—¡Date prisa! ¡Date prisa!
El camino seguía el curso del río, atravesando el bosque y bordeando varias plantaciones semejantes a la de los Jamisson. No se cruzaron con nadie, pues la gente evitaba viajar de noche siempre que podía.
Siguiendo las órdenes de Lizzie, Mack cubrió la distancia a gran velocidad y llegaron a Fredericksburg hacia la hora de la cena. Había gente en la calle y las ventanas de las casas estaban iluminadas.
Mack detuvo el vehículo delante de la casa del doctor Finch. Lizzie se acercó a la puerta mientras Mack envolvía a Bess con las mantas y la tomaba cuidadosamente en brazos. La chica había perdido el conocimiento, pero estaba viva.
Abrió la puerta la señora Finch, una tímida mujer de cuarenta y tantos años, la cual acompañó a Lizzie al salón. Mack las siguió llevando a Bess en brazos. El médico, un hombre de complexión robusta y modales altaneros, se turbó visiblemente al darse cuenta de que había obligado a una mujer embarazada a recorrer los caminos en mitad de la noche para llevarle a una paciente. Disimuló la vergüenza que sentía, yendo de acá para allá y dándole a su mujer unas bruscas instrucciones.
Tras haber examinado la herida, le pidió a Lizzie que se pusiera cómoda en la estancia de al lado. Mack acompañó a Lizzie y la señora Finch se quedó para ayudar a su marido.
En la mesa estaban todavía los restos de la cena. Lizzie se sentó cuidadosamente en una silla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Mack.
—El viaje me ha provocado un dolor de espalda espantoso. ¿Crees que Bess se salvará?
—No lo sé. No es una chica muy fuerte.
Entró una sirvienta y le ofreció a Lizzie una taza de té y un trozo de pastel. Lizzie aceptó gustosamente el ofrecimiento. La sirvienta miró a Mack de arriba abajo, le identificó como un criado y le dijo:
—Si te apetece un poco de té, puedes venir a la cocina.
—Primero tengo que atender a la jaca —dijo Mack.
Salió y acompañó a la jaca al establo del doctor Finch, donde le dio agua y un poco de forraje. Después esperó en la cocina. La casa era pequeña y se podían oír con toda claridad los comentarios del médico y su mujer mientras trabajaban. La criada, una negra de mediana edad, quitó la mesa y le sirvió el té a Lizzie. A Mack le pareció una estupidez que él estuviera sentado en la cocina y Lizzie en el comedor, por lo que se reunió con ella a pesar de la mirada de reproche de la criada. Vio que Lizzie estaba muy pálida y decidió llevarla a casa cuanto antes. Al final, entró el doctor Finch, secándose las manos.
—Es una herida muy fea, pero creo que he hecho todo lo que se podía hacer —dijo—. He detenido la hemorragia, he cosido el corte y le he dado de beber. Es joven y se restablecerá.
—Gracias a Dios —dijo Lizzie.
El médico asintió con la cabeza.
—Debe de ser una esclava muy valiosa. No conviene que viaje hasta muy lejos esta noche. Puede quedarse a dormir aquí en el cuarto de mi criada y usted puede enviar por ella mañana o pasado. Cuando se cierre la herida, le quitaré los puntos… no deberá hacer trabajos pesados hasta entonces.
—Por supuesto que no.
—¿Ya ha cenado usted, señora Jamisson? ¿Puedo ofrecerle algo?
—No, gracias. Sólo quiero regresar a casa e irme a dormir.
—Voy a acercar el coche a la puerta —dijo Mack.
Poco después, emprendieron el camino de regreso. Lizzie se sentó delante mientras cruzaban la ciudad, pero, en cuanto dejaron atrás la última casa, se tendió en el colchón.
Mack conducía despacio, pero esta vez no oyó ningún comentario de impaciencia a su espalda.
—¿Está usted dormida? —preguntó cuando ya llevaban aproximadamente media hora de camino. No hubo respuesta y dedujo que sí.
De vez en cuando, volvía la cabeza. Lizzie no paraba de moverse y de murmurar en sueños.
Estaban recorriendo un tramo desierto situado a unos tres o cuatro kilómetros de la plantación cuando un grito desgarró el silencio de la noche.
Era Lizzie.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Mack, tirando frenéticamente de las riendas. Antes de que la jaca se detuviera, pasó a la parte de atrás del coche.
—¡Oh, Mack, me duele muchísimo! —gritó Lizzie.
Mack le rodeó los hombros con su brazo y le levantó un poco la cabeza.
—¿Qué es? ¿Dónde le duele?
—Dios mío, creo que el niño está a punto de nacer.
—Pero si faltan todavía…
—Dos meses.
Mack apenas sabía nada de todo aquello, pero deducía que el parto se había precipitado a causa de la tensión de la urgencia médica o quizá de los brincos del vehículo sobre los baches del camino… o de ambas cosas a la vez.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
Lizzie lanzó un gemido antes de contestar.
—No mucho.
—Yo creía que eso duraba varias horas.
