Una sombra cruzó por el rostro de Mack.
—Estuve una vez un domingo.
—¿Para qué?
—Para buscar a Cora.
—¿Y la encontraste?
—No.
—Lo siento.
Mack se encogió de hombros.
—Todo el mundo ha perdido a alguien —dijo con tristeza.
Lizzie hubiera querido rodearlo con sus brazos para consolarlo, pero reprimió su deseo. A pesar de que estaba embarazada, no podía abrazar a nadie más que a su esposo.
—¿Crees que podremos convencer a Pimienta Jones para que venga a actuar aquí? —preguntó jovialmente.
—Estoy seguro de que sí. Le he visto tocar en el recinto de los esclavos de la plantación Thumson.
—¿Y tú qué estabas haciendo allí? —le preguntó Lizzie, intrigada.
—Estaba de visita.
—Nunca pensé que los esclavos se dedicaran a eso.
—Hay que tener algo en la vida, aparte del trabajo.
—¿Y qué haces tú?
—A los chicos les encantan las peleas de gallos… son capaces de recorrer más de quince kilómetros para ir a verlas. A los jóvenes les gustan las jóvenes. Los mayores sólo quieren ver a los hijos de sus compañeros y hablar de los hermanos y hermanas que han perdido. Y cantan tristes canciones africanas. Aunque no se entiendan las palabras, la música le eriza a uno los pelos.
—Los mineros del carbón también solían cantar.
—Sí, es cierto —dijo Mack, tras una pausa.
Lizzie comprendió que sus palabras lo habían entristecido.
—¿Crees que volverás alguna vez a High Glen?
—No. ¿Y usted cree que volverá?
Las lágrimas asomaron a los ojos de Lizzie.
—No —contestó la joven—, no creo que ni tú ni yo volvamos jamás allí.
El niño dio un puntapié en su vientre.
—¡Ay!
—¿Qué ocurre? —preguntó Mack.
Lizzie se apoyó una mano en el vientre.
—La criatura está dando puntapiés. No quiere que yo recuerde con nostalgia High Glen. Él será virginiano. ¡Uy! Lo ha vuelto a hacer.
—¿Y eso duele mucho?
—Pues sí… toca.
Lizzie tomó su mano y la apoyó sobre su vientre. Sus dedos eran duros y tenían la piel muy áspera, pero el roce era extremadamente suave. La criatura no se movió.
—¿Cuándo tiene que nacer? —preguntó Mack.
—Dentro de diez semanas.
—¿Y cómo lo llamará?
—Mi marido ha decidido llamarlo Jonathan si es niño y Alicia si es niña.
La criatura se movió.
—¡Menuda fuerza! —comentó Mack, riéndose—. No me extraña que haga usted una mueca —añadió, retirando la mano.
Lizzie pensó que ojalá la hubiera dejado sobre su vientre un poco más. Para disimular sus sentimientos, cambió de tema.
—Hablaré con Bill Sowerby sobre la fiesta.
—¿No se ha enterado?
—¿De qué?
—Pues de que Bill Sowerby se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿Qué quieres decir?
—Que ha desaparecido.
—¿Cuándo?
—Hace un par de noches.
Lizzie recordó que llevaba dos días sin ver a Sowerby, pero no se había alarmado porque no le veía necesariamente a diario.
—¿Dijo si volvería?
—No sé si habló con alguien directamente. Pero yo creo que no volverá.
—¿Por qué?
—Le debe dinero a Sidney Lennox, un montón de dinero, y no puede pagárselo.
Lizzie se indignó.
—Y supongo que ahora Lennox actúa de capataz.
—Sólo ha transcurrido un día laborable… pero sí, él hace de capataz.
—¡Yo no quiero que esa bestia se haga cargo de la administración de la plantación! —exclamó, enfurecida.
—Estoy de acuerdo —dijo enérgicamente Mack—. Los braceros tampoco lo quieren.
