Comprendía muy bien por qué la gente acudía en tropel a presenciar el espectáculo. Y también comprendía por qué motivo a otras personas les repugnaba la idea de presenciarlo. Pero ella formaba parte del grupo de los curiosos.
—Quizá podríamos alquilar una habitación con vistas al patíbulo —dijo Jay—, es lo que suele hacer mucha gente.
Pero Lizzie pensaba que en tal caso la experiencia no sería tan directa.
—¡Oh, no… yo quiero estar entre la muchedumbre! —dijo.
—Las mujeres de nuestra clase social no lo hacen.
—Pues entonces me disfrazaré de hombre.
Él la miró con expresión dubitativa.
—¡No pongas esta cara, Jay! No pusiste el menor reparo a que yo bajara contigo a la mina vestida de hombre.
—Tratándose de una mujer casada, es distinto.
—Como me digas que todas las aventuras se tienen que terminar por el simple hecho de que estemos casados, huiré por el mar.
—No digas disparates.
Lizzie le miró sonriendo y saltó a la cama.
—No seas un viejo cascarrabias —dijo, brincando arriba y abajo—. Vamos a ver las ejecuciones.
—Muy bien —dijo Jay sin poder reprimir una sonrisa.
—¡Bravo!
Lizzie llevó a cabo rápidamente sus obligaciones cotidianas. Le dijo a la cocinera lo que tendría que comprar para la cena; eligió qué habitaciones deberían limpiar las criadas; le comunicó al mozo que aquel día no saldría a montar; aceptó una invitación para ir a cenar con Jay el miércoles en casa del capitán Marlborough y su mujer; aplazó una cita con una sombrerera y recibió doce baúles con refuerzos de latón para el viaje a Virginia.
Después se puso el disfraz.
La calle conocida con el nombre de Tyburn Street u Oxford Street estaba abarrotada de gente. El patíbulo se levantaba al final de la calle, en la parte exterior de Hyde Park. Las casas con vistas a la horca estaban llenas de acaudalados espectadores que habían alquilado las habitaciones por un día. La gente se apretujaba junto al muro de piedra del parque y los vendedores ambulantes se movían entre la gente, vendiendo salchichas calientes, botellines de ginebra y copias impresas de los discursos pronunciados por los condenados poco antes de morir. Mack tomó a Cora de la mano y se abrió paso entre la gente. A él no le interesaba lo más mínimo ver cómo mataban a la gente, pero ella había insistido en ir. Él sólo deseaba pasar todo su tiempo libre con Cora. Le encantaba tomarla de la mano, besar sus labios siempre que le apetecía y acariciarle el cuerpo en los momentos más impensados. O simplemente mirarla. Le gustaba su actitud despreocupada, su descarada manera de hablar y la pícara expresión de sus ojos. Por eso la había acompañado a presenciar las ejecuciones.
Una de las amigas de Cora iba a ser ahorcada. Se llamaba Dolly Macaroni y era la propietaria de un burdel, pero había sido condenada por falsificación.
—¿Y qué es lo que falsificó? —preguntó Mack mientras se iban acercando poco a poco a la horca.
—Una letra de cambio. Cambió la cantidad de once libras a ochenta.
—¿Y de dónde sacó la letra de cambio por valor de once libras?
—De lord Massey. Dice que él le debía más.
—La hubieran tenido que deportar, no ahorcar.
—A los falsificadores los ahorcan casi siempre.
Se encontraban a unos veinte metros de distancia del patíbulo y ya no podían acercarse más. El patíbulo era una tosca estructura de madera formada simplemente por tres palos, uno de ellos transversal. De éste colgaban cinco cuerdas con unos lazos corredizos en los extremos, listos para recibir a los condenados. Un capellán permanecía de pie a escasa distancia en compañía de un grupo de hombres que debían de ser funcionarios judiciales. Unos soldados armados con mosquetes mantenían al público a raya.
Poco a poco Mack oyó un rugido procedente del fondo de Tyburn Street.
—¿Qué es eso? —le preguntó a Cora.
—Ya vienen.
Encabezaba la marcha una patrulla montada de la policía, a cuyo frente iba un personaje que debía de ser el Alguacil Municipal. Después venía la carreta, un carro de cuatro ruedas tirado por dos caballos. Le seguían unos guardias a pie, armados con porras. Cerraba la marcha una compañía de lanceros con sus afiladas armas rígidamente enhiestas.
En el carro, sentadas sobre una especie de ataúdes, con las manos y los brazos atados con cuerdas, había cinco personas: tres hombres, un muchacho de unos quince años y una mujer.
—Esa es Dolly —dijo Cora, rompiendo a llorar.
Mack contempló con horrorizada fascinación a los cinco que iban a morir. Uno de los hombres estaba embriagado. Los otros miraban a su alrededor con expresión desafiante. Dolly rezaba en voz alta y el chico lloraba.
La carreta se acercó al patíbulo. El borracho saludó con la mano a unos amigos de siniestro aspecto que se encontraban en primera fila y estaban haciendo comentarios procaces:
—¡Qué bueno eres!
