Sir George estaba tomando una copa de vino mientras examinaba entre bostezos una lista del precio de las melazas. Jay se sentó diciendo:
—A Wilkes le han denegado la libertad bajo fianza.
—Eso me han dicho.
A lo mejor, pensó Jay, a su padre le gustaría saber de qué forma su regimiento había mantenido el orden.
—La chusma empujó el coche hacia Spitalfields y nosotros lo seguimos, pero él ha prometido entregarse esta noche.
—Me parece muy bien. ¿Qué te trae por aquí a esta hora tan tardía?
Jay comprendió que a su padre no le interesaban sus actividades de la jornada y decidió cambiar de tema.
—¿Sabías que Malachi McAsh ha aparecido aquí en Londres?
Sir George sacudió la cabeza.
—No creo que eso tenga la menor importancia —dijo con indiferencia.
—Está armando alboroto entre los descargadores de carbón.
—Cuesta poco hacerlo… son una gente muy pendenciera.
—Me han pedido que hable contigo en nombre de los contratantes.
Sir George enarcó las cejas.
—¿Y por qué tú? —preguntó, dando a entender con su tono de voz que nadie en su sano juicio hubiera utilizado los servicios de Jay como embajador.
Jay se encogió de hombros.
—Quizá porque conozco a uno de ellos y me ha pedido que hable contigo.
—Los taberneros constituyen un grupo de votantes muy poderoso —dijo sir George con aire pensativo—. ¿Qué desean?
—McAsh y sus amigos han organizado una cuadrilla independiente que no trabaja a través de los contratantes. Estos han pedido a los propietarios de los barcos que les sean leales y rechacen a las nuevas cuadrillas y creen que, si tú das ejemplo, los demás te seguirán.
—No sé si conviene que yo intervenga en el conflicto. No es nuestra batalla.
Jay sufrió una decepción. Creía haber planteado bien la cuestión.
Simuló indiferencia.
—A mí no me va ni me viene, pero me extraña… porque tú siempre dices que hay que tratar con mano dura a los trabajadores rebeldes que pretenden elevarse por encima de su condición.
Justo en aquel momento se oyeron unos fuertes golpes contra la puerta principal de la casa. Sir George frunció el ceño y Jay salió al vestíbulo para ver qué ocurría. Un criado pasó presuroso por su lado y abrió la puerta. Un corpulento trabajador calzado con zuecos y tocado con una grasienta gorra adornada con una escarapela azul le ordenó al sirviente:
—Enciende la luz ¡ilumina la casa en honor de Wilkes!
Sir George salió del estudio y se situó al lado de su hijo.
—Mira lo que hacen…, obligan a la gente a poner velas en todas las ventanas en apoyo de Wilkes —dijo Jay.
—¿Qué hay en la puerta? —preguntó sir George.
Padre e hijo se adelantaron. Alguien había pintado con tiza el número 45 en la puerta. En la plaza, un reducido número de personas estaba yendo de puerta en puerta.
Sir George se dirigió al hombre de la puerta.
—¿Sabes lo que has hecho? —le dijo—. Este número es una clave. Significa «El rey es un embustero». Tu amado Wilkes ha ido a la cárcel por eso y tú también podrías acabar allí.
—¿Quieren encender velas en apoyo de Wilkes? —replicó el hombre, haciendo caso omiso de las palabras de sir George.
Sir George enrojeció de rabia. Se ponía hecho una furia cuando alguien de la clase baja no le trataba con el debido respeto.
—¡Vete al infierno! —le dijo, dándole con la puerta en las narices.
Después regresó a su estudio y Jay le siguió. Mientras se sentaban, oyeron ruido de rotura de cristales. Volvieron a levantarse y corrieron al comedor situado en la parte anterior de la casa. Un cristal de una de las dos ventanas estaba roto y en el reluciente entarimado del suelo había una piedra.
—¡Este cristal es de la Best Crown! —dijo sir George, irritado—. ¡Cuesta seis chelines el metro cuadrado!
Mientras contemplaban el estropicio, otra piedra rompió un cristal de la otra ventana.
Sir George salió al vestíbulo y le dijo al sirviente:
—Diles a todos que se vayan a la parte de atrás de la casa para que nadie sufra daños.
El atemorizado criado le preguntó:
—¿No sería mejor poner velas encendidas en todas las ventanas tal como ellos piden, señor?
—Calla la maldita boca y haz lo que te mando —contestó airado sir George.
Hubo una tercera rotura de cristales en el piso de arriba y Jay oyó gritar a su madre. Subió corriendo al piso de arriba y la vio saliendo del salón.
—¿Estás bien, mamá?
Alicia estaba muy pálida, pero parecía tranquila.
—Sí, pero ¿qué es lo que ocurre?
Sir George subió por la escalera y dijo con mal disimulada rabia:
—Nada de lo que tengas que asustarte, unos malditos seguidores de Wilkes. Vamos a retirarnos a la parte de atrás hasta que se vayan.
