Se sintió invadido de nuevo por la náusea.
—Tú… —gritó con el cuerpo tembloroso—, tú que me tienes preso aquí, tú que me juzgas. ¿Es a esto a lo que has venido? ¿A juzgarme? Tú, el mimado. —Rió, con aquella risa que brotaba de nuevo, una risa grave, profunda y seca que parecía llevarse consigo las palabras—. El elegido de mi padre, el cantante, sí, el gran cantante, la celebridad de Roma, siempre rodeado de mujeres que arrojan flores a su carruaje, y la realeza que lo recibe, Tonio, con su bolsa rebosando de oro, y el cardenal Calvino, idolatrándolo y satisfaciéndole todos los deseos…
En el rostro de Tonio brilló un breve centelleo de intensa emoción.
—Sí, sí. —Rió con esa risa seca y grave—. ¿Crees que no sé el execrable destino al que de manera tan precipitada e impulsiva te condené? ¿Crees que no he oído hablar de tus amantes, tus devotos seguidores, tus amigos? ¿Hay alguna puerta que no se te haya abierto? ¿Algo que desearas y que te haya sido negado? Eunuco. Dios del cielo, ¿qué te cortaron para que hayas puesto un asedio a todas las camas de Roma tan fiero como el de las hordas bárbaras?
»Y vuelves aquí, rico, joven, bendecido por los dioses; en tu monstruosidad llegas a seducir a tu propio padre, y ahora pretendes juzgarme. ¡Preguntarme el por qué de mis acciones!
Descansó y sus dedos intentaron en vano secarse los labios. Aún quedaba un trago de coñac en la copa y la apuró.
—Dime. —Se inclinó de nuevo hacia delante, con la cabeza que le colgaba hacia un lado—. ¿Renunciarías a todo eso si te devolvieran lo que te quitaron? ¿Renunciarías a todo eso por la vida que yo he vivido desde entonces? —Contempló a Tonio con mirada desenfocada—. Piensa antes de contestar. ¿Tengo que contarte cómo ha sido? Con mi esposa llorando sin cesar por su hijo perdido, y tu prima, tu querida prima Catrina, una auténtica arpía, clavándome las garras cada vez más hondo, acechando el más leve desliz. Y esos viejos senadores e inquisidores, sus partidarios, buitres, ¡eso es lo que son, vigilándome por el rabillo del ojo!
»No, ahora estoy hablando de Venecia, de la vida de deberes y obligaciones que te robé con tanta crueldad, Tonio, el cantante, Tonio, la celebridad, Tonio, el
castrati
. Escúchame.
Suavizó el tono de voz como si fuese a confiar un secreto, sus palabras eran febriles.
—Para empezar, un gran
palazzo
enmohecido, que devora mi fortuna debido a sus infinitas habitaciones, paredes que se desmoronan, cimientos podridos, como una esponja de mar gigante que te chupa todo lo que le das y siempre quiere más; a fin de cuentas un emblema más de la república, de ese gran gobierno que todos los días de tu vida te cita en los Oficios del Estado, y allí tienes que hacer reverencias, sonreír, regatear, mentir, suplicar y presidir el incesante e interminable parloteo cacofónico que constituye el día a día de esta orgullosa ciudad sin imperio, sin destino, sin esperanza. Inquisidores del estado y espías y rúbricas y tradición y pompa hasta el paroxismo, y con el dinero de tu bolsillo pagas cada espectáculo, día festivo, aniversario, celebración y nueva extravagancia.
»Y después de eso, cuando finalmente te ves libre de esas pesadas túnicas, y de murmurar sandeces, con los pies llagados y los músculos de la cara doloridos de tanto disimular, entonces, cuando por fin eres libre para perder tu dinero por enésima vez en el Ridotto, o dormir con la misma cortesana o la misma tabernera o la misma adúltera con la que te has peleado siete veces la semana anterior, los espías del estado se pegan a tus talones, tus enemigos siempre juzgándote, tu conducta siempre examinada con rigor, y entonces ya cansado de todo ello, harto, desbordado, te vuelves y miras a tu alrededor, de un extremo a otro de esta estrecha isla, adviertes que a la mañana siguiente todo empezará otra vez. ¡Y has venido a juzgarme!
