.
Nunca estaba allí cuando iba a verla.
A la quinta mañana, soltó una carcajada ante la puerta.
Había vuelto a recaer en un silencio inanimado en el que no podía ni quería acosarla.
Por más que le doliera la cabeza por falta de sueño, se lavaba, engullía el desayuno y se dirigía a la biblioteca.
Catrina Lisani fue a verlo para comunicarle que Carlo, con una cuantiosa fortuna adquirida en Oriente, había pagado todas las deudas de la propiedad, que no eran pocas, y que tenía intención de restaurar la vieja villa Treschi junto al Brenta.
Tonio estaba tan cansado tras serenatas que duraban toda la noche, que apenas le prestó atención.
—Se está comportando, ¿no te parece? —preguntó ella—. Está cumpliendo con su deber. Tu padre no podría haber deseado nada mejor.
Mientras tanto, Carlo iba a todas partes acompañado de tres fornidos y taciturnos guardaespaldas que rondaban por la casa, intentando confundirse con las sombras. Lo seguían cada mañana cuando con sus túnicas patricias recién adquiridas iba a hacer sus reverencias a los senadores y consejeros en el Broglio.
Se estaba congraciando con todo el mundo y eso significaba, obviamente, que pretendía regresar a la vida civil.
Después de sus correrías nocturnas, Tonio tomó la costumbre de acudir a la
piazetta
cada mañana, y allí observaba de lejos a su hermano. Sólo podía imaginar el contenido de aquellas conversaciones vehementes; apretones de manos, reverencias, alguna risa discreta. Aparecía Marcello Lisani, juntos caminaban arriba y abajo, arriba y abajo, confundiéndose con el gentío, contra una lontananza de mástiles de barco y el brillo empañado del mar.
Cuando tenía la certeza de que Carlo estaría fuera mucho rato, Tonio volvía por fin a la casa y recorría el interminable pasillo enlosado que conducía a los aposentos de su madre. Nunca respondía a su llamada. Las excusas de siempre.
Catrina no tardó en averiguar el secreto de Tonio. Vivía esperando el momento en que la oscuridad envolviera la casa, cayendo de repente del cielo invernal. Entonces salía. Y aguardaba en la calle a que Ernestino y la banda fueran a buscarlo.
—Así que tú eres el cantante del que todo el mundo habla. —Catrina estaba destrozada—. No puedes seguir así, Tonio, hazme caso. No debes permitir que la malicia de Carlo te corroa.
«¿Por qué no me lo dijiste?», pensó; no obstante permaneció en silencio. Sus preceptores lo regañaron, él desvió la mirada. El rostro de Alessandro tenía la marca inconfundible del miedo.
Casi había anochecido. No podía soportarlo más. La casa tenía un aspecto melancólico y se mostraba reticente a ser invadida por el suave crepúsculo primaveral. Apoyado contra la puerta de su madre, al principio notó que las fuerzas lo abandonaban. Luego, consumido por la rabia, forzó la doble puerta hasta que el cierre saltó de la madera y se encontró escudriñando sus estancias vacías.
Durante un segundo le resultó imposible distinguir nada en las sombras, ni siquiera los objetos más familiares. Luego fue vislumbrando a su madre inmóvil, sentada ante el tocador.
A retazos se desprendía un poco de luz de sus peines y cepillos de plata cuyo brillo se unía al resplandor de las perlas de su garganta, y Tonio advirtió también que en aquella solitaria oscuridad no iba vestida de luto, sino que se había puesto una prenda de un color exuberante e intenso, adornada con pequeñas joyas que, como puntos de luz, centellearon y desaparecieron cuando movió las manos para taparse la cara.
—¿Por qué has roto la puerta?
—¿Por qué no respondes a mis llamadas?
Distinguió sus níveos dedos entre el cabello, y le pareció que cruzaba los brazos sobre el pecho e inclinaba la cabeza hacia delante con abatimiento. Vio su nuca blanca y los cabellos que se separaban y le caían sobre el rostro formando un velo.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó de repente.
—¿Qué pienso hacer? ¿Qué puedo hacer? —preguntó él, irritado—. ¿Por qué me lo preguntas? Pregúntaselo a mis tutores. Pregúntaselo a los abogados de mi padre. No está en mis manos, nunca lo ha estado. Pero y tú, ¿qué piensas hacer tú?
—¿Qué quieres de mí? —susurró ella.
—¿Por qué no me lo contaste? —Se acercó a su rostro, con los labios fruncidos en una mueca—. ¿Por qué? ¿Por qué he tenido que oír de sus labios que cuando eras una muchacha, tú y él…?
—¡Calla, por el amor de Dios, calla! —gritó ella—. ¡Cierra las puertas, cierra las puertas!
De repente se levantó, pasó corriendo junto a él, cerró las puertas que él había forzado y luego se dirigió a las ventanas y echó las gruesas cortinas de terciopelo. Ambos quedaron envueltos por completo en la oscuridad.