Corrieron a un pequeño salón de la parte posterior de la casa mientras los de la calle seguían arrojando piedras contra las ventanas. Jay observó que su padre estaba profundamente enojado. El hecho de que lo obligaran a retirarse no tenía más remedio que provocar su furia. Puede que fuera el mejor momento para volver a exponerle la petición de Lennox. Arrojando por la borda cualquier precaución, Jay le dijo:
—Mira, padre, tendremos que ser más duros con todos estos alborotadores.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Estaba pensando en McAsh y en los descargadores de carbón. Si les permitimos que desafíen una vez a la autoridad, lo volverán a hacer. —Su madre le miró con curiosidad, pues aquélla no era su habitual manera de hablar. Jay siguió insistiendo—: Es mejor cortar estas cosas al principio y enseñarles el lugar donde tienen que estar.
Sir George estaba a punto de darle otra respuesta malhumorada, pero dudó un instante, lo pensó mejor y, mirándole enfurecido, le dijo:
—Tienes muchísima razón. Mañana mismo lo haremos.
M
ientras bajaba hundiendo los pies en el barro de la angosta High Street de Wapping, Mack creyó adivinar los sentimientos de un rey. Desde todas las puertas de las tabernas, las ventanas, los patios y los tejados, los hombres lo saludaban con la mano, le llamaban a gritos por su nombre y se lo indicaban con el dedo a sus amigos. Todo el mundo quería estrechar su mano, pero el aprecio de los hombres no era nada comparado con el de sus esposas. Los maridos no sólo llevaban a casa tres y hasta cuatro veces más dinero que antes sino que, además, acababan la jornada mucho más serenos. Las mujeres lo abrazaban por la calle, le besaban las manos y llamaban a sus vecinas, diciendo:
—¡Es Mack McAsh, el que ha desafiado a los contratantes, venid a verlo!
Llegó a la orilla del ancho río y contempló las oscuras aguas. Era la pleamar y había varios barcos nuevos anclados. Buscó un barquero para que lo llevara. Los contratantes tradicionales solían esperar en sus tabernas la llegada de los capitanes que pedían cuadrillas para descargar sus barcos. En cambio, Mack y sus cuadrillas iban a ver a los capitanes, ahorrándoles tiempo y garantizándoles el servicio.
Se acercó al
Prince of Denmark
y subió a bordo. La tripulación había desembarcado y sólo quedaba un anciano marinero fumando en pipa en la cubierta. El hombre le indicó a Mack el camarote del capitán. El capitán estaba sentado junto a una mesa, escribiendo laboriosamente en el cuaderno de bitácora del barco con una pluma de ave.
—Buenos días, capitán —le dijo Mack, esbozando una amistosa sonrisa—. Soy Mack McAsh.
—¿Qué hay? —replicó ásperamente el capitán sin invitarle a sentarse.
Mack no se ofendió por su grosería, pues los capitanes de barco no solían ser demasiado corteses.
—¿Quiere que mañana descarguemos el carbón de su barco con rapidez y eficacia? —le preguntó cordialmente.
—No.
Mack se sorprendió. ¿Alguien se les habría adelantado?
—Pues entonces, ¿quién lo va a hacer?
—Eso no es asunto tuyo.
—Vaya si lo es, pero, si no me lo quiere decir, no importa… alguien me lo dirá.
—Me parece muy bien, buenos días.
Mack frunció el ceño. No quería irse sin averiguar qué había ocurrido.
—¿Qué demonios le pasa, capitán? ¿Le he ofendido en algo?
—No tengo nada más que decirte, chico, y hazme el favor de marcharte.
Mack sospechaba algo, pero como no sabía qué decir, se marchó.
Los capitanes de barco eran unos tipos malhumorados… quizá porque se pasaban mucho tiempo separados de sus mujeres. Contempló el río. Otro barco, el
Whitehaven Jack
, estaba anclado al lado del Prince. La tripulación aún estaba recogiendo las velas y enrollando los cabos en la cubierta. Mack decidió probar suerte y le dijo al barquero que lo llevara hasta allí. Encontró al capitán en el castillo de popa en compañía de un joven caballero con espada y peluca. Los saludó con serena cortesía, pues había descubierto que ésa era la mejor manera de ganarse la confianza de la gente.
—Capitán, señor, tengan ustedes muy buenos días.
El capitán era más amable que el anterior.
—Buenos días. Te presento al señor Tallow, el hijo del propietario. ¿Qué deseas?
—¿Quiere que mañana le descargue el barco una cuadrilla muy rápida que nunca bebe más de la cuenta?
—Sí —contestó el capitán.
—No —dijo Tallow.
El capitán se extrañó y miró con semblante inquisitivo a Tallow.
—Tú eres McAsh, ¿verdad? —preguntó dirigiéndose a Mack.