»¿Quieres recuperarlo? ¿Lo quieres a cambio de la ópera, lo quieres a cambio de tu muchachita inglesa de la Piazza di Spagna, quieres renunciar a esa voz incomparable que te ha convertido en un dios entre los hombres, para poder volver aquí y no ser más que uno de los mil nobles codiciosos que luchan denodadamente por los pocos cargos costosos y rutinarios de esta república que se ha reducido a las paredes que rodean la
piazza
?
Estalló en una risa grave, con ímpetu propio, reconfortante como las palabras, un desbordamiento que no podía controlarse.
—Quédate con esa casa maldita y hedionda. Quédate con ese gobierno maldito y hediondo. Quédatelo todo y…
Titubeó.
Calló.
Miró al frente y por un momento le pareció que su mente se vaciaba, y el impulso de energía que lo había animado se había disipado, dejándolo débil y exhausto.
Su mente intentaba comprender algo, pero no sabía qué.
Salvo que en todo aquello había un hilo conductor. Y que si cogía el hilo y lo seguía hacia atrás en el laberinto de sus desvaríos, a buen seguro llegaría de nuevo a la
piazza
, bajo la lluvia, y a ese momento, a ese momento sublime en el que las gaviotas alzaban el vuelo y los estandartes ondeaban al viento. Vio aquella tristeza radiante, cabal y completa, a una gran distancia de él, y ese momento en el que había experimentado resignación y esperanza y cierta gratitud gloriosa porque durante un instante todo había cobrado sentido. Si Tonio estuviera muerto, muerto y enterrado, entonces él podría respirar.
Carlo miró a su hijo. Le parecía que llevaban una eternidad juntos en aquella habitación.
Las velas chisporroteaban y el fuego casi se había extinguido; sin embargo el aire seguía siendo tan caliente como una sustancia dañina, y la cabeza, cómo le dolía la cabeza.
No obstante algo iba mal.
Algo en su mente iba terriblemente mal, Algo fallaba, porque todas aquellas excusas no eran simples mentiras, no eran subterfugios para ganar tiempo a fin de que llegaran sus hombres. Aquello era algo que lo consumía, algo que tenía la fuerza y el brillo de la verdad. Ojalá no hubiera sido verdad, ojalá lo que había estado describiendo no hubiera sido su vida…
Tonio tenía el rostro contraído, aquella belleza juvenil no tanto borrada como transformada en algo más exuberante y complejo que la inocencia, un alma ardiendo dentro de la hechicera, la seductora.
Pero a Carlo todo aquello había dejado de importarle.
Miraba el caos en que se había convertido su mente. Y el horror que lo acechaba, el horror que había saboreado en la
piazza
, el horror que él había conjurado, algo que subía en espiral desde su boca como un grito seco.
Desesperado, quiso explicar algo, algo que nunca había sido comprendido. ¿Cuándo había querido él asesinar, castrar? ¿Cuándo había querido siquiera luchar como se había visto obligado a hacer?
El silencio de Tonio lo consumía. Su inmovilidad lo aterrorizaba, y entonces, como si con su silencio no hubiese conseguido retrasarlo por más tiempo, vio que Tonio se levantaba.
Miró los brazos largos y delgados que cogían esos atuendos negros, el corpiño, las faldas, la peluca sembrada de perlas diminutas.
Y mientras lo observaba horrorizado, Tonio lo tiró todo al hogar donde se consumían las últimas ascuas.
Una llama se elevó ante las ennegrecidas baldosas mientras Tonio movía el fuego con el atizador, y el gran hueco de la peluca se llenaba de humo.
