Mientras Mack lavaba los cuencos en el agua de un arroyo, Lizzie ató los caballos con unas cuerdas muy largas para que pudieran rozar por la noche y no se escaparan y después, los tres se envolvieron en unas mantas y se tendieron debajo del carro el uno al lado del otro. Lizzie hizo una mueca.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Mack.
—Me duele la espalda —contestó ella.
—Estás acostumbrada a una cama de plumas.
—Prefiero acostarme contigo en el frío suelo que dormir sola en una cama de plumas.
No hicieron el amor porque Peg estaba con ellos, pero, cuando pensaban que la niña ya se había dormido, conversaban en voz baja acerca de todas las penalidades que habían pasado juntos.
—Cuando te saqué de aquel río y te sequé con mi enagua —dijo Lizzie—. ¿Te acuerdas?
—Pues claro. ¿Cómo podría olvidarlo?
—Te sequé la espalda y, cuando te diste la vuelta… —Lizzie hizo una pausa, repentinamente avergonzada—. Te habías… excitado.
—Es cierto. Estaba tan agotado que apenas podía tenerme en pie, pero, a pesar de todo, deseaba hacer el amor contigo.
—Yo jamás había visto a un hombre de aquella manera. Me pareció tan emocionante que después lo soñé. Me avergüenza recordar lo mucho que me gustó.
—Has cambiado mucho. Antes eras muy arrogante.
Lizzie se rió por lo bajo.
—¡Yo opino lo mismo de ti!
—¿Yo era arrogante?
—¡Pues claro! ¡Mira que levantarte en la iglesia y leerle aquella carta al amo!
—Creo que fui un poco descarado.
—Quizá hemos cambiado los dos.
—Y yo me alegro. —Mack acarició la mejilla de Lizzie—. Ocurrió cuando me enamoré de ti… la vez que me pegaste una bronca… delante de la iglesia.
—Te amaba desde hacía mucho tiempo sin saberlo. Recuerdo el combate de boxeo. Cada golpe que recibías me hacía daño. No soportaba que lastimaran tu precioso cuerpo. Después, cuando estabas todavía inconsciente, te acaricié y te toqué el pecho. Creo que ya te deseaba antes de casarme, pero no quería reconocerlo.
—Te voy a confesar cuándo me enamoré yo de ti. Abajo en el pozo, cuando caíste en mis brazos y yo te rocé accidentalmente el busto y me di cuenta de quién eras.
Lizzie se rió por lo bajo.
—¿Me sostuviste un poco más de lo estrictamente necesario?
—No —contestó Mack, contemplando tímidamente la fogata—. Pero después me arrepentí de no haberlo hecho.
—Ahora puedes hacerlo todo lo que quieras.
—Sí.
Mack la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
Ambos permanecieron abrazados un buen rato en silencio y, al final, se quedaron dormidos en aquella posición.
Al día siguiente cruzaron la cordillera montañosa a través de un paso y bajaron a la llanura del otro lado. Lizzie y Peg bajaron en el carro mientras Mack se adelantaba montado en uno de los caballos de reserva. Lizzie estaba empezando a echar en falta una buena comida y tenía todo el cuerpo dolorido de tanto dormir en el suelo. Pero tendría que acostumbrarse, pues les faltaba todavía mucho camino por recorrer. Apretó los dientes y pensó en el futuro.
Sabía que a Peg le rondaba algo por la cabeza. Apreciaba mucho a la niña y, siempre que la miraba, se acordaba de su criatura muerta. Peg también había sido una criaturita amada por su madre. En nombre de aquella madre, Lizzie la amaría y la cuidaría.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Lizzie a la niña.
—Estas granjas de la montaña me recuerdan la de Burgo Marler.
Debía de ser horrible haber matado a una persona, pero Lizzie adivinó que tenía que haber algo más. Peg no tardó en soltarlo.
