Estaba claro que el cochero, un viejo borracho llamado Simmins, se había equivocado de plantación. Bajó para decírselo.
Al salir al porche, reconoció al pasajero.
Era Alicia, la madre de Jay.
Vestía de luto.
—¡Lady Jamisson! —exclamó horrorizada—. ¡Tendría usted que estar en Londres!
—Hola, Lizzie —le dijo su suegra—. Sir George ha muerto.
—Un ataque al corazón —explicó unos minutos más tarde, sentada en el salón con una taza de té—. Se desplomó al suelo sin sentido en el almacén. Lo llevaron a Grosvenor Square, pero murió por el camino.
No se le quebró la voz y las lágrimas no asomaron a sus ojos mientras comentaba la muerte de su marido.
Lizzie recordaba a Alicia como una mujer agraciada más que hermosa, pero ahora vio que había perdido casi por entero su juvenil donaire. Era sólo una mujer de mediana edad que había llegado al final de un matrimonio insatisfactorio. Lizzie la compadeció. «Yo nunca seré como ella», se juró a sí misma.
—¿Le echa de menos? —le preguntó en tono vacilante.
Alicia la miró con la cara muy seria.
—Me casé con la riqueza y la buena posición —contestó— y eso es lo que tuve. Olive fue la única mujer de su vida y él jamás permitió que yo lo olvidara. ¡No pido comprensión! La culpa fue sólo mía y lo he aguantado durante veinticuatro años. Pero no me pidas que lo llore. Sólo experimento una sensación de liberación.
—Es terrible —murmuró Lizzie.
Era el mismo destino que le esperaba a ella, pensó con un estremecimiento de inquietud. No pensaba aceptarlo. Se escaparía con Mack, pero tendría que cuidar de Alicia.
—¿Dónde está Jay? —preguntó lady Jamisson.
—Se ha ido a pedir un préstamo a Williamsburg.
—Eso quiere decir que la plantación no marcha muy bien.
—Nuestra cosecha de tabaco se ha perdido.
Una sombra de tristeza empañó el semblante de Alicia. Lizzie comprendió que Jay había decepcionado a su madre, tal como la había decepcionado a ella… pero Alicia jamás lo reconocería.
—Te estarás preguntando qué dice el testamento de sir George —dijo Alicia.
Lizzie ni siquiera había pensado en el testamento.
—¿Tenía muchas cosas que legar? Pensé que sus negocios estaban pasando por un mal momento.
—Se salvaron gracias al carbón de High Glen. Ha muerto muy rico.
Lizzie se preguntó si le habría dejado algo a Alicia. En caso de que no, quizá ésta esperara vivir con su hijo y su nuera.
—¿Le ha hecho sir George una buena parte?
—Sí, debo decir que mi parte se estipuló antes de nuestra boda.
—¿Y Robert ha heredado todo lo demás?
—Eso es lo que todos suponíamos. Pero mi marido ha dejado una cuarta parte de sus bienes para que se reparta un año después de su muerte entre sus nietos legítimos vivos. Por consiguiente, vuestro hijo es muy rico. ¿Cuándo lo veré? ¿O acaso es una niña?
Estaba claro que Alicia había salido de Londres antes de recibir la carta de Jay.
—Una niña —dijo Lizzie.
—Cuánto me alegro. Será una mujer acaudalada.
—Nació muerta.
Alicia no mostró la menor compasión.
—Maldita sea —exclamó—. Tenéis que tener otro enseguida.
Mack había cargado el carro con semillas, herramientas, cuerdas, clavos, harina de maíz y sal. Había abierto la sala de armas utilizando la llave de Lizzie y había tomado todos los rifles y municiones. Y había cargado también una reja de arado. Cuando llegaran a su destino, convertiría el carro en arado.
Decidió poner cuatro yeguas en los tirantes y tomar, además, dos sementales para destinarlos a la cría. Jay Jamisson se enfurecería por el robo de sus preciosos caballos y Mack estaba seguro de que lo lamentaría mucho más que la pérdida de Lizzie.
Mientras ataba el equipaje, Lizzie salió de la casa.
—¿Quién es la visita? —le preguntó.
—Alicia, la madre de Jay.
—¡Santo cielo! No sabía que iba a venir.
—Ni yo.
Mack frunció el ceño. Alicia no constituía ninguna amenaza para sus planes, pero su esposo puede que sí.
—¿Vendrá también sir George?
—Ha muerto.
Mack lanzó un suspiro de alivio.
—Menos mal. El mundo se ha librado de él.
—¿Crees que podremos marcharnos?
—No veo por qué no. Alicia no nos lo puede impedir.
—¿Y si acude al sheriff y dice que hemos robado todo esto y nos hemos escapado? —dijo Lizzie, señalando el carro.
—Recuerda lo que tenemos que decir. Vas a visitar a un primo que acaba de instalarse como granjero en Carolina del Norte. Y le llevas unos regalos.