Sus perlas brillaron en la luz, y entonces empezó a desintegrarse, al tiempo que en ella surgían pequeñas llamas. Mientras se encogía, emitió un crujido, como una boca comprimida por ambos lados. Y el tafetán negro que había debajo ardió con una gran llamarada.
—Pero ¿por qué quemas todo eso? —se oyó preguntar Carlo. Se lamió de nuevo los labios secos. La botella estaba vacía, la copa estaba vacía…
En toda su vida no había conocido el temor que sentía en aquellos momentos. Tenía que decir algo, tenía que comenzar otra vez, debía encontrar alguna manera de demorar el final. Retrasarlo hasta que sus hombres lo encontraran, pero no podía librarse de aquel miedo…
—Me impulsaron a hacerlo —susurró con un hilo de voz que sólo oía él mismo—, me impulsaron a hacerlo, a un precio que… ¿qué valor tenía entonces? ¿Qué valor? —Sacudió la cabeza. Aquellas palabras no estaban dirigidas a Tonio, sino a sí mismo.
Sin embargo Tonio lo había oído.
Tonio tenía el atizador en la mano. Su extremo brillaba con un resplandor rojo en la penumbra, y con aquella gracia lenta y felina que lo caracterizaba, se acercó a Carlo, con el atizador pegado al costado.
—Te has dejado una cosa, padre —dijo, y su voz sonó tranquila y fría, parecía estar hablando ceremoniosamente con un amigo—. Me has hablado de una esposa que te decepcionó, del gobierno que te sangra y te oprime, de los espías que te persiguen, de mi prima que siempre te acusa, me has hablado de todo lo que te atormenta y que convierte tu existencia en una letanía de desdichas, pero no me has hablado de tus hijos.
—Mis hijos… —Carlo entornó los ojos.
—Tus hijos —repitió Tonio—, los jóvenes Treschi, mis hermanos. Y ellos ¿qué te hacen, padre? Aun siendo niños, ¿cómo te atormentan? ¿Qué injusticia cometen contigo? ¿No te dejan dormir por las noches con su llanto? ¿Te roban tu bien merecido sueño?
Carlo balbuceó.
—Vamos, padre —prosiguió Tonio en un murmullo—. Si todo lo demás te abruma con obligaciones y esclavitud, a buen seguro ellos se la merecen. Tú, padre, hace cuatro años rompiste la trayectoria de mi vida.
Carlo miró hacia delante. Entonces sacudió la cabeza titubeante, se incorporó, alzó los hombros y clavó los pies en el suelo.
—Mis hijos… —dijo—. ¡Mis hijos… mis hijos crecerán y te perseguirán y me vengarán! —grito.
—No, padre —replicó Tonio. Se volvió y con un simple movimiento tiró el atizador al fuego—. Si mueres aquí —susurró—, tus hijos nunca sabrán qué te ocurrió.
—Eso es una mentira infame. Crecerán deseando tu muerte, esperando el día en que…
—No, padre. Serán criados por los Lisani y nunca les hablarán mucho de nosotros ni de nuestro viejo feudo.
—Mentiras, mentiras… Mis hombres no descansarán hasta…
—Tus hombres huirán de esta ciudad como ratas cuando sepan que no han sido capaces de protegerte.
—Los inquisidores del estado te prenderán y…
—Si supieran que estoy aquí, ya me habrían arrestado —replicó Tonio en voz baja—, y a los ojos de muchos de ellos tú te marchaste de la
piazza
en compañía de una furcia.
Carlo alzó la vista, incapaz de hablar.
—Si mueres aquí, nadie sabrá lo ocurrido, padre. —Tonio suspiró.
Se volvió, cruzó la habitación a grandes pasos y abrió un armario barnizado de oscuro.
Carlo lo observaba petrificado, mientras él, con aquellos gestos sencillos y elegantes sacaba una anticuada levita y se la ponía, y luego una espada que se ciñó en la cadera. Luego se echó una capa sobre los hombros, y se la sujetó al cuello al tiempo que unos grandes pliegues de lana negra caían hasta el suelo.