—¿Por qué decidiste huir con nosotros? —le preguntó.
Era difícil responder con una sencilla respuesta a aquella pregunta. Lizzie lo pensó un poco y, al final, contestó.
—Principalmente porque mi marido ya no me quiere, supongo. —Algo en la expresión de Peg la indujo a añadir—: Me parece que preferirías que me hubiera quedado en casa.
—Bueno, es que tú no puedes comer nuestra comida y no te gusta dormir en el suelo. Si tú no hubieras venido, no tendríamos el carro y podríamos viajar más rápido.
—Ya me acostumbraré a la situación. Los suministros que llevamos en el carro nos ayudarán a establecernos en estos yermos.
Peggy la miró con el ceño fruncido y Lizzie comprendió que aún no había terminado. Tras una pausa, Peg le preguntó:
—Tú estás enamorada de Mack, ¿verdad?
—¡Pues claro!
—Pero si acabas de librarte de tu marido… ¿no te parece un poco pronto?
Lizzie hizo una mueca. En momentos de duda, ella pensaba lo mismo, pero le molestaba que una niña la criticara.
—Mi marido lleva seis meses sin tocarme… ¿cuánto tiempo crees tú que debería esperar?
—Mack me quiere.
La cosa se estaba complicando.
—Creo que nos quiere a las dos —dijo Lizzie—, pero de manera distinta.
Peg sacudió la cabeza.
—Me quiere, lo sé.
—Ha sido como un padre para ti. Y yo intentaré ser una madre si tú me lo permites.
—¡No! —replicó Peg enfurecida—. ¡Eso no puede ser!
Lizzie no sabía qué decirle. Vio un río a lo lejos y un achaparrado edificio de madera junto a la orilla. Estaba claro que el camino cruzaba el río por un vado y el edificio era una taberna frecuentada por los viajeros. Mack estaba atando su caballo a un árbol al lado del edificio.
Lizzie se acercó con el carro. Un corpulento sujeto sin camisa y con calzones de ante y un viejo sombrero de tres picos salió a recibirles.
—Necesitamos comprar avena para nuestros caballos —le dijo Mack.
El hombre contestó con una pregunta.
—¿Van a dejar descansar a los caballos y a tomar un trago?
De repente, Lizzie pensó que una jarra de cerveza era lo más deseable del mundo. Se había llevado un poco de dinero de Mockjack Hall… no mucho, pero lo suficiente para las compras esenciales del viaje.
—Sí —contestó con determinación, bajando del carro.
—Soy Barney Tobold, pero me llaman Baz —dijo el tabernero, mirando inquisitivamente a Lizzie.
Iba vestida de hombre, pero no había completado el disfraz y su rostro era claramente femenino. El hombre no hizo ningún comentario y los acompañó al interior.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Lizzie observó que la taberna no era más que una estancia con suelo de tierra, dos bancos, un mostrador y unas cuantas jarras de madera en un estante. Baz alargó la mano hacia un barril de ron, pero Lizzie se lo impidió diciendo:
—Ron no… sólo cerveza, por favor.
—Yo tomaré un poco de ron —dijo ansiosamente Peg.
—Pago yo y no lo vas a tomar —replicó Lizzie—. Cerveza también para ella, Baz.
El hombre llenó dos jarras de madera con cerveza de un barril.
Mack entró con el mapa en la mano y le preguntó:
—¿Qué río es ése?
—Lo llamamos el South River.
—¿Y adónde conduce el camino al otro lado?
—A una ciudad llamada Staunton, situada a unos treinta kilómetros de distancia. Más allá, apenas hay nada: unos cuantos senderos, algunos fuertes fronterizos y unas montañas muy altas que nadie ha cruzado jamás. ¿Adónde se dirigen ustedes?
Mack vaciló un instante y Lizzie contestó:
—Voy a visitar a un primo mío.
—¿En Staunton?
—Mmm… cerca de allí.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo se llama?