—A pesar de que estamos en la ruina.
—Los virginianos son famosos por su generosidad incluso cuando están sin un céntimo.
Lizzie asintió con la cabeza.
—Me encargaré de que el coronel Thumson y Suzy Delahaye se enteren de mis planes.
—Diles que tu suegra no lo aprueba y que intentará ponerte trabas.
—Buena idea. El sheriff no querrá entrometerse en una disputa familiar. —Lizzie dudó un instante y Mack temió que se echara atrás—. ¿Cuándo… cuándo nos iremos? —preguntó con trémula voz.
—Antes de que amanezca —contestó Mack, sonriendo—. Esta noche llevaré el carro al recinto de los esclavos para que no hagamos mucho ruido al salir. Cuando Alicia se despierte, ya estaremos lejos.
Lizzie comprimió con fuerza su brazo y regresó a toda prisa a la casa.
Aquella noche Mack visitó la cama de Lizzie.
Cuando entró en silencio en el dormitorio, la encontró despierta, pensando en la emocionante aventura que emprenderían a la mañana siguiente. Mack le dio un beso en la boca, se desnudó y se acostó a su lado.
Hicieron el amor, hablaron en susurros de sus proyectos y volvieron a hacer el amor. Poco antes del amanecer, Mack se adormiló ligeramente. Lizzie, en cambio, permaneció despierta, contemplando las facciones de su rostro a la luz del fuego de la chimenea mientras pensaba en el viaje de espacio y tiempo que los había conducido desde High Glen hasta aquella cama.
Mack no tardó en despertarse. Volvieron a besarse apasionadamente y se levantaron.
Mack se dirigió a las cuadras mientras Lizzie se vestía con pantalones, botas de montar, camisa y chaleco, se recogía el cabello hacia arriba y tomaba un vestido para poder ponérselo rápidamente en caso de que tuviera que interpretar el papel de una acaudalada dama. Estaba preocupada por el viaje, pero no abrigaba la menor duda con respecto a Mack. Se sentía tan unida a él que le confiaría su vida sin ningún temor.
Cuando él acudió a recogerla, estaba sentada junto a la ventana con una casaca y un sombrero de tres picos. Mack sonrió al verla con su atuendo preferido. La tomó de la mano y ambos bajaron de puntillas la escalera y salieron de la casa.
El carro aguardaba al final del camino, lejos de la vista. Peg ya estaba acomodada en el asiento, envuelta en una manta. Jimmy, el mozo de cuadra, había enganchado cuatro caballos y había atado otros dos con unas cuerdas a la parte de atrás. Todos los esclavos habían salido de sus cabañas para despedirles. Lizzie besó a Mildred y a Sarah y Mack estrechó la mano de Kobe y Cass. Bess, la chica que había resultado herida la noche en que Lizzie perdió a su hija, le arrojó a su ama los brazos al cuello entre sollozos. Todos permanecieron en silencio bajo la luz de las estrellas mientras Mack y Lizzie subían al carro.
Mack tiró de las riendas diciendo:
—¡Arre! ¡En marcha!
Los caballos obedecieron la orden y el carro empezó a moverse.
Una vez fuera de la plantación, Mack tomó el camino de Fredericksburg. Lizzie volvió la vista hacia atrás y vio a los braceros saludándolos en silencio con la mano.
Poco después, se perdieron de vista.
Lizzie miró firmemente hacia delante. En la distancia, ya estaba amaneciendo.
M
atthew Murchman no estaba en la ciudad cuando Jay y Lennox llegaron a Williamsburg. Puede que regresara al día siguiente, les dijo el criado. Jay le dejó una nota, diciendo que necesitaba más dinero y quería verle a la mayor brevedad posible. Después abandonó la casa hecho una furia. Sus asuntos estaban atravesando por un momento muy grave y él necesitaba resolver cuanto antes la situación.
Al día siguiente, obligado a pasar el rato, se dirigió al edificio de ladrillos rojos y grises del Parlamento. La Asamblea, disuelta el año anterior por el gobernador, se había vuelto a reunir después de las elecciones. La Cámara de Representantes era una modesta y oscura sala con hileras de bancos a ambos lados y una especie de garita de centinela en el centro para el presidente. Junto con un puñado de otros espectadores, Jay se situó al fondo, detrás de una barandilla.
Inmediatamente se dio cuenta de que la política de la colonia estaba muy agitada. Virginia, la colonia inglesa más antigua del continente, parecía dispuesta a desafiar a su legítimo soberano.
Los representantes estaban discutiendo la más reciente amenaza de Westminster: el Parlamento británico afirmaba que cualquier persona acusada de traición podía ser obligada a regresar a Londres y ser juzgada según un decreto que se remontaba a Enrique VIII.