Aquellos dedos largos alzaron la capucha de la capa y el rostro blanco de Tonio resplandeció bajo el oscuro triángulo de tela.
Carlo se debatió. Su cuerpo se estremecía, apretaba los dientes por el esfuerzo, y con todo su peso intentó volcar la silla hacia atrás. Todo fue en vano.
La figura se acercó, la capa negra ondulaba con el mismo ritmo misterioso de las faldas negras en la
piazza
. Tonio miró la cena abandonada y arrancó el cuchillo del pollo.
Los ojos de Carlo, vidriosos por las lágrimas de ira, no titubearon. Todavía no se había terminado, pero si por un instante pensaba que así era, empezaría a chillar enloquecido, no podía acabar así, no podía acabar con la misma injusticia, y su mente vibraba de odio contra Tonio y de terrible arrepentimiento por no haberlo matado mucho antes.
—¿Sabes lo que siempre pensé que haría cuando llegase este momento? —preguntó Tonio. Alzó el cuchillo ante Carlo y la grasa del pollo brilló en la luz cada vez más tenue.
Carlo se encogió en la silla.
—Siempre pensé que al final decidiría llevarme tus ojos —susurró Tonio alzando el cuchillo despacio—, para que tú, que has amado como yo nunca he podido amar, tú que has engendrado unos hijos que yo nunca podré engendrar, fueras excluido de la vida del mismo modo en que lo fui yo, por más que haya seguido viviendo.
La mirada vidriosa de Carlo se desbordó y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Sin embargo, su boca conspiraba en silencio al tiempo que miraba a Tonio con ira. Y tras hacer acopio de toda su saliva, le escupió.
Los ojos de Tonio se ensancharon.
Con un gesto casi involuntario, se limpió el salivazo con el borde de la capa.
—Eres muy valiente, ¿eh, padre? —dijo Tonio—. Cuánto coraje en un solo hombre… Hace años, me dijiste que yo tenía valor. ¿Lo recuerdas? Pero ¿es el coraje lo que te mueve a desafiarme ahora que tengo sobre ti el poder de la vida y la muerte? ¿Es el coraje el que te dicta que no agaches la cabeza ni por tus hijos, ni por Venecia, ni por la vida misma?
»¿O se trata de algo mucho más brutal que el coraje, mucho más ruin? ¿No son el orgullo y el egoísmo los que te han convertido en un esclavo de tu voluntad desenfrenada, de modo que todo el que se oponga a ella se convierte en tu enemigo mortal, sea cual sea la razón?
Tonio se acercó y su voz era más vehemente.
—¿No fue egoísmo, orgullo, deseo desenfrenado lo que te llevó a sacar a mi madre del convento que la cobijaba para destruirla y hacerle perder la razón cuando hubiese podido tener una docena de pretendientes, y casarse una docena de veces, feliz y contenta? Ella era la mejor de la Pietà, su voz era una leyenda. ¡Pero tú tenías que hacerla tuya, fuera o no fuera tu esposa!
»¿Y no fue egoísmo y orgullo y deseo desenfrenado lo que te llevó a desafiar a tu padre, amenazando con la extinción de una familia que había perdurado un milenio antes de que tú nacieras?
»Y cuando volviste a casa y descubriste que aún se te perseguía por esos delitos, ¿qué otra cosa hiciste sino intentar apoderarte de lo que pudieras presa del orgullo, el egoísmo y la obstinación, aunque eso implicara crueldad, traición y mentiras? “Ríndete a mí”, dijiste, y cuando no accedí, me hiciste capar, me sacaste de mi tierra natal y me separaste de aquellos a los que conocía y amaba. Proscrito de Venecia antes que acusarte, degradado antes que verte castigado y poner mi casa en peligro, y ahora resulta que todo eso por lo que me mutilaste y me agraviaste no eran más que persecuciones, obligaciones, vejaciones.