Lizzie dijo el primer nombre que se le ocurrió.
—Angus… Angus James.
Baz frunció el ceño.
—Qué curioso. Creía conocer a todos los habitantes de Staunton, pero no recuerdo este nombre.
Lizzie improvisó sobre la marcha.
—A lo mejor, su granja está un poco apartada de la ciudad… yo nunca he estado allí.
Se oyó el rumor de los cascos de unos caballos. Lizzie pensó en Jay. ¿Sería capaz de haberles dado alcance tan pronto?
—Si queremos llegar a Staunton al anochecer… —dijo, poniéndose repentinamente nerviosa.
—Pero si apenas se han mojado el gaznate —dijo Baz—. Tomen otra jarra.
—No —dijo enérgicamente Lizzie, sacando el dinero—. Cobre, por favor.
De pronto, entraron dos hombres y parpadearon en la semioscuridad. Al parecer, eran unos lugareños. Ambos llevaban pantalones de ante y botas de fabricación casera. Lizzie vio por el rabillo del ojo que Peg se sobresaltaba y se volvía de espaldas a los recién llegados, como si no quisiera que le vieran la cara.
—¡Salud, forasteros! —dijo alegremente uno de ellos. Era un sujeto muy feo con la nariz rota y un ojo cerrado—. Soy Chris Dobbs, llamado «Ojo Muerto» Dobbs. Encantado de conocerles. ¿Qué nuevas traen del este? ¿Los representantes siguen gastando el dinero de nuestros impuestos en nuevos palacios y banquetes de gala? Permítanme que les invite a un trago. Ron para todos, Baz.
—Ya nos íbamos —dijo Lizzie—, pero gracias de todos modos.
Dobbs la estudió con más detenimiento y exclamó:
—¡Una mujer con calzones de ante!
—Adiós, Baz —dijo Lizzie sin prestar atención al comentario—, y gracias por la información.
Mack salió de la taberna, adelantándose a Lizzie y Peg. Dobbs miró a Peg con asombro.
—Yo a ti te conozco —le dijo—. Te he visto con Burgo Marler, que en paz descanse.
—Jamás he oído hablar de él —contestó descaradamente Peg, pasando por su lado sin detenerse.
En cuestión de un segundo, el hombre llegó a la conclusión más lógica.
—¡Dios misericordioso, tú tienes que ser la pequeñaja que lo mató!
—Un momento —dijo Lizzie, pensando que ojalá Mack no hubiera abandonado la taberna con tanta rapidez—. No sé qué extraña idea se le ha metido en la cabeza, señor Dobbs, pero Jenny es una criada de mi familia desde que tenía diez años y nunca ha conocido a nadie llamado Burgo Marler y tanto menos lo ha matado.
El hombre no se dio por vencido.
—Su nombre no es Jenny, pero se parece un poco: Betty, Milly o Peggy. Eso es… se llama Peggy Knapp.
Lizzie se moría de miedo.
Dobbs se volvió hacia su compañero en demanda de confirmación.
—Es ella, ¿a que sí?
El otro se encogió de hombros.
—Yo sólo vi a la deportada de Burgo una o dos veces y las niñas son todas iguales —dijo en tono dubitativo.
—De todos modos —terció Baz—, encaja con la descripción que dio la
Virginia Gazette
.
Se inclinó bajo el mostrador y sacó un mosquete.
El temor de Lizzie dio paso a la furia.
—Supongo que no estará usted pensando en amenazarme, Barney Tobold —le dijo, sorprendiéndose ella misma de su audacia.
—Será mejor que se queden aquí un ratito mientras le enviamos un recado al sheriff de Staunton. Está muy molesto por no haber conseguido atrapar a la asesina de Burgo y sé que querrá efectuar algunas comprobaciones.
—No tengo la menor intención de esperar a que usted descubra su error.
El tabernero la apuntó con su arma.