Los ánimos en la sala estaban muy encrespados. Jay observó con profunda repugnancia cómo los respetables terratenientes se iban levantando uno detrás de otro para atacar al rey. Al final, aprobaron una resolución, según la cual el decreto de traición era contrario al derecho que tenían todos los súbditos británicos a ser sometidos a juicio por un jurado integrado por conciudadanos.
Después se enzarzaron en otras discusiones a propósito del pago de impuestos a pesar de que ellos no tenían voz ni voto en el Parlamento de Westminster. «Ningún tributo sin representación», coreaban como loros. Esta vez, sin embargo, llegaron más lejos que de costumbre al reivindicar su derecho a colaborar con otras asambleas coloniales en oposición a las exigencias de la Corona.
Jay estaba seguro de que el gobernador no lo consentiría y no se equivocó. Poco antes de la cena, cuando los representantes estaban analizando una cuestión local sin importancia, un oficial de orden interrumpió las deliberaciones diciendo:
—Señor presidente, un mensaje del gobernador.
Le entregó la hoja de papel al escribano, el cual lo leyó y anunció en voz alta:
—Señor presidente, el gobernador ordena la inmediata presencia de esta Asamblea en la Cámara del Consejo.
«Ahora les van a arreglar las cuentas», pensó Jay con mal disimulada satisfacción.
Siguió a los representantes mientras éstos subían los peldaños de la escalera y bajaban por un pasillo. Los espectadores se quedaron en la antesala de la Cámara del Consejo, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. El gobernador Botetourt, viva imagen de un puño de hierro en guante de terciopelo, se encontraba sentado en la cabecera de una mesa ovalada.
—He sido informado de sus resoluciones —dijo con voz pausada—. Me veo en la obligación de disolver la asamblea.
Todos le escucharon en sobrecogido silencio.
—Eso es todo —añadió impacientemente el gobernador.
Jay disimuló su regocijo mientras los representantes abandonaban cabizbajos la Cámara. Una vez en la planta baja del edificio, los representantes recogieron sus documentos y salieron al patio.
Jay se dirigió a la taberna Raleigh y se sentó junto a la barra. Pidió que le sirvieran el almuerzo y galanteó a una moza que se estaba enamorando de él. Mientras esperaba, se sorprendió de ver que muchos representantes se dirigían a una de las salas que había en la parte de atrás del local. Se preguntó si estarían tramando otra traición.
Al terminar de comer, fue a investigar.
Tal como había imaginado, los representantes estaban celebrando un debate sin disimular su rebelión. Estaban ciegamente convencidos de la justicia de su causa y ello les infundía una imprudente sensación de seguridad. ¿Acaso no comprenden, se preguntó Jay, que están incurriendo en la cólera de una de las más grandes monarquías del mundo? ¿No se dan cuenta de que el poderío del Ejército británico acabará con ellos más tarde o más temprano?
Era evidente que no. Su arrogancia era tan inmensa que ninguno de ellos protestó cuando Jay tomó asiento al fondo de la sala, a pesar de constarles su inquebrantable lealtad a la Corona.
Uno de los más exaltados era un tal George Washington, un antiguo oficial del Ejército que había ganado un montón de dinero especulando con la venta de tierras. No era un gran orador, pero la acerada determinación de sus palabras llamó poderosamente la atención de Jay.
Washington había forjado un plan. En las colonias del norte, dijo, se habían formado unas asociaciones cuyos miembros se habían comprometido a no importar mercancías británicas. Si los virginianos querían presionar realmente al Gobierno de Londres, tenían que hacer lo mismo.
Era el discurso más traidor que Jay hubiera oído en su vida.
Las empresas de su padre se verían gravemente perjudicadas en caso de que Washington se saliera con la suya. Aparte de los deportados, sir George transportaba cargamentos de té, muebles, cuerdas, maquinaria y toda una serie de lujos y productos que los habitantes de las colonias no estaban en condiciones de fabricar por sí mismos. Sus relaciones comerciales con el norte se habían reducido a la mínima expresión… y ése era precisamente el motivo de que sus negocios hubieran pasado por una grave crisis el año anterior.
Pero no todo el mundo estaba de acuerdo con Washington. Algunos representantes señalaron que las colonias del norte tenían más industrias que ellos y se podían fabricar los productos esenciales, mientras que el sur dependía más de las importaciones. ¿Qué vamos a hacer, se preguntaban, sin hilo de coser ni tejidos?
Washington contestó que se podrían hacer algunas excepciones y entonces los reunidos empezaron a discutir los detalles. Alguien propuso prohibir el sacrificio de corderos para incrementar la producción de lana. Washington sugirió la creación de un pequeño comité para el estudio de las cuestiones de carácter técnico. Se aprobó la proposición y se eligieron los miembros del comité.
Jay abandonó la sala asqueado. Al salir, Lennox se le acercó y le entregó un mensaje. Era de Murchman. Había regresado a la ciudad, había leído la nota del señor Jamisson y tendría el honor de recibirle a las nueve de la mañana del día siguiente.