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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (51 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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Entre tanto, Jay utilizaría los pagarés para saldar sus deudas más urgentes. Los herreros llevaban un mes sin hacer nada porque no tenían hierro para fabricar herramientas ni herraduras de caballo.

Por suerte, Lizzie no se había dado cuenta de que estaban en la ruina. Después del parto, se había pasado tres meses viviendo entre nubes. Tras haber sorprendido a Jay con Felia, se había sumido en un furibundo silencio. Pero ahora había vuelto a cambiar. Se la veía más contenta y estaba casi amable.

—¿Qué noticias tenemos? —le preguntó a Jay a la hora de cenar.

—Hay dificultades en Massachusetts —contestó Jay—. Ha surgido un grupo de exaltados que se hacen llamar los Hijos de la Libertad… han tenido incluso la osadía de enviar dinero para el muy sinvergüenza de John Wilkes en Londres.

—Me sorprende que sepan quién es.

—Creen que es el símbolo de la libertad. Entre tanto, los comisarios de Aduanas tienen miedo de poner los pies en Boston. Se han refugiado a bordo del
Romney
.

—Parece que los habitantes de las colonias se quieren rebelar.

Jay sacudió la cabeza.

—Necesitan simplemente una dosis de la medicina que nosotros les administramos a los descargadores de carbón… saborear los disparos de los rifles y unos cuantos ahorcamientos.

Lizzie se estremeció de angustia y no hizo más preguntas.

Terminaron la cena en silencio y, mientras Jay encendía la pipa, entró Lennox. Jay se dio cuenta de que, aparte de los negocios, el capataz había estado bebiendo en Fredericksburg.

—¿Todo bien, Lennox?

—No exactamente —contestó Lennox con su habitual insolencia.

Lizzie se impacientó.

—¿Qué ha ocurrido?

—Han quemado nuestro tabaco, eso es lo que ha ocurrido.

—¿Que lo han quemado? —dijo Jay.

—¿Cómo? —preguntó Lizzie.

—Por orden del inspector. Lo han quemado como si fuera basura. No lo han considerado comercializable.

Jay experimentó una sensación de mareo en la boca del estómago y tragó saliva diciendo:

—No sabía que tuvieran derecho a hacer eso.

—¿Qué tenía de malo? —preguntó Lizzie.

Lennox pareció turbarse y, por un instante, no dijo nada.

—Vamos, suéltelo de una vez —le dijo Lizzie, enojada.

—Dicen que es mierda de vaca —contestó Lennox al final.

—¡Lo sabía! —exclamó Lizzie.

Jay no tenía ni idea de lo que estaban diciendo.

—¿Qué quiere decir «mierda de vaca»? ¿Qué significa?

—Significa —contestó fríamente Lizzie— que se ha soltado ganado en las tierras donde crecían las plantas. Cuando la tierra se abona en exceso, el tabaco adquiere un fuerte y desagradable aroma.

—¿Quiénes son esos inspectores que tienen derecho a quemar mi cosecha?

—Los nombra la Cámara de Representantes —le contestó Lizzie.

—¡Es indignante!

—Tienen que mantener la calidad del tabaco de Virginia.

—Presentaré una querella.

—Jay —dijo Lizzie—, en lugar de presentar una querella, ¿por qué no administras debidamente tu plantación? Aquí se puede cultivar un tabaco excelente si te tomas la molestia de hacerlo.

—¡No necesito que una mujer me diga cómo tengo que llevar mis asuntos! —gritó Jay.

—Tampoco necesitas que lo haga un insensato —replicó Lizzie, mirando a Lennox.

A Jay se le acababa de ocurrir una posibilidad tremenda.

—¿Qué parte de nuestra cosecha se cultivó de esta manera?

Lennox no contestó.

—¿Y bien? —insistió Jay.

—Toda —contestó Lizzie.