—¡Pruébate el collar a ver qué tal te sienta!
—¡Qué amable ha sido el alguacil al invitarte!
—¡Espero que ya hayas aprendido a bailar!
Dolly pedía perdón a Dios en voz alta y el niño decía llorando:
—¡Sálvame, mamá, por favor, sálvame!
Un grupo de personas situadas en primera fila saludó a los dos hombres que estaban serenos.
Al cabo de un rato, Mack las identificó como irlandesas por su marcado acento. Uno de los condenados gritó:
—¡No dejéis que se me lleven los médicos, chicos!
Sus amigos asintieron ruidosamente.
—¿De qué están hablando? —le preguntó Mack a Cora.
—Debe de ser un asesino. Los cuerpos de los asesinos pertenecen a la Compañía de Cirujanos. Los cortan para ver lo que hay dentro.
Mack se estremeció al oírla.
El verdugo subió a la carreta. Uno a uno fue colocando los lazos corredizos alrededor de los cuellos y los ajustó. Ninguno de los condenados forcejeó, protestó o trató de escapar. Hubiera sido inútil, pues estaban rodeados de guardias, pero Mack pensó que él lo hubiera intentado de todos modos.
El sacerdote, un hombre calvo enfundado en unas vestiduras llenas de lamparones, subió a la carreta y habló con cada uno de los condenados por separado: sólo unos momentos con el borracho, cuatro o cinco minutos con los otros dos hombres y más tiempo con Dolly y el chico.
Mack había oído decir que algunas veces las ejecuciones fallaban y confió en que esa vez ocurriera lo mismo. Le parecía horrible pensar que aquellos cinco seres humanos tuvieran que morir en cuestión de unos momentos.
El cura terminó su trabajo. El verdugo vendó los ojos de las cinco personas con unos trapos y bajó, dejándolas en la carreta. El borracho no pudo conservar el equilibrio, tropezó y cayó, dando lugar a que el lazo corredizo lo empezara a estrangular. Dolly seguía rezando en voz alta.
El verdugo azotó a los caballos.
—¡No! —gritó Lizzie sin poderse contener.
La carreta experimentó una sacudida y se puso en marcha.
El verdugo volvió a azotar a los caballos y éstos iniciaron un trote.
La carreta se alejó de debajo de los pies de los condenados y, uno a uno, éstos se quedaron colgando del extremo de sus respectivas cuerdas: primero el borracho, ya medio muerto; después los dos irlandeses; a continuación, el niño que lloraba; y, finalmente la mujer cuya oración quedó interrumpida a media frase.
Lizzie contempló los cinco cuerpos que colgaban de las cuerdas y se sintió rebosante de odio hacia sí misma y hacia la gente que la rodeaba.
Todos no estaban muertos. Por suerte, al niño se le había quebrado el cuello inmediatamente, lo mismo que a los dos irlandeses, pero el borracho todavía se movía y la mujer, a quien le había resbalado la venda de los ojos, mantenía los aterrorizados ojos enormemente abiertos mientras se iba asfixiando poco a poco.
Lizzie hundió el rostro en el hombro de Jay.
Hubiera querido irse, pero hizo un esfuerzo y se quedó. Se había empeñado en verlo y ahora tenía que aguantar hasta el final.
Volvió a abrir los ojos.
El borracho había expirado, pero la mujer estaba sufriendo una prolongada agonía. Los ruidosos espectadores habían enmudecido de horror, sobrecogidos por el espectáculo que se estaba desarrollando ante sus ojos.
Transcurrieron varios minutos.
Al final, los ojos de la mujer se cerraron.
El alguacil se adelantó para cortar las cuerdas y fue entonces cuando se iniciaron los disturbios.
El grupo de los irlandeses avanzó hacia el patíbulo, tratando de superar la barrera de los guardias. Éstos los empujaron hacia atrás y los lanceros les echaron una mano, atacando a los irlandeses. La sangre empezó a correr.
—Temía que ocurriera algo así —dijo Jay—. Quieren arrebatar los cuerpos de sus amigos de las manos de los cirujanos. Salgamos de aquí cuanto antes.
Otras personas a su alrededor debían de estar pensando lo mismo que ellos mientras que las de atrás intentaban acercarse para ver qué ocurría. Mientras unos empujaban hacia delante y otros lo hacían hacia atrás, empezaron a volar los puñetazos. Jay trató de abrirse camino, seguido de Lizzie. Tenían delante una oleada ininterrumpida de personas que empujaban en dirección contraria en medio de un griterío ensordecedor. No tuvieron más remedio que retroceder hacia el patíbulo, en el cual se apretujaban los irlandeses que estaban repeliendo a los guardias y esquivando las lanzas mientras otros trataban de llevarse los cuerpos de sus amigos.
Sin motivo aparente, los apretujones que rodeaban a Lizzie y a Jay cesaron de golpe. Lizzie se volvió y vio una brecha entre dos gigantones de temible aspecto.
