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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (53 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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La crisis política había distraído momentáneamente a Jay de su apurada situación, pero ahora sus problemas personales volvieron a acosarle con toda su fuerza y lo mantuvieron despierto toda la noche. Le echaba la culpa a su padre por haberle entregado una plantación que no reportaba beneficios y maldecía a Lennox por haber abonado en exceso los campos en lugar de desbrozar otras tierras. Se preguntó si su cosecha de tabaco habría sido quemada por los inspectores, no por su mala calidad sino simplemente para castigarle por su lealtad al rey inglés. Mientras daba incesantes vueltas en la cama, llegó a pensar que Lizzie habría dado a luz a propósito a una niña muerta para fastidiarle.

Se presentó muy temprano en la casa de Murchman. Era la única oportunidad que le quedaba. Cualquiera que fuera el motivo, no había logrado mejorar la rentabilidad de la plantación. Si no consiguiera otro préstamo, los acreedores ejecutarían la hipoteca y él se quedaría sin casa y sin un céntimo.

Murchman parecía muy nervioso.

—He conseguido que su acreedor venga a reunirse aquí con usted —le dijo.

—¿Mi acreedor? Usted me dijo que eran varios.

—Sí, en efecto… fue un pequeño engaño y le pido perdón. El hombre quería conservar el anonimato.

—¿Y ahora por qué ha decidido salir a la luz?

—Eso… no lo sé.

—Bueno, supongo que debe de estar dispuesto a prestarme el dinero que necesito… de lo contrario, ¿por qué molestarse en hablar conmigo?

—Creo que tiene usted razón… aunque él no me ha dicho nada.

Llamaron a la puerta principal de la casa y Jay oyó unos ahogados murmullos.

—Por cierto, ¿quién es?

—Será mejor que él mismo se presente.

Se abrió la puerta de la estancia y entró Robert, el hermanastro de Jay.

Jay se levantó de un salto.

—¡Tú! —exclamó—. ¿Cuándo has llegado?

—Hace unos días —contestó Robert.

Jay le tendió la mano y Robert se la estrechó brevemente. Llevaban casi un año sin verse y Robert se parecía cada vez más a su padre: había engordado y sus modales eran tan bruscos y despectivos como los de su padre.

—¿O sea que eres tú quien me prestó el dinero?

—Fue nuestro padre —contestó Robert.

—¡Menos mal! Temía no poder pedirle otro préstamo a un desconocido.

—Pero nuestro padre ya no es tu acreedor —dijo Robert—. Ha muerto.

—¿Muerto? —Jay volvió a sentarse, profundamente consternado por la noticia—. Nuestro padre aún no había cumplido los sesenta. ¿Cómo…?

—Un ataque al corazón.

Jay comprendió que acababa de perder un respaldo. Su padre le había tratado muy mal, pero él siempre había creído que podría recurrir a él y confiar en su fortaleza y su aparente indestructibilidad. De pronto, el mundo se había convertido para él en un lugar más inhóspito. Aunque ya estaba sentado, Jay sintió el deseo de apoyarse en algo.

Miró de nuevo a su hermano y vio en su rostro una expresión de vengativo triunfo. ¿Por qué estaba tan contento?

—Tiene que haber otra cosa —dijo Jay—. ¿Por qué estás tan cochinamente satisfecho?

—Ahora soy tu acreedor —contestó Robert.

Jay comprendió lo que se le venía encima y tuvo la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago.

—Eres un cerdo —dijo en un susurro.

Robert asintió con la cabeza.

—Voy a ejecutar tu hipoteca. La plantación de tabaco es mía. Lo mismo he hecho con High Glen: he comprado las hipotecas y las he ejecutado. Ahora eso también me pertenece.

Jay apenas podía hablar.

—Lo debisteis de tener todo planeado —dijo, haciendo un gran esfuerzo.

Robert asintió con la cabeza.

Jay trató de reprimir las lágrimas.

