—¿Por qué han ido tantas plantaciones a la bancarrota últimamente?
—Tiene usted que comprender lo que es la planta del tabaco. Agota la tierra y, al cabo de cuatro o cinco años, la calidad se deteriora. Entonces hay que cultivar trigo o bien maíz en aquel campo y buscar otras tierras para el tabaco.
—Eso significa que se pasa usted la vida desbrozando el terreno.
—En efecto. Cada invierno talo una parte de bosque y creo nuevos campos de cultivo.
—Es usted muy afortunado… tiene muchas tierras.
—En su propiedad hay mucho bosque. Cuando éste se acaba, hay que comprar o arrendar más tierras. Para cultivar tabaco, hay que moverse constantemente.
—¿Y eso lo hace todo el mundo?
—No. Algunos les piden crédito a los mercaderes en la esperanza de que suba el precio del tabaco y los salve. Dick Richards, el anterior propietario de su hacienda, siguió este camino y así fue como su suegro adquirió la propiedad.
Lizzie prefirió no comentar que Jay se había ido a Williamsburg para pedir dinero.
—Podríamos desbrozar Stafford Park a tiempo para la próxima primavera.
Stafford Park eran unas tierras que se encontraban a unos quince kilómetros río arriba de la propiedad principal. Estaban abandonadas a causa de la distancia y, aunque Jay había tratado de venderlas o arrendarlas, no había encontrado a ningún aspirante.
—¿Por qué no empezar por Pond Copse? —preguntó el coronel—. Está cerca de los cobertizos de curación y es un terreno muy apropiado. Lo cual me recuerda que tengo que ir a echar un vistazo a mis cobertizos antes de que oscurezca.
Lizzie se levantó.
—Tengo que volver para hablar con mi capataz.
—No se canse demasiado, señora Jamisson —le aconsejó la señora Thumson—… recuerde al bebé.
—Procuraré descansar todo lo que pueda, se lo prometo —contestó Lizzie con una sonrisa.
El coronel Thumson le dio un beso a su mujer y salió con Lizzie, la ayudó a subir al asiento del coche y la acompañó hasta los cobertizos.
—Si me está permitido hacer un comentario personal, le diré que es usted una joven extraordinaria, señora Jamisson.
—Muchas gracias.
—Espero que tendremos el placer de volver a verla —dijo Thumson, mirándola con una sonrisa en los labios. Después tomó su mano y, mientras se la acercaba a los labios para besarla, le rozó el pecho con el brazo como sin querer—. Por favor, no dude en llamarme siempre que yo pueda ayudarla en cualquier cosa que usted necesite.
Mientras se alejaba, Lizzie pensó: «Creo que acabo de recibir mi primera proposición adúltera. Y yo, que estoy de seis meses. ¡Viejo verde!». Hubiera tenido que sentirse indignada, pero, en realidad, se alegraba. Por supuesto que jamás aceptaría su ofrecimiento. Es más, en adelante haría todo lo posible por evitar al coronel. No obstante, a ella le parecía muy halagador que alguien la encontrara todavía deseable.
—Vamos un poco más rápido, Jimmy —dijo—. Quiero cenar.
A la mañana siguiente mandó llamar a Lennox a su salón. No había vuelto a hablar con él desde el incidente de la Ferry House. Le tenía mucho miedo y, por un instante, pensó en la posibilidad de llamar a Mack para que la protegiera, pero no quiso dar la impresión de que necesitaba un guardaespaldas en su propia casa.
Tomó asiento en un gran sillón labrado que debía de haber sido llevado desde Gran Bretaña a la colonia un siglo atrás y esperó. Lennox se presentó dos horas más tarde con las botas sucias de barro.
Lizzie comprendió que el retraso era su manera de demostrarle que no se apresuraba a obedecer cuando ella soltaba un silbido. En caso de que lo hubiera reprendido, estaba segura de que él se hubiera sacado de la manga una excusa. Por consiguiente, decidió comportarse como si él hubiera respondido a su llamada de inmediato.
—Vamos a desbrozar Pond Copse para poder plantar tabaco la próxima primavera —le dijo—. Quiero que se empiece a hacer hoy mismo.
Por una vez, consiguió pillar a Lennox por sorpresa.
—¿Por qué? —preguntó éste.
—Los plantadores de tabaco tienen que desbrozar nuevas tierras todos los inviernos. Es la única manera de obtener buenas cosechas. He estado echando un vistazo por ahí y Pond Copse me parece el lugar más idóneo. El coronel Thumson está de acuerdo conmigo.
—Bill Sowerby nunca lo ha hecho.
—Pero Bill Sowerby nunca ha ganado dinero.
—Los viejos campos no tienen nada de malo.
—El cultivo del tabaco agota la tierra.
—Ya lo sé —dijo Lennox—. Por eso la abonamos.
Lizzie frunció el ceño. Thumson no le había hablado para nada de los abonos.
—No sé…
Su vacilación tuvo fatales consecuencias.
—Esas cosas es mejor dejárselas a los hombres —dijo Lennox.