Entonces Jay comprendió que se había arruinado. La plantación estaba hipotecada, él se encontraba hundido hasta el cuello en las deudas y su cosecha de tabaco no valía nada.

De repente; notó que le faltaba la respiración y sintió que se le encogía la garganta. Abrió la boca como un pez, pero no pudo respirar. Al final, aspiró una bocanada de aire como un hombre que se estuviera ahogando y emergiera a la superficie por última vez.

—Que Dios se apiade de mí —dijo, cubriéndose el rostro con las manos.

Aquella noche llamó a la puerta del dormitorio de Lizzie. Ella se encontraba sentada junto al fuego en camisón, pensando en Mack. Se sentía rebosante de felicidad. Lo amaba y él la amaba a ella. Pero ¿qué iban a hacer? Contempló las llamas de la chimenea. Trató de ser práctica, pero no podía dejar de pensar en lo que ambos habían hecho sobre la alfombra, delante del espejo. Estaba deseando volverlo a hacer. La llamada a la puerta la sobresaltó. Se levantó de un salto y contempló la puerta cerrada.

El tirador chirrió, pero ella cerraba la puerta con llave todas las noches desde que sorprendiera a Jay con Felia.

—Lizzie… ¡abre la puerta! —dijo la voz de Jay.

Ella no contestó.

—Me voy a Williamsburg mañana a primera hora para intentar conseguir otro préstamo —añadió Jay—. Quiero verte antes de irme.

Lizzie permaneció en silencio.

—Sé que estás ahí dentro, ¡abre!

Parecía ligeramente bebido.

Poco después se oyó un sordo rumor, como si Jay hubiera golpeado la puerta con el hombro. Lizzie sabía que no conseguiría derribar la puerta: los goznes eran de latón y la cerradura era muy resistente.

Lizzie oyó alejarse unas pisadas, pero pensó que Jay no se había dado por vencido y no se equivocó. Tres o cuatro minutos después su marido regresó diciendo:

—Si no abres la puerta, la echaré abajo.

Se oyó un fuerte golpe como si algo se hubiera estrellado contra la puerta. Lizzie adivinó que había ido a buscar un hacha. Otro golpe atravesó la madera y Lizzie vio la hoja asomando por el otro lado.

La joven se asustó. Pensó que ojalá Mack estuviera a su lado, pero éste se encontraba en el recinto de los esclavos, durmiendo en un duro catre. Tendría que enfrentarse ella sola con la situación. Temblando de miedo, se acercó a la mesita de noche y tomó las pistolas.

Jay seguía golpeando la puerta con el hacha, la madera se empezó a astillar y las paredes de la casa se estremecieron por efecto de los golpes. Lizzie comprobó la carga de las pistolas. Con trémula mano, echó un poco de pólvora en la cazoleta de cada una de ellas, soltó los seguros y las amartilló.

«Ahora ya todo me da igual —pensó, dominada por el fatalismo—. Que sea lo que Dios quiera».

Se abrió la puerta y entró Jay jadeando y con el rostro desencajado. Sosteniendo el hacha en la mano, se acercó a ella. Lizzie extendió el brazo y efectuó un disparo por encima de su cabeza.

En el confinado espacio de la estancia, la detonación sonó como un cañonazo. Jay se quedó paralizado y, presa del pánico, levantó las manos en gesto defensivo.

—Tú ya sabes la puntería que tengo —le dijo Lizzie—, lo malo es que sólo me queda una bala, lo cual significa que la siguiente tendrá que ir directamente a tu corazón.

Mientras hablaba, le pareció increíble que pudiera dirigir unas palabras tan violentas al hombre cuyo cuerpo había amado. Hubiera querido echarse a llorar, pero apretó los dientes y le miró sin parpadear.

—Perra cruel y asquerosa —dijo Jay.

El comentario dio en el clavo. Ella misma se acababa de acusar de ser cruel. Lentamente, bajó la pistola. Por supuesto que no dispararía contra él.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

Jay soltó el hacha.