—¡Jay, ven! —gritó, adelantándose mientras volvía la cabeza para asegurarse de que él la seguía. Después la brecha se cerró. Jay intentó abrirse paso, pero uno de los gigantones levantó una mano con gesto amenazador. Jay hizo una mueca y retrocedió, momentáneamente atemorizado. Su vacilación tuvo fatales consecuencias, pues se vio inmediatamente separado de Lizzie, la cual vio su rubio cabello por encima de la muchedumbre y trató de retroceder, pero le fue imposible porque una muralla humana se lo impidió.
—¡Jay! —gritó—. ¡Jay!
Él le contestó también a gritos, pero la multitud los separó. Él fue empujado hacia Tyburn Street mientras Lizzie era empujada hacia el parque, justo en dirección contraria. En un momento, ambos se perdieron de vista.
Lizzie estaba sola. Rechinó los dientes y se volvió de espaldas al patíbulo. Tenía delante un sólido bloque de gente. Trató de abrirse paso entre un hombrecillo de baja estatura y una matrona de exuberante busto.
—Quíteme las manos de encima, muchacho —le dijo la mujer.
Lizzie siguió empujando y, al final, consiguió su propósito. Repitió el procedimiento. Le pisó los dedos de los pies a un hombre de expresión avinagrada y éste le dio un codazo en las costillas. Lanzó un jadeo de dolor, pero siguió empujando.
De pronto, vio el rostro de Mack McAsh. Él también se estaba abriendo paso entre la gente.
—¡Mack! —le llamó, desesperada. Se encontraba en compañía de la pelirroja que estaba a su lado en Grosvenor Square—. ¡Por aquí! —le gritó—. ¡Ayúdame!
Mack la vio y la reconoció. Un hombre le golpeó un ojo a Lizzie con el codo y, por unos momentos, ésta apenas pudo ver nada. Cuando recuperó la vista, Mack y la mujer ya habían desaparecido.
Presa de un creciente desánimo, Lizzie siguió empujando. Centímetro a centímetro se estaba alejando del tumulto que reinaba alrededor de la horca. A cada paso que daba, le resultaba más fácil moverse. Cinco minutos después, ya no le fue necesario empujar, sino que pudo caminar tranquilamente a través de pasillos de varios centímetros de anchura. Al final, se encontró delante de la fachada de una casa. Siguió avanzando pegada al muro, llegó a la esquina del edificio y se adentró en una callejuela de aproximadamente un metro de anchura. Allí se apoyó contra el muro de la casa y trató de recuperar el resuello. La callejuela estaba muy sucia y olía a basura. Le dolían las costillas a causa del codazo que había recibido. Se tocó cuidadosamente la cara y notó que se le estaba hinchando la zona que le rodeaba el ojo.
Confiaba en que a Jay no le hubiera ocurrido nada. Volvió la cabeza para buscarle y experimentó un sobresalto al ver que dos hombres la estaban mirando.
Uno de ellos era de mediana edad tenía una prominente panza e iba sin afeitar. El otro era un joven de unos dieciocho años. Algo en sus miradas le infundió temor, pero, antes de que pudiera moverse, los hombres la empezaron a golpear. La agarraron por los brazos y la arrojaron al suelo. Le quitaron el sombrero y la peluca masculina que llevaba, le arrebataron los zapatos con hebilla de plata y le registraron los bolsillos con sorprendente rapidez, quitándole la bolsa del dinero, el reloj de bolsillo y el pañuelo.
Mientras introducía el botín en un saco, el mayor la miró un instante diciendo:
—La chaqueta es de buena calidad… y es prácticamente nueva.
Ambos volvieron a inclinarse sobre ella y empezaron a quitarle la chaqueta y el chaleco a juego. Trató de resistirse, pero sólo consiguió que se le rompiera la camisa. Los hombres guardaron las prendas en el interior del saco. De pronto, Lizzie se dio cuenta de que tenía los pechos al aire. Inmediatamente trató de cubrirse con los jirones de la ropa, pero llegó demasiado tarde.
—¡Oye, que es una chica! —exclamó el más joven.
Lizzie se levantó rápidamente, pero el muchacho la agarró y la inmovilizó.
El gordo la miró.
—Y muy guapa, por cierto —dijo, humedeciéndose los labios con la lengua—. Me la voy a tirar —añadió en tono decidido.
Presa del terror, Lizzie forcejeó violentamente, pero no pudo zafarse de la presa del joven.
Éste volvió la cabeza hacia la multitud que abarrotaba la calle en la que desembocaba la callejuela.
—¿Aquí?
—No mira nadie, tonto —dijo el tipo, acariciándose la entrepierna—. Bájale los pantalones a ver qué pinta tiene.
El muchacho la arrojó al suelo, se sentó encima de ella y empezó a quitarle los pantalones mientras el otro miraba. Aterrorizada, Lizzie se puso a gritar a pleno pulmón, pero había demasiado ruido en la calle y dudaba de que alguien la oyera.
De repente, apareció Mack McAsh.
Vio su rostro y un puño levantado que se estrelló contra el costado de la cabeza del gordo. El ladrón se tambaleó hacia un lado. Mack volvió a golpearle y el hombre puso los ojos en blanco. Un tercer puñetazo lo derribó al suelo, dejándolo sin sentido.