—¿Por qué me torturas? —imploró ella—. ¿Qué tengo que ver yo con vuestra rivalidad? ¡Tonio, por el amor de Dios, me he pasado media vida en esta casa leyéndote cuentos! Yo entonces era una niña, no era mayor de lo que tú eres ahora. ¡No sabía nada del mundo y por eso cuando fue a buscarme me marché con él!
»Pero decírtelo… ¿cómo iba a confesártelo? Después de que Carlo fuera exiliado, su excelencia podía haberme encerrado de nuevo en la Pietá o en otro sitio peor, donde hubiera permanecido hasta el fin de mis días. Había perdido el honor, no me quedaba nada, pero él me trajo aquí, se casó conmigo y me dio su apellido. Cielo santo, durante quince años he intentado ser la
signora
Treschi, tu madre, lo que él quería que fuera. Pero decírtelo, ¿cómo iba a decírtelo? ¡Por el amor de Dios, le supliqué a Carlo que no te lo dijera! Tonio, salvo esas pocas noches con él cuando era una niña, he vivido como una monja en el claustro, y ¿qué he hecho para merecer esa vocación piadosa? ¿Acaso ves en mí la cara y el cuerpo de una santa? Soy una mujer, Tonio.
—Pero,
mamma
, tú y él, aquí bajo el techo de mi padre…
Sintió las manos de ella antes de oír el movimiento. Intentaba con torpeza taparle la boca, los ojos, aunque no podía ver absolutamente nada. Posó los cálidos y temblorosos dedos en sus párpados, apoyó la frente lisa en sus labios y sintió el cuerpo agitarse contra el suyo.
—Por favor, Tonio. —Sollozaba en voz baja—. No importa lo que haga con él ahora, yo no puedo hacer nada para evitar esa rivalidad. Tú no tienes ningún poder, tampoco yo. Oh, por favor, por favor…
—Ayúdame, madre —susurró—. El pasado no importa, ahora tienes que ayudarme, soy tu hijo. Madre, te necesito.
—Yo estoy contigo, pero no tengo ningún poder, nunca lo he tenido.
Sintió la cabeza de ella apoyada en su tórax y sus pechos irguiéndose suavemente. Alzó la mano derecha, encontró sus sedosos cabellos y los acarició.
—Esto tiene que terminar —musitó.
Al acabar el mes, Carlo fue vencido en su primera elección. Los miembros más antiguos del Gran Consejo hablaron de destinarlo de nuevo al extranjero. Sus jóvenes seguidores se opusieron.
Finalmente, las largas cláusulas del testamento de Andrea fueron claramente descifradas.
Después de las tajantes advertencias de que su hijo mayor no debía casarse, había establecido una rigurosa disposición que no podía romperse: Andrea había vinculado sus propiedades, lo cual significaba que nunca podrían dividirse o venderse. Sólo los hijos de Marc Antonio Treschi podrían heredarlas, por lo que, a pesar de las aspiraciones de Carlo, el futuro de la familia estaba en manos de Tonio.
Los herederos de Carlo sólo serían reconocidos si Tonio moría sin descendencia o resultaba incapaz de engendrar hijos.
Pero Carlo no reaccionó de manera violenta o vergonzosa. Asesorado por los amigos más viejos de su padre, quienes lo convencieron de que sería un escándalo desafiar los designios de su fallecido progenitor, pareció acatarlos. Continuó invirtiendo dinero en la casa y subió el sueldo a los preceptores de su hermano.
Aceptó todas y cada una de las humildes tareas que le confió el estado, decidido a complacer a la ciudadanía ilustre, y enseguida se convirtió en el patricio modelo.
Lo que algunos no sabían, otros se lo dijeron: alcanzar un puesto de importancia en la República costaba dinero, el dinero que convertiría a los hijos en candidatos para cargos futuros, y de los Treschi, irónicamente, era Carlo quien lo tenía. De ese modo, aquellos que anhelaban un puesto de influencia empezaron a acudir a él. Era un proceso político lógico.
Por otro lado, el hombre disfrutaba al máximo. No hacía nada indecoroso, sino que visitaba a todo el mundo, aceptaba todas las invitaciones, se dedicaba a los juegos de azar cuando tenía tiempo y frecuentaba los teatros para que toda Venecia supiera que era digno hijo de su ciudad natal.
Tonio nunca estaba en casa. Dormía a menudo con Bettina en una habitación encima de la pequeña taberna que el padre de ésta regentaba no lejos de la
piazza
. En dos ocasiones, sus primos, los Lisani, le llamaron al orden por su conducta, amenazándolo con la ira del Consejo de los Diez si no empezaba a comportarse como un patricio.
Su vida transcurría entre los canales y los brazos de Bettina.
Así que cuando las campanas repicaron el domingo de Pascua, la voz de Tonio era ya una leyenda en las calles de Venecia.