—Acostarme contigo antes de irme —contestó.

Lizzie experimentó una invencible repulsión. Evocó la imagen de Mack. Sólo él podía hacerle ahora el amor. La idea de hacerlo con Jay la horrorizaba. Jay tomó las pistolas por las culatas y ella se lo permitió. Después, Jay desmontó la que ella no había disparado y arrojó ambas pistolas al suelo.

Lizzie le miró, horrorizada. No podía creer lo que estaba a punto de ocurrir.

Jay se acercó y le propinó un puñetazo en el estómago. Lizzie emitió un grito de dolor y se dobló por la cintura.

—¡A mí no vuelvas a apuntarme nunca más con un arma! —le gritó Jay.

Después descargó un puñetazo contra su rostro y la derribó al suelo, donde empezó a darle puntapiés en la cabeza hasta que ella se desmayó.

35

A
l día siguiente, Lizzie se pasó toda la mañana en la cama con un dolor de cabeza tan espantoso que apenas podía hablar. Sarah entró con el desayuno y, al verla, se llevó un susto. Lizzie tomó unos cuantos sorbos de té y volvió a cerrar los ojos.

Cuando regresó la cocinera para retirar la bandeja, Lizzie le preguntó:

—¿Se ha ido el señor Jamisson?

—Sí, señora. Se fue a Williamsburg al amanecer. El señor Lennox se ha ido con él.

Lizzie se sintió un poco mejor.

Minutos después Mack irrumpió en la estancia, se acercó a la cama y la miró, temblando de rabia. Alargó la mano y le acarició las mejillas con trémulos dedos. A pesar de que las magulladuras estaban en carne viva, su caricia fue tan suave que no le causó el menor daño y más bien fue un alivio. Lizzie tomó su mano y le besó la palma. Después ambos permanecieron sentados un buen rato en silencio. El dolor de Lizzie empezó a suavizarse y, al cabo de un rato, ésta se quedó dormida. Cuando se despertó, Mack ya no estaba.

Por la tarde entró Mildred y abrió las persianas. Lizzie se incorporó para que Mildred le cepillara el cabello y poco después entró Mack con el doctor Finch.

—Yo no le he mandado llamar —dijo Lizzie.

—Yo le he ido a buscar —explicó Mack.

Por una extraña razón, Lizzie se avergonzó de lo que le había ocurrido y pensó que ojalá Mack no hubiera ido a buscar al médico.

—¿Qué te induce a pensar que estoy enferma?

—Se ha pasado usted toda la mañana en la cama.

—A lo mejor es que soy perezosa.

—Y, a lo mejor, yo soy el gobernador de Virginia.

Lizzie se dio por vencida y esbozó una sonrisa. Se sentía halagada por el hecho de que Mack se preocupara por ella.

—Te lo agradezco —le dijo.

—Me han dicho que le duele la cabeza —dijo el médico.

—Pero no estoy enferma —contestó Lizzie. Qué demonios, pensó, ¿por qué no decir la verdad?—. Me duele la cabeza porque mi marido me propinó una tanda de puntapiés.

—Mmm… —Finch la miró con expresión turbada—. ¿Tiene visión… borrosa?

—No.

El médico apoyó las manos en sus sienes y tanteó suavemente con los dedos.

—¿Se siente confusa?

—El amor y el matrimonio me confunden, pero no es por eso por lo que me duele la cabeza. ¡Uy!

—¿Es ahí donde recibió el golpe?

—Sí.

—Menos mal que esta mata de cabello ha amortiguado el impacto. ¿Siente náuseas?

—Sólo cuando pienso en mi marido. —Lizzie se dio cuenta de que estaba hablando con un descaro excesivo—. Pero eso no es asunto suyo, doctor.

—Le recetaré un medicamento para aliviar el dolor. Pero no abuse de él porque produce hábito. Llámeme si tuviera alguna molestia en la vista.