—No me venga con sermones —replicó Lizzie—. Hábleme de los abonos.
—Por la noche, soltamos al ganado en los campos de tabaco para que dejen el abono. Eso refresca la tierra para la siguiente estación.
—Pero nunca rinde tanto como la nueva —dijo Lizzie sin estar demasiado segura de que fuera cierto.
—Es lo mismo —insistió Lennox—. Pero, si quiere hacerlo, tendrá que hablar con el señor Jamisson.
No soportaba dejarse ganar por Lennox aunque sólo fuera con carácter temporal, pero no tendría más remedio que esperar a que regresara Jay.
—Puede retirarse —dijo sin apenas poder disimular su irritación.
Lennox esbozó una sonrisa de triunfo y salió sin decir nada.
Lizzie trató de dedicar el resto de la jornada al descanso, pero a la mañana siguiente, efectuó su habitual recorrido por la plantación.
En los cobertizos, los haces de plantas de tabaco se sacaban de los ganchos, donde habían sido puestos a secar para separar las hojas de los tallos y se arrancaban las gruesas fibras. Al día siguiente, se volverían a atar y se cubrirían con un lienzo para que «sudaran».
Algunos braceros se encontraban en el bosque talando árboles para hacer toneles mientras que otros estaban sembrando trigo invernal en Stream Quarter. Lizzie vio a Mack, trabajando al lado de una joven negra. Cruzaban en fila el campo arado esparciendo las semillas que llevaban en unos pesados cestos. Lennox los seguía, espoleando a los más lentos con un puntapié o un latigazo. El látigo era de madera flexible, tenía el mango rígido y medía unos ochenta o noventa centímetros de longitud. Al ver que Lizzie le estaba observando, Lennox empezó a utilizarlo con más liberalidad, como si la desafiara a que intentara impedírselo.
La chica que trabajaba al lado de Mack se acababa de desplomar al suelo. Era Bess, una alta y delgada adolescente de unos quince años de edad. La madre de Lizzie hubiera dicho que su estatura había crecido más que su fuerza.
Lizzie corrió a socorrerla, pero Mack estaba más cerca. El joven dejó el cesto en el suelo, se arrodilló al lado de la muchacha y le tocó la frente y las manos diciendo:
—Creo que simplemente se ha desmayado.
Lennox se acercó y le propinó a la joven un puntapié en las costillas con una de sus pesadas botas.
El cuerpo se estremeció por efecto del impacto, pero los ojos no se abrieron.
—¡Ya basta, no le pegue patadas! —gritó Lizzie.
—Puta negra holgazana, ya le enseñaré yo una lección —dijo Lennox, echando hacia atrás el brazo en el que sostenía el látigo.
—¡No se atreva a hacerlo! —le gritó Lizzie.
Lennox descargó el látigo sobre la espalda de la esclava inconsciente.
Mack se levantó de un salto.
—¡Basta! —gritó Lizzie.
Lennox volvió a levantar el látigo.
Mack se interpuso entre Lennox y Bess.
—Tu ama te ha dicho que basta —le dijo a Lennox.
Lennox se pasó el látigo a la otra mano y azotó el rostro de Mack.
Mack se tambaleó y se acercó una mano al rostro. Una roncha morada apareció inmediatamente en su mejilla y la sangre empezó a bajarle por los labios.
Lennox volvió a levantar el látigo, pero no pudo descargar el latigazo.
Lizzie apenas se dio cuenta de lo que ocurrió, pero, de repente, vio a Lennox tendido boca arriba en el suelo entre gemidos y a Mack con el látigo en la mano. Éste lo sostuvo con ambas manos y lo quebró sobre su rodilla antes de arrojárselo despectivamente a Lennox.
Lizzie experimentó una oleada de triunfo. El matón estaba vencido.
Los esclavos se congregaron a su alrededor, contemplándolo en silencio.
—¡Todos al trabajo! —dijo Lizzie.
Los peones dieron media vuelta y reanudaron la tarea de la siembra. Lennox se levantó y miró enfurecido a Mack.
—¿Puedes llevar a Bess a la casa? —preguntó Lizzie a Mack.
—Pues claro —contestó Mack, tomando a la chica en brazos.
Cruzaron los campos hasta la casa y la llevaron a la cocina situada en un edificio anexo de la parte de atrás. Cuando Mack la acomodó en una silla, la chica ya había recuperado el conocimiento.
La cocinera Sarah era una sudorosa negra de mediana edad. Lizzie le ordenó ir en busca del brandy de Jay. Bess tomó un sorbo y aseguró que ya se encontraba mejor y sólo notaba las costillas magulladas. No comprendía por qué razón se había desmayado. Lizzie le dijo que comiera un poco y descansara hasta el día siguiente.
Al salir de la cocina, Lizzie vio a Mack mirándola con la cara muy seria.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Me debo de haber vuelto loco —contestó Mack.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó ella en tono de reproche—. ¡Lennox ha desobedecido una orden mía directa!
—Es un hombre vengativo. ¡No hubiera tenido que humillarle!
