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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (31 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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«Gracias a Dios», pensó.

Apartó la mirada y esbozó una sonrisa cuando sus ojos se cruzaron con los de Cora. Vio en su expresión un atisbo de reconocimiento, como si ella supiera quién era. Después, Cora le devolvió la sonrisa y se acercó a él.

Jay estaba nervioso, pero procuró tranquilizarse, pensando que le bastaría con mostrarse encantador con ella. Había seducido a muchas mujeres. Besó su mano. La chica llevaba un embriagador perfume con esencias de sándalo.

—Pensé que ya conocía a todas las mujeres bonitas de Londres, pero estaba equivocado —le dijo galantemente—. Soy el capitán Jonathan y éste es el capitán Chip.

Decidió no utilizar su verdadero nombre por si Mack se lo hubiera mencionado. En caso de que supiera quién era, la chica sospecharía.

—Me llamo Cora —dijo ella, echándoles una ojeada—. Qué pareja de hombres tan apuestos. No sabría decir cuál me gusta más.

—Mi familia es más noble que la de Jay —dijo Chip.

—Pero la mía es más rica —replicó Jay.

El comentario suscitó las risas de ambos.

—Si es tan rico, invíteme a un brandy —dijo Cora.

Jay llamó por señas al camarero y le cedió a Cora su asiento.

La joven se acomodó en el banco, apretujada entre él y Chip. Jay aspiró los efluvios de ginebra de su aliento, contempló sus hombros y la curva de sus pechos y no pudo evitar compararla con su mujer. Lizzie era pequeña, pero voluptuosa, de anchas caderas y busto exuberante. Cora era más alta y esbelta y sus pechos le recordaban dos manzanas colocadas en un cuenco la una al lado de la otra.

—¿Le conozco? —preguntó la joven, mirándole inquisitivamente.

Jay experimentó una punzada de inquietud. No creía haberla visto en ninguna parte.

—No creo —contestó. Como ella lo reconociera, el juego habría terminado.

—Su cara me es conocida. Sé que no he hablado jamás con usted, pero le he visto en alguna parte.

—Pues ahora es el momento de que nos conozcamos —dijo Jay, esbozando una angustiada sonrisa. Extendió el brazo sobre el respaldo del banco y empezó a acariciarle la nuca. Cora cerró los ojos como si le gustara y Jay se tranquilizó.

La joven resultaba tan convincente que él casi olvidó que estaba actuando. Cora le apoyó una mano en el muslo, cerca de la entrepierna. Jay lamentó no poder entregarse al placer y pensó que ojalá no hubiera bebido tanto, pues tenía que estar muy despierto.

El camarero le sirvió el brandy a Cora y ella lo apuró de un trago.

—Vamos, chico —le dijo a Jay—. Es mejor que salgamos a tomar un poco el aire antes de que te estallen los pantalones. —Jay se dio cuenta de que su erección resultaba muy visible y se ruborizó de vergüenza.

Cora se levantó y se encaminó hacia la puerta, seguida de Jay.

Una vez en la calle, la chica le rodeó la cintura con su brazo y bajó con él por los soportales de la acera de la plaza porticada del Covent Garden. Jay le rodeó los hombros con su brazo, deslizó la mano hacia su escote y jugueteó con un pezón. Ella soltó una risita y dobló la esquina de una callejuela.

Allí se abrazaron y besaron y Jay le comprimió los pechos, olvidándose por completo de Lennox y de la conspiración: Cora era dulce y cálida y él la deseaba con toda su alma. Las manos de Cora le recorrieron el cuerpo, le desabrocharon el chaleco, le acariciaron el pecho y se deslizaron hacia el interior de sus pantalones. Jay introdujo la lengua en su boca y trató al mismo tiempo de levantarle la falda. Sintió el aire frío en su vientre.

Oyó a su espalda un grito infantil. Cora se sobresaltó y apartó a Jay. Volvió la cabeza e hizo ademán de echar a correr, pero Chip Marlborough apareció como por arte de ensalmo y la sujetó antes de que pudiera dar tan siquiera el primer paso.

Jay se volvió y vio a Lennox, tratando de sujetar a una chiquilla que lloraba y forcejeaba con él. En medio de los forcejeos, la niña dejó caer al suelo varios objetos. Jay identificó su billetero, su reloj de bolsillo, su pañuelo de seda y su sello de plata. La niña se había dedicado a vaciarle los bolsillos mientras él besaba a Cora. A pesar de que lo esperaba, se había identificado tanto con su papel que ni siquiera se había dado cuenta. La niña dejó de forcejear y Lennox dijo:

—Os vamos a llevar a las dos en presencia de un magistrado. El hurto se castiga con la horca.

Jay miró a su alrededor, medio esperando que los amigos de Cora acudieran en su ayuda, pero nadie había visto la refriega de la callejuela.

Chip contempló la entrepierna de Jay diciendo:

—Puede usted guardarse el arma, capitán Jamisson… la batalla ha terminado.