Lizzie frunció recelosamente el ceño. A Sowerby le debían muchos sueldos atrasados. Jay le había dicho que le pagaría cuando se vendiera la primera cosecha de tabaco. ¿Por qué no había esperado? Hubiera podido pagar sus deudas más adelante. Debió de asustarse por algo. Seguro que Lennox lo habría amenazado. Cuanto más lo pensaba, más se enfurecía.
—Creo que Lennox lo ha obligado a marcharse —dijo.
Mack asintió con la cabeza.
—Apenas sé nada, pero yo también lo creo. Me enfrenté con Lennox y mire lo que me ha ocurrido.
Lo dijo sin compadecerse de sí mismo, simplemente con amargura, pero Lizzie se conmovió.
—Tienes que estar orgulloso —dijo Lizzie, rozándole el brazo—. Eres valiente y honrado.
—En cambio, Lennox es cruel y corrupto y, ¿qué es lo que va a pasar? Pues que se convertirá en el capataz de aquí, les robará a ustedes todo lo que pueda de una forma o de otra, abrirá una taberna en Fredericksburg y no tardará en vivir como en Londres.
—Eso no ocurrirá a poco que yo pueda impedirlo —dijo Lizzie con determinación—. Hablaré ahora mismo con él. —Lennox ocupaba una casita de dos habitaciones junto a los cobertizos del tabaco, cerca de la casa de Sowerby—. Espero que esté en casa.
—Ahora no está. A esta hora del domingo suele estar en la Ferry House, una taberna que hay a unos cinco o seis kilómetros río arriba. Se quedará allí hasta última hora de la noche.
Lizzie no podía esperar hasta el día siguiente. Cuando se le metía algo en la cabeza, no tenía paciencia.
—Iré a la Ferry House. Como no puedo montar… tomaré el coche.
Mack frunció el ceño.
—¿No sería mejor discutir con él aquí, donde usted es la señora de la casa? Es un hombre muy duro.
Lizzie experimentó una punzada de dolor. Mack tenía razón. Lennox era peligroso. Sin embargo, no podía aplazar el enfrentamiento.
Mack la protegería.
—¿Querrías acompañarme? —le preguntó—. Me sentiría más segura contigo.
—Por supuesto que sí.
—Tú conducirás el coche.
—Tendrá que enseñarme.
—No es difícil.
Subieron desde el río a la casa. Jimmy, el mozo de cuadra, estaba dando de beber a los caballos. Mack y él sacaron el coche y engancharon la jaca mientras Lizzie entraba en la casa para ponerse el sombrero.
Salieron de la finca por el camino que bordeaba el río y lo siguieron corriente arriba hasta el paso del transbordador. La Ferry House era un edificio de madera no mucho más grande que las casas de dos habitaciones donde vivían Sowerby y Lennox. Mack ayudó a Lizzie a bajar del coche y le sostuvo la puerta de la taberna para que entrara.
Dentro estaba oscuro y lleno de humo. Diez o doce personas permanecían sentadas en bancos y sillas de madera, bebiendo en jarras y tazas de loza. Algunos jugaban a las cartas o los dados y otros fumaban en pipa. Desde una estancia interior se oía el sonido de las bolas de billar.
No había mujeres ni negros.
Mack la siguió, pero se quedó junto a la puerta, con el rostro envuelto en las sombras.
Un hombre salió de la trastienda secándose las manos con una toalla.
—¿Qué puedo servirle, señor?… ¡Ah! ¡Una dama!
—Nada, gracias —contestó Lizzie en voz alta mientras cesaban todas las conversaciones. Miró a su alrededor y vio a Lennox en un rincón, inclinado sobre un cubilete y un par de dados. En la mesita que tenía delante había varios montoncitos de monedas. La interrupción pareció contrariarle.
Lennox recogió pausadamente las monedas antes de levantarse y quitarse el sombrero.
—¿Qué está usted haciendo aquí, señora Jamisson?