—Creo que no tendrá más remedio que hacerlo.
—Permítame decirle una cosa. Voy a salir de aquí con esta niña y sólo hay una cosa que debe usted saber: si dispara contra la esposa de un acaudalado caballero virginiano, ninguna excusa del mundo lo salvará de la horca.
Después apoyó las manos sobre los hombros de Peg, se interpuso entre la niña y el mosquete y la empujó hacia delante.
Baz amartilló el pedernal con un clic ensordecedor. Peg se estremeció bajo las manos de Lizzie y ésta le comprimió los hombros, intuyendo que estaba a punto de echar a correr.
Sólo tres metros las separaban de la puerta, pero les pareció que tardaban una hora en alcanzarla.
No sonó ningún disparo.
Lizzie sintió el calor de los rayos del sol en su rostro y ya no pudo contenerse por más tiempo. Empujó a Peg hacia delante y corrió hacia el carro.
Mack ya había montado en su caballo. Peg saltó al asiento del carro y Lizzie la siguió.
—¿Qué os pasa? —les preguntó Mack—. Cualquiera diría que habéis visto un fantasma.
—¡Vámonos enseguida de aquí! —dijo Lizzie, dando un tirón a las riendas—. ¡El tuerto ha reconocido a Peg! —añadió, girando hacia el este. Si se hubieran dirigido a Staunton, hubieran tenido que cruzar primero el río, lo cual les hubiera hecho perder demasiado tiempo y los hubiera llevado directamente al sheriff. Tenían que desandar el camino.
Volvió la cabeza y vio a los tres hombres en la puerta de la taberna. Baz sostenía todavía el mosquete en la mano. Lizzie lanzó los caballos al trote. Baz no disparó. En pocos segundos se situaron fuera del alcance de los disparos.
—Dios mío —exclamó Lizzie con alivio—. Qué peligro hemos pasado.
El camino se adentraba en el bosque y enseguida perdieron de vista la taberna. Al cabo de un rato, Lizzie aminoró el paso de los caballos. Mack se acercó con su montura.
—Nos hemos olvidado de comprar la avena —dijo.
Mack se alegraba de haber escapado, pero lamentaba que Lizzie hubiera decidido regresar. Hubieran tenido que vadear el río y seguir adelante. La granja de Burgo Marler debía de estar en Staunton, pero hubieran podido encontrar un sendero secundario que rodeara la localidad o pasar por allí de noche. Sin embargo, no podía hacerle a Lizzie ningún reproche, pues sabía que no había tenido más remedio que tomar una decisión precipitada.
Se detuvieron en el mismo lugar donde habían acampado la víspera, justo en el punto en el que un sendero secundario cruzaba el Three Notch Trail. Apartaron el carro del camino principal y lo ocultaron en el bosque: ahora eran unos prófugos de la justicia.
Mack estudió el mapa y llegó a la conclusión de que tendrían que regresar a Charlottesville y tomar el sendero semínola que se dirigía al sur. Uno o dos días después, podrían girar de nuevo hacia el oeste sin acercarse a menos de ochenta kilómetros de Staunton.
A la mañana siguiente, sin embargo, Mack pensó que, a lo mejor, Dobbs se dirigiría a Charlottesville. Podía haber pasado durante la noche cerca de su campamento y haber llegado a la ciudad antes que ellos. Le comentó su preocupación a Lizzie y decidió trasladarse él solo a Charlottesville para comprobar que todo estuviera tranquilo. Lizzie se mostró de acuerdo.
Cabalgó a toda velocidad y llegó a la ciudad antes del amanecer. Aminoró el paso de su caballo al acercarse a la primera casa. Todo estaba en silencio: el único movimiento era el de un viejo perro, rascándose en medio de la calle. La puerta de la taberna Swan estaba abierta y salía humo de la chimenea. Mack desmontó, ató su caballo a un arbusto y se acercó cautelosamente a la taberna.