Casi todos los hombres ricos y poderosos eran magistrados y sir George Jamisson no constituía ninguna excepción. Aunque jamás había actuado en una sala de justicia, estaba autorizado a juzgar los casos en su domicilio, podía ordenar que los delincuentes fueran azotados, marcados a fuego o encarcelados e incluso podía entregar a los culpables de delitos graves al Old Bailey para que fueran juzgados allí.

No se había acostado porque esperaba a Jay, pero, aún así estaba molesto por el hecho de haber tenido que permanecer en vela hasta tan tarde.

—Os esperaba sobre las diez —rezongó cuando todos entraron en el salón de la casa de Grosvenor Square.

Cora, maniatada y llevada a rastras por Chip Marlborough, dijo:

—¡O sea que ya nos esperaba! Todo estaba preparado… son ustedes unos malditos cerdos.

—Calla la boca si no quieres que te mande azotar en la plaza antes de que empecemos —dijo sir George.

Cora le debió de creer capaz de cumplir su amenaza, pues ya no dijo nada más.

Sir George tomó un papel y mojó la pluma en un tintero.

—El señor Jay Jamisson es el denunciante. Afirma que le fue vaciado el bolsillo por parte de…

—La llaman Peg la Rápida, señor —dijo Lennox.

—Eso no lo puedo escribir —dijo sir George en tono malhumorado—. ¿Cuál es tu verdadero nombre, niña?

—Peggy Knapp, señor.

—¿Y el de la mujer?

—Cora Higgins —contestó Cora.

—Hurto cometido por Peggy Knapp con la complicidad de Cora Higgins. El delito ha sido presenciado por… el señor Sidney Lennox, propietario de la taberna Sun de Wapping.

—¿Y el capitán Marlborough?

Chip levantó las manos en gesto defensivo.

—Preferiría no verme envuelto en eso si las pruebas del señor Lennox fueran suficientes.

—Lo serán sin duda, capitán —dijo sir George. Siempre se mostraba muy cortés con Chip porque le debía dinero a su padre—. Ha sido usted muy amable al haber colaborado en la captura de estas ladronas. ¿Tienen algo que alegar las acusadas?

—Yo no soy su cómplice… en mi vida la había visto —dijo Cora. Peg emitió un jadeo y miró incrédula a Cora mientras ésta añadía—: Salí a pasear con un apuesto caballero, eso es todo. No me di cuenta de que le estaba vaciando los bolsillos.

—Las dos son muy conocidas y todo el mundo sabe que trabajan, en colaboración, sir George —dijo Lennox—, las he visto juntas muchas veces.

—Ya he oído suficiente —dijo sir George—. Las dos serán conducidas a la prisión de Newgate bajo la acusación de robo.

Peg se echó a llorar y Cora palideció de temor.

—¿Por qué me han hecho ustedes esta jugada? —preguntó la joven, señalando con un dedo acusador a Jay—. Usted me estaba esperando en el Archer's. —Señaló a Lennox—. Y tú nos seguiste. Y usted, sir George Jamisson, nos estaba esperando levantado a una hora en que hubiera tenido que estar en la cama. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué les hemos hecho a ustedes Peg y yo?

Sir George no le contestó.

—Capitán Marlborough, hágame el favor de acompañar fuera a la mujer y custodiarla un momento. —Todos esperaron mientras Chip se retiraba con Cora y cerraba la puerta a su espalda. Después sir George se dirigió a Peg—. Vamos a ver, niña, ¿cuál es el castigo por robo… lo sabes?

Peg le miró pálida y temblorosa.

—El collar del alguacil —contestó en un susurro.

—Si te refieres a la horca, estás en lo cierto. Pero ¿sabes tú que a algunas personas no se las ahorca sino que se las envía a América?

La niña asintió en silencio.

—Algunas personas tienen amigos influyentes que interceden por ellas y le piden al juez que tenga compasión. ¿Tienes tú algún amigo influyente?

Peg sacudió la cabeza.

—Bueno, pues, yo seré tu amigo influyente e intercederé por ti.

Peggy levantó el rostro y le miró con un brillo de esperanza en los ojos.

—Pero tendrás que hacer algo a cambio.

—¿Qué?

—Te salvaré de la horca si nos dices dónde vive Mack McAsh.

El silencio se prolongó un buen rato.

—En la buhardilla del almacén de carbón de la High Street de Wapping —dijo Peg, rompiendo en sollozos.

22

A
Mack le extrañó no ver a Cora a su lado al despertar.

La joven jamás había permanecido fuera hasta el amanecer. Sólo llevaba dos semanas viviendo con ella y no conocía todas sus costumbres, pero, aun así, estaba preocupado.

Se levantó e hizo lo mismo que en días anteriores. Se pasó la mañana en el café St. Luke's, enviando recados y recibiendo informes.

Preguntó a todos si habían visto o sabían algo de Cora, pero nadie sabía nada. Envió a alguien al Sun para hablar con Peg la Rápida, pero la niña también había permanecido ausente toda la noche y nadie la había visto.