—Tú y nuestro padre…

—Sí.

—Mi propia familia me ha arruinado.

—Te has arruinado tú mismo porque eres indolente, débil e insensato.

Jay no prestó atención a los insultos. Sólo sabía que su propio padre había planeado su ruina. Recordó haber recibido una carta de Murchman pocos días después de su llegada a Virginia. Su padre debió de escribir por adelantado, ordenándole al abogado que le ofreciera una hipoteca. Había previsto que la plantación tropezaría con dificultades y lo había organizado todo de tal manera que pudiera volver a arrebatársela. Su padre había muerto, pero le había enviado un mensaje de desprecio desde el más allá.

Jay se levantó haciendo un doloroso esfuerzo como si fuera un anciano. Robert permaneció en silencio, mirándole con altivo desdén. Murchman tuvo la delicadeza de mostrarse avergonzado. Con expresión cohibida, corrió a la puerta y la abrió. Jay salió al vestíbulo y a la cenagosa calle.

A la hora de cenar, Jay ya estaba borracho.

Lo estaba tanto que hasta la moza Mandy, la que se había enamorado de él, dejó de interesarse por su persona. Pasó la noche en la taberna Raleigh y Lennox le debió de acompañar a la cama, pues, a la mañana siguiente, se despertó en su habitación.

Sentía deseos de matarse. No tenía nada por lo que vivir: ni hogar, ni futuro, ni hijos. Jamás conseguiría hacer nada de provecho en Virginia ahora que estaba arruinado, y no soportaba la idea de regresar a Gran Bretaña. Su mujer lo odiaba y hasta Felia pertenecía a su hermano. La única pregunta era si descerrajarse un tiro en la cabeza o emborracharse hasta caer muerto.

Estaba tomando una copa de brandy a las once de la mañana cuando su madre entró en la taberna.

Al verla, creyó haberse vuelto loco y se levantó de su asiento sin poder dar crédito a sus ojos.

Leyendo como de costumbre sus pensamientos, ella le dijo:

—No, no soy un fantasma.

Después le dio un beso y se sentó a su lado.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Jay, tras recuperarse de la sorpresa.

—Fui a Fredericksburg y me dijeron dónde estabas. Prepárate para una mala noticia. Tu padre ha muerto.

—Ya lo sé.

Alicia se sorprendió.

—¿Cómo?

Jay le contó la historia y le explicó que Robert era el propietario de la plantación y de High Glen.

—Temía que entre los dos planearan algo por el estilo —dijo amargamente Alicia.

—Estoy arruinado —añadió Jay—. Quería matarme.

Alicia abrió enormemente los ojos.

—Entonces Robert no te ha dicho lo que ha dispuesto tu padre en el testamento.

De repente, Jay vio un destello de esperanza.

—¿Me ha dejado algo?

—A ti, no. A tu hijo.

Jay volvió a hundirse en el desánimo.

—La niña nació muerta.

—Una cuarta parte de la herencia irá a parar a cualquier nieto de tu padre que esté vivo antes de que se cumpla un año de su muerte. Si no hay ningún nieto antes de un año, Robert lo heredará todo.

—¿Una cuarta parte de la herencia? ¡Eso es una fortuna!

—Lo único que tienes que hacer es dejar nuevamente embarazada a Lizzie.

—Bueno, por lo menos, eso sí sabré hacerlo —dijo Jay sonriendo.

—No estés tan seguro. Se ha fugado con aquel minero.

—¿Cómo?

—Se ha ido con McAsh.

—¡Dios mío! ¿Me ha dejado y se ha ido con un deportado? —La humillación era demasiado grande. Jay apartó la mirada—. Eso no lo voy a resistir.

—Se han llevado un carro, seis de tus caballos y suministros suficientes para poner en marcha seis granjas.

—¡Malditos ladrones! —gritó Jay con indignada impotencia—. ¿Y tú no lo has podido impedir?