—No lo sé. Creo que las molestias en la espalda ya eran los dolores del parto. A lo mejor, el niño está a punto de nacer.
—¿Sigo adelante? Tardaremos un cuarto de hora.
—Demasiado. Quédate donde estás y sujétame fuerte.
Mack observó que el colchón estaba húmedo y pegajoso.
—¿Por qué está mojado el colchón?
—Creo que he roto aguas. Ojalá mi madre estuviera aquí.
A Mack le pareció que aquello era sangre, pero no dijo nada. No quería asustarla.
Lizzie lanzó otro gemido. Cuando pasó el dolor, se puso a temblar. Mack la cubrió con la capa de piel.
—Puede quedarse de nuevo con su capa —le dijo.
Ella esbozó una leve sonrisa antes de experimentar un nuevo espasmo.
Cuando consiguió hablar, le dijo:
—Tienes que tomar al niño en cuanto salga.
—De acuerdo —dijo Mack sin comprender muy bien lo que Lizzie le estaba diciendo.
—Arrodíllate entre mis piernas —le ordenó Lizzie.
Mack se arrodilló a sus pies y le levantó la falda. Los calzones estaban empapados. Mack sólo había desnudado a dos mujeres, Annie y Cora, y ninguna de las dos usaba calzones, por lo que no estaba muy seguro de cómo se ajustaban, pero, aun así, consiguió quitárselos. Lizzie levantó las piernas y apoyó los pies en sus hombros para hacer fuerza.
Mack contempló el espeso vello negro de su entrepierna y se asustó. ¿Cómo era posible que un niño saliera por allí? No tenía ni idea de todo aquello. Trató de tranquilizarse, pensando que era algo que ocurría mil veces al día en todo el mundo. No tenía ninguna necesidad de comprenderlo. El niño saldría sin su ayuda.
—Tengo miedo —dijo Lizzie durante una breve tregua.
—Yo la cuidaré —contestó Mack, acariciándole las piernas, la única parte de su cuerpo que podía alcanzar.
El niño salió con gran rapidez.
Mack apenas podía ver nada a la luz de las estrellas, pero, mientras Lizzie emitía un poderoso gemido, algo empezó a emerger de su interior. Mack extendió las trémulas manos y sintió que un cálido y resbaladizo objeto se abría camino hacia fuera. Poco después, sostuvo en sus manos la cabeza de la criatura. Lizzie descansó un momento antes de volver a empujar. Mack sostuvo la cabeza de la criatura con una mano y colocó la otra debajo de los diminutos hombros mientras éstos hacían su entrada en el mundo. El resto del cuerpo se deslizó hacia fuera sin dificultad.
Mack sostuvo la criatura con sus manos y contempló los ojos cerrados, el oscuro cabello de la cabeza y las diminutas extremidades.
—Es una niña —dijo.
—¡Tiene que llorar! —le dijo Lizzie en tono apremiante.
Mack había oído decir que era necesario propinar un cachete a los recién nacidos para que respiraran. Le parecía una crueldad, pero no tenía más remedio que hacerlo. Dio la vuelta a la niña entre sus manos y le propinó un golpe seco en las nalgas.
No ocurrió nada.
Mientras el pequeño tórax descansaba sobre la palma de su manaza, se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido. No percibía los latidos del corazón.
Lizzie trató de incorporarse.
—¡Dámela! —le dijo.
Mack le entregó a la niña.
Lizzie contempló su rostro. Después, acercó los labios a los suyos como si la besara y le insufló aire al interior de la boca.
Mack deseó con toda su alma que el aire penetrara en los pulmones de la criatura y ésta rompiera a llorar, pero no ocurrió nada.
—Está muerta —dijo Lizzie, estrechando a la niña contra su pecho mientras la envolvía con la capa—. Mi niña está muerta —añadió entre sollozos.
Mack las rodeó a las dos con su brazo mientras Lizzie lloraba con desconsuelo.
T
ras el nacimiento de su niña muerta, Lizzie se hundió en un mundo de tonos grises, seres silenciosos, niebla y lluvia. Permitía que la servidumbre hiciera lo que quisiera hasta que, al cabo de algún tiempo, se dio cuenta de que Mack había asumido el mando de la situación. Ya no recorría diariamente la plantación y dejaba la administración de los campos en manos de Lennox. A veces, visitaba a la señora Thumson o a Suzy Delahaye, pues ambas la dejaban desahogarse y hablar de la niña todo lo que quisiera, pero no asistía a fiestas ni bailes. Todos los domingos acudía a la iglesia de Fredericksburg y, al salir, se pasaba una o dos horas en el cementerio, contemplando la pequeña lápida y pensando en lo que hubiera podido ser y no fue.
Estaba segura de que la culpa había sido suya. Había montado a caballo hasta los cuatro o cinco meses de embarazo, no había descansado tal como todo el mundo le aconsejaba y, la noche en que su niña nació muerta, había recorrido varios kilómetros en coche, instando a Mack a que se diera prisa.