Por la tarde, se dirigió a pie al Covent Garden y recorrió las tabernas y los cafés, preguntando a las prostitutas y los camareros. Varias personas habían visto a Cora la víspera. Un camarero del Lord Archer's la había visto salir con un acaudalado joven que llevaba unas copas de más. A partir de aquel momento, su rastro se perdía.

Fue a casa de Dermot en Spitalfields, confiando en que su amigo supiera algo. Dermot les estaba dando a sus hijos la cena a base de caldo de huesos. Se había pasado todo el día preguntando por Cora, pero no había conseguido averiguar su paradero.

Mack regresó a casa cuando ya había anochecido, confiando en que, al llegar a la buhardilla del almacén de carbón, Cora le estuviera esperando, tendida en la cama en ropa interior. Pero la casa estaba fría, oscura y vacía.

Encendió una vela y se sentó con expresión pensativa. Fuera, las tabernas de la High Street de Wapping ya se estaban empezando a animar. A pesar de que los descargadores de carbón se encontraban en huelga, aún les quedaba un poco de dinero para cerveza. Mack hubiera deseado poder unirse a ellos, pero, por motivos de seguridad, no acudía a las tabernas de noche.

Se comió un poco de pan con queso y empezó a leer un libro que Gordonson le había prestado. Era una novela titulada
Tristram Shandy
, pero no podía concentrarse. Más tarde, cuando ya estaba empezando a preguntarse si Cora habría muerto, oyó un tumulto en la calle.

Se oían gritos de hombres, rumor de gente que corría y un estruendo como de caballos y carros. Temiendo que los descargadores de carbón hubieran armado algún alboroto, Mack se acercó a la ventana.

El cielo estaba despejado y brillaba una media luna que iluminaba perfectamente toda la calle. Unos diez o doce carros tirados por caballos estaban bajando por la desigual calzada de tierra en dirección al almacén de carbón. Los seguían varios hombres que proferían gritos, a los cuales se estaban uniendo los que salían de las tabernas.

Al parecer, habían estallado unos disturbios. Mack soltó una maldición. Era lo que menos les convenía.

Se apartó de la ventana y bajó corriendo a la calle. Si pudiera hablar con los hombres y convencerles de que no descargaran el carbón, quizá podría evitar los actos de violencia.

Cuando llegó a la calle, el primer carro ya estaba entrando en el patio del almacén. Mientras se acercaba a ellos, los hombres saltaron de los carros y, sin previa advertencia, empezaron a arrojar trozos de carbón contra la muchedumbre. Algunos descargadores fueron alcanzados; otros recogieron los trozos de carbón y los lanzaron a su vez contra los carreteros. Mack oyó gritar a una mujer y vio que alguien empujaba a unos niños hacia el interior de una casa.

—¡Basta! —gritó, interponiéndose entre los descargadores de carbón y los carros con las manos en alto—. ¡Ya basta!

Los hombres lo reconocieron y, por un instante, cesó el tumulto.

Mack se alegró de ver el rostro de Charlie Smith entre la gente.

—Procura mantener el orden aquí, Charlie —le dijo—. Yo hablaré con ésos.

—Calmaos —dijo Charlie—. Dejad que lo arregle Mack.

Mack se volvió de espaldas a los descargadores. A ambos lados de la estrecha callejuela, la gente había salido a las puertas de sus casas para ver lo que estaba ocurriendo, lista para volver a encerrarse a la menor señal de peligro. Había por lo menos cinco hombres en cada carro de carbón. En medio de un silencio espectral, Mack se acercó al primer carro.

—¿Quién manda aquí? —preguntó.

Una figura se adelantó bajo la luz de la luna.

—Yo.

Mack reconoció a Sidney Lennox.

Experimentó un sobresalto y se desconcertó. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué razón tenía Lennox para descargar el carbón en el patio? Tuvo una fría premonición de desastre.

Vio al propietario del almacén Jack Cooper, llamado «el Negro Jack» porque siempre iba cubierto de carbonilla como un minero.

—Jack, cierra las puertas del almacén, por el amor de Dios —le suplicó—. Aquí habrá alguna muerte si dejas que éstos entren.

—Tengo que ganarme la vida —contestó Cooper con expresión enfurruñada.

—Te la ganarás en cuanto termine la huelga. No querrás que haya derramamientos de sangre en la High Street de Wapping, ¿verdad?

—Ya he puesto la mano sobre el arado y no quiero mirar hacia atrás.

Mack le miró con dureza.

—¿Y quién te ha mandado hacerlo, Jack? ¿Hay alguien más metido en esto?

—Hago lo que me da la gana… nadie me dice lo que tengo que hacer.

Mack empezó a comprender lo que estaba ocurriendo y se puso furioso. Miró a Lennox.

—Tú le has pagado. ¿Por qué?

Los interrumpió el fuerte sonido de una campanilla. Mack se volvió y vio a tres hombres en una ventana del piso de arriba de la taberna Frying Pan. Uno estaba haciendo sonar la campanilla y otro sostenía una linterna en la mano. El tercer hombre, situado en el centro, llevaba peluca y espada, signos que lo identificaban como un personaje importante.

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