Cuando el médico se retiró, Mack se sentó en el borde de la cama y tomó la mano de Lizzie. Al cabo de un rato, le dijo:

—Si no quieres que te propine puntapiés en la cabeza, será mejor que le dejes.

Lizzie trató de buscar alguna justificación para quedarse. Su marido no la amaba. No tenían hijos y probablemente jamás los tendrían. Su hogar estaba prácticamente deshecho. No había nada que la retuviera allí.

—No sabría adónde ir —dijo.

—Yo sí —dijo Mack, presa de una profunda emoción—. Pienso escaparme.

A Lizzie le dio un vuelco el corazón. No podía soportar la idea de perderle.

—Peg irá conmigo —añadió Mack.

Lizzie le miró sin decir nada.

—Ven con nosotros —dijo Mack.

Ya estaba… lo había dicho. Se lo había insinuado en otra ocasión —«Huya con el primer inútil que se le cruce por delante»—, pero ahora se lo había dicho con toda claridad.

«¡Sí, sí, hoy mismo, ahora!» hubiera querido contestar Lizzie. Pero no dijo nada. Tenía miedo.

—¿Adónde irás? —preguntó.

Mack se sacó del bolsillo un estuche de cuero y desdobló el mapa.

—A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí hay una cadena montañosa. Empieza arriba en Pensilvania y baja hacia el sur; cualquiera sabe hasta dónde. Además, es muy alta, pero dicen que aquí abajo hay un paso llamado el Cumberland Gap, donde nace el río Cumberland. Al otro lado de las montañas hay un desierto. Dicen que ni siquiera hay indios, pues los sioux y los cherokees llevan muchas generaciones luchando por él y ningún bando ha conseguido imponerse al otro el tiempo suficiente como para establecerse en aquel lugar.

Lizzie empezó a entusiasmarse.

—¿Y cómo te trasladarías hasta allí?

—Peg y yo iríamos a pie. Desde aquí me dirigiría al oeste hacia las estribaciones de las montañas. Pimienta Jones dice que hay un sendero que discurre por el suroeste, más o menos paralelo a la cadena montañosa. Lo seguiría hasta el río Holston, éste que se indica aquí en el mapa. Después, empezaría a subir a las montañas.

—¿Y… si no viajaras solo?

—Si tú me acompañaras, podríamos tomar un carro y llenarlo de provisiones, herramientas, semillas y comida. En tal caso, yo no sería un fugitivo sino un criado que viajaba con su ama y la doncella. Entonces bajaría al sur hasta Richmond y después me dirigiría al oeste hacia Staunton. El camino es más largo, pero Pimienta dice que es mejor. Puede que Pimienta esté equivocado, pero es la única información que tengo.

Lizzie experimentaba una mezcla de emoción y temor.

—¿Y una vez llegáramos a la montaña?

Mack la miró sonriendo.

—Buscaríamos un valle con un río lleno de peces y grandes bosques con venados y quizá un par de águilas anidando en los árboles más altos, y allí construiríamos una casa.

Lizzie empezó a reunir mantas, calcetines de lana, tijeras, hilo y agujas, pasando del júbilo al temor. Se alegraba de huir con Mack y ya se imaginaba recorriendo los bosques con él y durmiendo a su lado sobre una manta bajo los árboles. Pero pensaba también en los peligros. Tendrían que cazar cada día para comer, construir una casa, cultivar maíz, cuidar de sus caballos. Y puede que los indios les fueran hostiles. A lo mejor, se tropezarían con malhechores por los caminos. ¿Y si tuvieran que detenerse a causa de una nevada? ¡Se podrían morir de hambre!

Mirando por la ventana de su dormitorio, vio el coche de la taberna MacLaine de Fredericksburg. En la parte de atrás había unos baúles de equipaje y el asiento del pasajero lo ocupaba una sola persona.

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