—Es evidente que no he venido a jugar a los dados —contestó Lizzie en tono cortante—. ¿Dónde está el señor Sowerby?
Oyó unos murmullos de aprobación, como si algunos de los presentes también quisieran saber qué había sido de Sowerby. Un hombre de cabello canoso se volvió en su silla para mirarla.
—Por lo visto, se ha escapado —contestó Lennox.
—¿Y por qué no he sido informada?
Lennox se encogió de hombros.
—Porque no puede usted hacer nada.
—Aun así, lo quiero saber todo. No se le ocurra volver a hacerlo. ¿Está claro?
Lennox no contestó.
—¿Por qué se ha ido Sowerby?
—¿Cómo quiere que yo lo sepa?
—Debía dinero —terció el hombre del cabello gris.
Lizzie se volvió a mirarle.
—¿A quién?
El hombre señaló con el pulgar.
—A Lennox, ¿a quién si no?
Lizzie miró a Lennox.
—¿Es eso cierto?
—Sí.
—¿Por qué?
—No sé qué quiere usted decir.
—¿Por qué le pidió dinero?
—Bueno, en realidad, no me pidió dinero. Más bien lo perdió.
—En el juego.
—Sí.
—¿Y usted le amenazó?
El hombre del cabello gris soltó una sarcástica risotada.
—Vaya si lo hizo. Lo juro.
—Me limité a exigir mi dinero —dijo fríamente Lennox.
—Y por eso se fue.
—Le aseguro que no sé por qué se fue.
—Creo que le tenía miedo.
Una siniestra sonrisa se dibujó en el rostro de Lennox.
—Muchas personas me tienen miedo —dijo sin molestarse en disimular el tono de amenaza.
Lizzie estaba furiosa, pero también asustada.
—Vamos a aclarar una cosa —dijo. Le temblaba la voz y tragó saliva para poder controlarla—. Yo soy la dueña de la plantación y usted hará lo que yo diga. Yo asumo la administración de la finca hasta el regreso de mi marido. Entonces él decidirá cómo sustituir al señor Sowerby.
Lennox sacudió la cabeza.
—Oh, no —dijo—. Yo soy el ayudante de Sowerby, señora. El señor Jamisson me dijo bien claro que yo me encargaría de la plantación en caso de que Sowerby se pusiera enfermo o le ocurriera cualquier otra cosa. Además, ¿qué sabe usted sobre el tabaco?
—Casi tanto como un tabernero de Londres por lo menos.
—Bueno, pues, no es eso lo que piensa el señor Jamisson y yo sólo recibo órdenes suyas.
Lizzie experimentó el deseo de echarse a gritar de rabia. ¡No podía permitir que aquel hombre mandara en su plantación!
—¡Se lo advierto, Lennox, será mejor que me obedezca!
—¿Y si no lo hago? —Lennox se adelantó sonriendo hacia ella mientras de su cuerpo se escapaba el característico olor a fruta madura. Lizzie se vio obligada a retroceder. Los otros parroquianos de la taberna se quedaron petrificados en sus asientos—. ¿Qué va usted a hacer, señora Jamisson? —preguntó, acercándose—. ¿Derribarme al suelo de un puñetazo?
Inesperadamente, Lennox levantó la mano por encima de su cabeza en un gesto que hubiera podido ser una ilustración de lo que estaba diciendo, pero que igual hubiera podido ser una amenaza.
Lizzie emitió un grito de terror y saltó hacia atrás. Golpeó una silla con las piernas y cayó ruidosamente en el asiento.
De pronto, apareció Mack y se interpuso entre ambos.
—Le has levantado la mano a una mujer, Lennox —dijo—. Ahora vamos a ver cómo se la levantas a un hombre.
—¿Tú? —dijo Lennox—. No sabía que eras tú el que estaba sentado allí en aquel rincón como un negro de mierda.
—Pues, ahora que ya lo sabes, ¿qué vas a hacer?
—Eres un insensato, McAsh. Siempre te pones del lado de los perdedores.