—Acudí a ver al sheriff… pero Lizzie ha sido muy lista. Divulgó una historia según la cual le llevaba unos regalos a un primo de Carolina del Norte. Los vecinos le dijeron al sheriff que yo no era más que una suegra regañona que quería armar alboroto.

—Todos me odian por mi lealtad al rey. —El paso de la esperanza a la desesperación fue demasiado duro y Jay cayó en una especie de letargo—. Ya todo me da igual —dijo—. El destino está en mi contra.

—¡No te des todavía por vencido!

Mandy, la moza de la taberna, interrumpió su conversación para preguntarle a Alicia qué iba a tomar. Alicia pidió un té. Mandy miró con una seductora sonrisa a Jay.

—Podría tener un hijo con otra mujer —dijo Jay cuando Mandy se retiró.

Alicia miró con desprecio el contoneo del trasero de la moza.

—No vale —dijo—. El nieto tiene que ser legítimo.

—¿Me podría divorciar de Lizzie?

—No. Hace falta un decreto del Parlamento y se necesita una fortuna y, además, no tenemos tiempo. Mientras viva Lizzie, tiene que ser con ella.

—No sé adónde ha ido.

—Yo sí.

Jay miró fijamente a su madre. Su inteligencia no cesaba de asombrarle.

—¿Cómo lo sabes?

—Los he seguido.

Jay sacudió la cabeza con incrédula admiración.

—¿Cómo lo hiciste?

—No fue difícil. Pregunté por ahí si habían visto un carro de cuatro caballos con un hombre, una mujer y una niña. No hay tanto tráfico como para que la gente se olvide.

—¿Y adónde han ido?

—Se dirigieron al sur hacia Richmond. Allí siguieron un sendero llamado Three Notch Trail y se dirigieron hacia las montañas del oeste. Entonces, giré hacia el este y vine aquí. Si sales esta misma mañana, sólo estarás a tres días de viaje de ellos.

Jay lo pensó. Aborrecía la idea de perseguir a una esposa fugitiva porque le hacía sentirse ridículo. Pero era su única posibilidad de heredar. Una cuarta parte de la herencia de su padre era una fortuna inmensa.

¿Qué haría cuando le diera alcance?

—¿Y si Lizzie no quiere regresar? —dijo.

Su madre le miró con expresión decidida.

—Hay otra posibilidad, por supuesto. —Alicia estudió fríamente a Mandy y volvió a mirar a su hijo—. Podrías dejar embarazada a otra mujer, casarte con ella y heredar… si Lizzie muriera de repente.

Jay miró a su madre en silencio.

—Se dirigen hacia el desierto —prosiguió diciendo Alicia—, un lugar sin ley donde puede ocurrir cualquier cosa, pues no hay sheriffs ni forenses. Las muertes repentinas son normales y nadie hace preguntas.

Jay tragó saliva y alargó la mano hacia la copa. Su madre le cubrió la mano para impedir que siguiera bebiendo.

—Ya basta —le dijo—. Tienes que ponerte en camino.

Jay retiró la mano a regañadientes.

—Llévate a Lennox —le aconsejó Alicia—. Si ocurriera lo peor y tú no lograras convencer a Lizzie de que regresara contigo… él sabrá cómo resolver la situación.

—Muy bien —dijo Jay, asintiendo con la cabeza—. Lo haré.

37

E
l antiguo sendero de caza de búfalos llamado Three Notch Trail se dirigía hacia el oeste kilómetro tras kilómetro, atravesando el ondulado paisaje de Virginia. Por lo que Lizzie podía ver en el mapa de Mack, discurría paralelo al río James. El camino cruzaba una interminable serie de lomas y valles formados por centenares de arroyos que desembocaban en el James. Al principio, pasaron por fincas tan grandes como las que había en los alrededores de Fredericksburg, pero, a medida que se alejaban hacia el oeste, las casas y los campos eran cada vez más pequeños y los parajes boscosos eran cada vez más vastos.