—Sí, creo que los armadores están empezando a considerarme una garantía de trabajo bien hecho…
—No te queremos —dijo Tallow.
Aquella segunda negativa enfureció sobremanera a Mack.
—¿Por qué no? —preguntó en tono desafiante.
—Venimos trabajando desde hace años con Harry Nipper del Frying Pan y nunca hemos tenido ningún tipo de problema.
—Bueno, yo no diría tanto —terció el capitán.
Tallow le miró con rabia.
—No me parece justo que los hombres se vean obligados a beberse el salario —dijo Mack.
—No pienso discutir con gentuza como tú —replicó Tallow, ofendido—. Aquí no hay trabajo para ti, con que ya te estás largando.
Mack insistió.
—Pero ¿por qué quieren que les descargue el barco en tres días una pandilla de borrachos pendencieros, pudiendo hacerlo más rápido con mis hombres?
El capitán, que no se sentía en modo alguno intimidado por la presencia del hijo del propietario, añadió:
—Sí, yo también quiero saberlo.
—No tolero que nadie se atreva a discutir mis decisiones —dijo Tallow. Quería reafirmar su autoridad, pero era demasiado joven para eso.
Una sospecha cruzó por la mente de Mack.
—¿Acaso le ha dicho alguien que no contratara mi cuadrilla?
La expresión del rostro de Tallow le hizo comprender que había dado en el blanco.
—Verás cómo nadie en el río contratará tu cuadrilla ni la de Riley o la de Charlie Smith —dijo Tallow en tono malhumorado—. Se ha corrido la voz de que eres un alborotador.
Mack comprendió que la situación era grave. Un frío estremecimiento le sacudió el corazón. Sabía que Lennox y los demás contratantes emprenderían alguna acción contra él más tarde o más temprano, pero no había imaginado que pudieran contar con el apoyo de los armadores.
Le parecía un poco desconcertante. El antiguo sistema no era especialmente beneficioso para los armadores, pero éstos llevaban muchos años colaborando con los contratantes y puede que la pura rutina los indujera a ponerse del lado de las personas a las que ya conocían, tanto si ello era justo como si no.
De nada hubiera servido manifestar enojo.
—Lamento que haya tomado esta decisión —dijo serenamente—. Es mala para los hombres y para los propietarios. Espero que la reconsidere y le deseo muy buenos días.
Tallow no contestó y Mack regresó a la orilla en una barca de remos. Sosteniéndose la cabeza con las manos, contempló las sucias y pardas aguas del Támesis.
¿Cómo era posible que hubiera pretendido derrotar a un grupo de hombres tan poderosos y despiadados como los contratantes? Estaban muy bien relacionados y contaban con muchos apoyos. ¿Y él, en cambio, quién era? Mack McAsh de Heugh.
Hubiera tenido que preverlo.
Saltó a la orilla y se dirigió al St. Luke's Coffee House, que se había convertido en algo así como su cuartel general oficioso.
Había por lo menos cinco cuadrillas que trabajaban con el nuevo sistema. El sábado por la noche, cuando las cuadrillas del antiguo sistema recibieran las diezmadas pagas de manos de los voraces taberneros, casi todos ellos se pasarían al nuevo sistema.
Pero el boicot de los armadores daría al traste con todas sus esperanzas.
El local estaba justo al lado de la iglesia de San Lucas y en él se servía no sólo café sino también cerveza, aguardiente e incluso comidas, pero todo el mundo se sentaba para comer y beber, a diferencia de lo que ocurría en las tabernas donde casi todos los parroquianos permanecían de pie.
Vio a Cora comiendo pan con mantequilla. A pesar de que ya era la media tarde, aquél era su desayuno, pues a menudo se pasaba buena parte de la noche levantada. Mack pidió un plato de gigote de cordero y una jarra de cerveza, y se sentó a su mesa.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Cora inmediatamente.
Mack se lo dijo y mientras contempló su inocente rostro. Ya estaba preparada para empezar a trabajar, llevaba el mismo vestido de color anaranjado que el día en que él la había conocido y se había perfumado con la misma esencia. Parecía un cuadro de la Virgen María, pero olía como el harén de un sultán. No era de extrañar que los ricachones borrachos estuvieran dispuestos a acompañarla a las callejuelas oscuras, pensó Mack.
Se había pasado tres de los últimos seis días con ella. Cora le quería comprar un abrigo nuevo y él quería, a su vez, que ella abandonara la vida que llevaba. Era la primera amante de verdad que jamás hubiera tenido.
Mientras terminaba de contarle lo ocurrido entraron Dermot y Charlie. En lo más hondo de su ser, había abrigado la débil esperanza de que ellos hubieran tenido mejor suerte que él, pero la expresión de sus semblantes le dijo que no. El negro rostro de Charlie era la viva imagen del desaliento.
—Los propietarios han conspirado contra nosotros —dijo Dermot con su marcado acento irlandés—. Ni un solo capitán del río nos ha querido dar trabajo.