—Has insultado a la esposa del hombre que es tu propietario… no me parece una actitud muy inteligente.
—No he venido aquí para discutir sino para jugar a los dados —dijo Lennox, dando media vuelta para regresar a su mesa.
Lizzie estaba tan furiosa y disgustada como al llegar.
Mack abrió la puerta y le cedió el paso al salir.
Cuando consiguió calmarse un poco, Lizzie decidió aprender algo más acerca del cultivo del tabaco. Lennox intentaría asumir el mando de la situación y ella sólo podría derrotarle convenciendo a Jay de que era capaz de cumplir la tarea mejor que él. Ya sabía muchas cosas acerca de la administración de una plantación, pero no conocía realmente la planta propiamente dicha.
Al día siguiente, sacó el coche con la jaca y fue a ver de nuevo al coronel Thumson, llevando a Jimmy de cochero.
Durante las semanas transcurridas desde la fiesta, los vecinos se habían mostrado muy fríos con sus anfitriones y especialmente con Jay. Les habían invitado a los grandes acontecimientos sociales como, por ejemplo, un baile o una fastuosa boda, pero nadie les había pedido que asistieran a una pequeña fiesta o una cena íntima. Sin embargo, cuando Jay se fue a Williamsburg, cambiaron de actitud. La señora Thumson visitó a Lizzie y Suzy Delahaye la invitó a tomar el té. Lizzie lamentó que la prefirieran a ella, pero comprendía que Jay los había ofendido a todos con sus opiniones.
Mientras se dirigía a la plantación Thumson, le llamó la atención el próspero aspecto que ésta ofrecía. Había hileras de grandes toneles en el embarcadero, los esclavos se encontraban en muy buena forma y trabajaban con energía; los cobertizos estaban perfectamente pintados y los campos aparecían muy bien cuidados. Vio al coronel al otro lado de un prado, hablando con un pequeño grupo de braceros y señalándoles algo con el dedo. Jay nunca iba a los campos para dar instrucciones.
La señora Thumson era una gruesa y afable mujer de cincuenta y tantos años. Los hijos de los Thumson ya eran mayores y vivían en otro sitio. La esposa del coronel le sirvió el té y se interesó por su embarazo. Lizzie le confesó que a veces le dolía la cabeza y que tenía constantes ardores de estómago, pero lanzó un suspiro de alivio al averiguar que a la señora Thumson le había ocurrido exactamente lo mismo en sus embarazos. Añadió que a veces sufría unas pequeñas hemorragias. Al oírlo, la señora Thumson le dijo que eso a ella no le había ocurrido jamás. Aunque no era nada insólito, le aconsejó que intentara descansar un poco más.
Sin embargo, Lizzie no había acudido allí para hablar de su embarazo y se alegró cuando entró el coronel para tomar el té con ellas. El coronel era un hombre de cincuenta y tantos años, de elevada estatura y cabello canoso, muy fuerte para su edad. Le estrechó la mano, mirándola con la cara muy seria, pero ella lo ablandó con una sonrisa y un cumplido.
—¿Cómo es posible que su plantación sea la más bonita de por aquí?
—Vaya, le agradezco mucho que me lo diga —replicó el coronel—. Yo diría que el principal factor es mi presencia. Mire, Bill Delahaye se pasa la vida en las carreras de caballos y las peleas de gallos. John Armstead prefiere la bebida al trabajo y su hermano se pasa todas las tardes jugando al billar y a los dados en la Ferry House.
El coronel no hizo ningún comentario sobre Mockjack Hall.
—¿Por qué están tan fuertes sus esclavos?
—Bueno, eso depende de lo que les das de comer. —Estaba claro que al coronel le encantaba comunicar sus conocimientos a una joven atractiva—. Pueden vivir con
hominy
y pan de maíz, pero trabajan mejor si les das pescado salado todos los días y carne una vez a la semana. Sale un poco caro, pero más barato que comprar esclavos nuevos cada pocos años.