Lizzie estaba contenta. Tenía miedo y se sentía culpable, pero no podía evitar una sonrisa. Cabalgaba al aire libre al lado del hombre al que amaba y estaba iniciando una emocionante aventura. Temía en su fuero interno lo que pudiera ocurrir, pero el corazón le brincaba de alegría en el pecho.

Estaban forzando mucho a los caballos porque temían que los siguieran, pues Alicia Jamisson no se quedaría tranquilamente sentada en casa, aguardando el regreso de Jay. Enviaría mensajes a Fredericksburg o se trasladaría allí personalmente para comunicarle a su hijo lo ocurrido. De no haber sido por la noticia de Alicia acerca del testamento de sir George, tal vez Jay se hubiera encogido de hombros y hubiera permitido que se fueran. Pero ahora él necesitaba una esposa para que le diera el necesario hijo. Y seguramente saldría de inmediato en su persecución.

Le llevaban varios días de adelanto, pero él viajaría más rápido porque no necesitaba una carretada de provisiones y suministros. ¿Cómo les pisaría los talones a los fugitivos? Tendría que preguntar en las casas y las tabernas del camino, confiando en que la gente recordara quién había pasado por allí. El camino no era muy transitado y un carro podía llamar la atención.

Al tercer día, la campiña empezó a ceder el lugar al terreno montañoso. Los campos cultivados fueron sustituidos por los pastizales y una azulada cordillera montañosa apareció en el lejano horizonte. Los caballos estaban tremendamente cansados, tropezaban por el camino e iban cada vez más despacio. En las cuestas, Mack, Lizzie y Peg bajaban del carro y caminaban a pie para aligerar la carga, pero no era suficiente. Las bestias inclinaban las cabezas, avanzaban lentamente y no reaccionaban al látigo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Mack con inquietud.

—Les tenemos que alimentar mejor —contestó Lizzie—. Sólo viven de lo que rozan de noche. Para un esfuerzo como éste en el que tienen que tirar de un carro todo el día, los caballos necesitan avena.

—Hubiera tenido que llevar un poco —dijo tristemente Mack—. No se me ocurrió… porque yo no entiendo mucho de caballos.

Aquella tarde llegaron a Charlottesville, un nuevo caserío situado en el punto donde el Three Notch Trail se cruzaba con el antiguo sendero de los indios semínolas que discurría de norte a sur. La localidad tenía unas calles paralelas que ascendían por la cuesta de la colina desde el camino, pero la mayoría de los campos no estaban cultivados y sólo había una docena de casas. Lizzie vio el edificio del juzgado con un poste de flagelación en el exterior y una taberna identificada por un rótulo en el que figuraba el tosco dibujo de un cisne.

—Podríamos comprar avena aquí —sugirió Lizzie.

—Será mejor que no nos detengamos —dijo Mack—. No quiero que la gente se fije en nosotros y nos recuerde.

Lizzie lo comprendía. Las encrucijadas supondrían un problema para Jay. Tendría que averiguar si los fugitivos habían girado al sur o habían proseguido su camino hacia el oeste. Si ellos llamaran la atención de la gente deteniéndose en la taberna para adquirir provisiones, le facilitarían la tarea. Los caballos no tendrían más remedio que aguantar un poco más.

Unos kilómetros más allá de Charlottesville se detuvieron en un punto donde una senda casi invisible se cruzaba con el camino. Mack encendió una fogata y Peg preparó
hominy
. Debía de haber peces en los arroyos y en los bosques debían de abundar los venados, pero los fugitivos no podían entretenerse en cazar y pescar y se conformaban con comer gachas de maíz. Lizzie descubrió que eran totalmente insípidas y que la pegajosa textura resultaba repulsiva. Trató de comer unas cuantas cucharadas, pero sintió náuseas y tiró el resto. Se avergonzaba de que los esclavos hubieran comido diariamente aquella porquería.

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