—¿Cómo puede vengarse de ti?
—Muy fácilmente. Es el capataz.
—No lo consentiré —dijo Lizzie con determinación.
—Usted no me puede vigilar todo el día.
—Por supuesto que sí.
Lizzie no toleraría que Mack sufriera las consecuencias de lo que había hecho.
—Me fugaría si supiera adónde ir. ¿Ha visto usted alguna vez un mapa de Virginia?
—No te fugues. —Lizzie frunció el ceño con expresión pensativa y, de repente, se le ocurrió una idea—. Ya sé lo que vamos a hacer… trabajarás en la casa.
Mack la miró sonriendo.
—Me encantaría, pero puede que no sea un buen mayordomo.
—No, no… no como criado. Podrías ser el encargado de las reparaciones. Me tienen que pintar y arreglar los cuartos de los niños.
Mack la miró con recelo.
—¿Lo dice en serio?
—¡Por supuesto que sí!
—Sería… maravilloso poder alejarme de Lennox.
—Entonces te alejarás.
—No sabe usted lo que eso significa para mí.
—Para mí también… me siento más segura teniéndote cerca. Yo también le tengo miedo a Lennox.
—Y con razón.
—Necesitarás una camisa nueva, un chaleco y calzado de casa.
Disfrutaría vistiéndolo con prendas de calidad.
—Qué lujos —dijo Mack con una sonrisa.
—Ya está todo arreglado —dijo Lizzie con determinación—. Puedes empezar inmediatamente.
Al principio, los esclavos de la casa estaban un poco molestos con la fiesta, pues siempre habían mirado por encima del hombro a los braceros de los campos. Sarah, en particular, no soportaba tener que cocinar para esa basura que come
hominy
y pan de maíz. Sin embargo, Lizzie se burló de su esnobismo, les gastó bromas y, al final, consiguió que todos captaran la idea y asimilaran el espíritu que la había inspirado.
El sábado al ponerse el sol el personal de la cocina ya estaba preparando el banquete. Pimienta Jones, el intérprete de banjo, se había presentado borracho como una cuba al mediodía. McAsh lo obligó a beber litros de té, lo puso a dormir en un retrete y consiguió que se serenara. Su instrumento tenía cuatro cuerdas de
catgut
tensadas sobre una calabaza y el sonido era una mezcla de piano y tambor.
Mientras recorría el patio supervisando los preparativos, Lizzie se emocionó. Estaba deseando celebrar aquella fiesta, a pesar de que ella no participaría en el jolgorio: tenía que interpretar el papel de la Señora Generosa, serena y altiva. Pero disfrutaría viendo desmelenarse a otras personas.
Cuando cayó la noche, todo estaba preparado. Se había espitado un nuevo barril de sidra y varios jamones con abundancia de grasa se estaban asando sobre el fuego; cientos de boniatos se estaban cociendo en grandes calderas de agua hirviendo y unas largas barras de pan blanco de dos kilos de peso, aguardaban el momento de ser cortadas en rebanadas.
Lizzie aguardaba con impaciencia la llegada de los esclavos desde los campos y esperaba que cantaran las rítmicas y nostálgicas melodías que solían entonar en el trabajo, pero que siempre interrumpían cuando se acercaba el amo.
Cuando salió la luna, las viejas, con los niños agarrados a sus faldas, abandonaron el recinto de los esclavos, sosteniendo a los bebés sobre sus caderas. No sabían dónde estaban los braceros: les daban la comida por la mañana y ya no los volvían a ver hasta que terminaba la jornada.
Los braceros sabían que aquella noche tenían que subir a la casa.
Lizzie le había dicho a Kobe que se encargara de decírselo a todo el mundo y Kobe era muy de fiar. Ella había estado muy ocupada y no había podido salir a los campos, pero los hombres habrían estado trabajando en los confines más alejados de la plantación y seguramente tardarían un buen rato en regresar. Confiaba en que los boniatos no se ablandaran demasiado y se convirtieran en papilla.
Pasó el tiempo y no apareció nadie. Cuando ya había transcurrido más de una hora desde el anochecer, Lizzie comprendió que algo había sucedido. Reprimiendo a duras penas su cólera, mandó llamar a McAsh y le dijo:
—Busca a Lennox y dile que suba.
Pasó casi una hora, pero al final McAsh regresó con Lennox, el cual ya había empezado la noche bebiendo. Lizzie estaba furiosa.
—¿Dónde están los braceros de los campos? —le preguntó—. ¡Ya tendrían que estar aquí!
—Ah, sí —dijo Lennox, hablando con deliberada lentitud—. Hoy no ha sido posible.
Su insolencia le hizo comprender a Lizzie que habría buscado algún medio infalible de dar al traste con sus planes.
—Han estado talando árboles para construir barriles en Stafford Park. —Stafford Park se encontraba a unos quince kilómetros de distancia río arriba—. Como tendrán que trabajar allí unos cuantos días, hemos montado un campamento. Los braceros se quedarán allí con Kobe hasta que terminemos.