Estaba enojada con Jay por no haber estado en casa aquella noche; con el doctor Finch por haberse negado a salir para atender a una negra; y con Mack por haber cumplido sus órdenes de ir más rápido. Pero, por encima de todo, estaba enojada consigo misma. Se aborrecía y despreciaba con toda su alma por haber sido una mala futura madre y por su carácter impulsivo, su impaciencia y su negativa a seguir los consejos que le habían dado. «De no haber sido por todo eso —pensaba—, si yo hubiera sido una persona normal, sensata, razonable y prudente, ahora tendría una niña».
No podía desahogarse con Jay. Al principio, éste se había puesto furioso. Había reprendido a Lizzie y había jurado pegarle un tiro al doctor Finch y azotar a Mack, pero toda su cólera se desvaneció al enterarse de que la criatura era una niña. Ahora trataba a Lizzie como si jamás hubiera estado embarazada.
Durante algún tiempo, se consoló hablando con Mack. El parto los había unido enormemente. Mack la había envuelto en la capa, le había sujetado las rodillas y había sostenido tiernamente a la pobre criatura en sus manos. Al principio, el hecho de hablar con Mack fue un gran alivio para ella, pero, a medida que pasaban las semanas, Lizzie intuyó que él se estaba empezando a impacientar. La niña no era su hija, pensó, y Mack no podía compartir realmente su dolor. Nadie lo podía compartir. Fue entonces cuando empezó a encerrarse en sí misma.
Un día, cuando ya habían transcurrido tres meses del parto, se fue a los recién pintados cuartos infantiles y se quedó un buen rato allí, meditando en silencio. Se imaginó a la niña en la cuna, gorgoteando de placer o llorando para que le dieran el pecho, con su vestidito blanco y sus botitas de punto, mamando o chapoteando en el agua del baño. La visión fue tan viva que las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron profusamente por sus mejillas.
De pronto, entró Mack para arreglar la chimenea, donde se habían desprendido unos cascotes durante una tormenta. Se arrodilló delante de la chimenea y empezó a retirar los cascotes sin hacer ningún comentario sobre el llanto de Lizzie.
—Me siento muy desgraciada —le dijo Lizzie.
—Eso no le va a hacer ningún bien —contestó Mack sin interrumpir su tarea.
—Esperaba un poco más de comprensión por tu parte —añadió tristemente Lizzie.
—No puede pasarse la vida llorando en los cuartos infantiles. Todo el mundo se muere más tarde o más temprano. Los demás tienen que seguir viviendo.
—Yo no lo deseo, pues no tengo nada por lo que vivir.
—No se ponga tan trágica, Lizzie… eso no es propio de usted.
Lizzie le miró, escandalizada. Nadie la había tratado con semejante dureza desde que sufriera la desgracia. ¿Qué derecho tenía Mack a hacerla todavía más desdichada?
—No me tendrías que decir estas cosas.
Mack se acercó inesperadamente a ella, soltó la escoba, la asió por ambos brazos y la levantó de su asiento.
—No me diga cuáles son mis obligaciones —le dijo.
Le vio tan furioso que temió que la pegara.
—¡Déjame en paz! —gritó.
—Demasiadas personas la están dejando en paz —dijo Mack, depositándola de nuevo en la silla.
—¿Qué tengo que hacer?
—Lo que quiera. Tome un barco y váyase a vivir con su madre en Aberdeen. Hágase amante del coronel Thumson. Huya a la frontera con el primer inútil que se le cruce por delante —Mack la miró severamente—, o decida ser la esposa de Jay y tenga otro hijo con él.
Lizzie lo miró asombrada.
—Yo creía que…
—¿Qué es lo que creía?
—Nada. —Lizzie sabía desde hacía algún tiempo que Mack estaba medio enamorado de ella. Después del fracaso de la fiesta de los braceros, éste la había acariciado con una ternura que sólo podía ser fruto del amor. Había besado las ardientes lágrimas de sus mejillas y en su abrazo había habido algo más que simple compasión.
Y su propia reacción se había debido a algo más que una mera necesidad de comprensión. Se había apretado contra su vigoroso cuerpo y había saboreado el roce de sus labios sobre su piel por algo más que un simple sentimiento de desamparo.
Sin embargo, todo aquello se había desvanecido desde el nacimiento de la niña muerta. Se sentía el corazón vacío y no tenía pasiones sino tan sólo remordimientos.
Sus deseos la turbaban y avergonzaban. La esposa casquivana que trataba de seducir al joven y apuesto criado era un personaje típico de las novelas de humor.
Pero Mack no era simplemente un apuesto criado. Lizzie había comprendido poco a poco que era el hombre más extraordinario que jamás hubiera conocido. Sabía que también podía ser arrogante y testarudo y que se metía en problemas porque tenía una idea ridículamente exagerada de su propia importancia. Pero ella no podía por menos que admirar el valor con el cual se había enfrentado a la tiránica autoridad desde las minas de carbón escocesas a las plantaciones de Virginia. Por otra parte, muchas veces se metía en problemas por defender a los demás.