Mack buscaba toda clase de excusas y justificaciones, pero, en el fondo, había sufrido una decepción. En un momento de angustia, Cora le había hecho prometer que la buscaría, pero se había olvidado de él a la primera ocasión que se le había presentado de mejorar su suerte en la vida.
Qué curioso: había tenido dos amantes, Annie y Cora, y ambas se habían casado con otro. Cora se acostaba todas las noches con un obeso comerciante de tabaco que le doblaba la edad y Annie estaba embarazada de un hijo de Jimmy Lee. Se preguntó si alguna vez podría disfrutar de una vida familiar normal con una esposa y unos hijos.
De repente, experimentó una sacudida. Hubiera podido tener una esposa de haber querido, pero se había negado a sentar la cabeza y aceptar lo que el mundo le ofrecía.
Él quería algo más. Aspiraba a ser libre.
J
ay se trasladó a Williamsburg rebosante de esperanza.
Las inclinaciones políticas de sus vecinos le habían causado una honda consternación: todos eran
Whigs
liberales y no había entre ellos ningún
Tory
conservador… sin embargo, estaba seguro de que en la capital colonial encontraría hombres leales al rey que lo recibirían como a un valioso aliado y respaldarían su carrera política.
Williamsburg era una pequeña, pero elegante ciudad, cuya calle principal, la Duke of Gloucester Street, tenía más de un kilómetro y medio de longitud y treinta metros de anchura. El Parlamento se encontraba en uno de sus extremos y, en el otro, se levantaba el college William and Mary, dos impresionantes edificaciones de ladrillo cuyo británico estilo arquitectónico infundió a Jay una tranquilizadora sensación del poder de la monarquía. Había un teatro y varias tiendas con artesanos que hacían candelabros de plata y mesas de comedor de madera de caoba. En la imprenta Purding & Dixon Jay compró la
Virginia Gazette
, un periódico lleno de anuncios de esclavos fugitivos.
Los acaudalados plantadores que constituían la élite gobernante de la colonia vivían en sus fincas, pero se trasladaban a Williamsburg cuando se celebraban las sesiones de la legislatura en el edificio del Parlamento y, por consiguiente, la ciudad estaba llena de posadas que alquilaban habitaciones. Jay se instaló en la Raleigh Tavern, un achaparrado edificio de madera pintada de blanco con dormitorios en la buhardilla.
Dejó su tarjeta y una nota en el palacio, pero tuvo que esperar tres días para que le recibiera el nuevo gobernador, el barón de Botetourt. Cuando al final recibió una invitación, no fue para una audiencia personal tal como esperaba sino para una recepción con otros cincuenta invitados. Estaba claro que el gobernador aún no había comprendido que Jay era un importante aliado en un ambiente hostil.
El palacio se encontraba al final de una larga calzada que discurría en dirección norte desde el punto central de la Duke of Gloucester Street. Se trataba de otro edificio de ladrillo de estilo inglés con altas chimeneas y tejado de ventanas de gablete como las que solía haber en las casas de campo. El impresionante vestíbulo estaba decorado con cuchillos, pistolas y mosquetes dispuestos en complicados dibujos como para subrayar el poderío militar del rey.
Por desgracia, Botetourt era justo lo contrario de lo que Jay esperaba. Virginia necesitaba un duro y austero gobernador capaz de meter en cintura a los rebeldes habitantes de la colonia, pero Botetourt era un orondo y afable individuo con toda la pinta de un próspero comerciante de vinos que hubiera reunido a sus amistades para una cata.
Jay le observó mientras recibía a sus invitados en el alargado salón de baile. Aquel hombre no tenía ni idea de las subversivas conspiraciones que se albergaban en las mentes de los plantadores.
Bill Delahaye se acercó a saludarle.
—¿Qué le parece nuestro nuevo gobernador?
—Creo que no se da cuenta de lo que le espera —contestó Jay.
—A lo mejor, es más listo de lo que parece —dijo Delahaye.
—Así lo espero.
—Se ha organizado una gran partida de cartas para mañana por la noche, Jamisson… ¿le gustaría que yo le presentara?
Jay no había disfrutado del juego desde su partida de Londres.
—Ciertamente que sí.
En el comedor que había al fondo del salón de baile se sirvió vino con dulces. Delahaye presentó a Jay a varios hombres. Un fornido individuo de unos cincuenta años de edad y próspero aspecto le preguntó con cierta hostilidad:
—¿Jamisson? ¿De los Jamisson de Edimburgo?
Su rostro le resultaba a Jay vagamente conocido, pese a constarle que jamás le había visto anteriormente.
—La residencia de mi familia es el castillo de Jamisson de Fife —contestó Jay.
—¿El castillo que antes pertenecía a William McClyde?
—En efecto.
Jay se dio cuenta de que el hombre le recordaba a Robert: tenía los mismos ojos claros la misma mueca de determinación en la boca.
—Creo que no he oído su nombre…
—Soy Hamish Drome. El castillo hubiera tenido que ser mío.
Jay experimentó un sobresalto. Drome era el apellido de Olive, la madre de Robert.
—¡O sea que es usted el pariente perdido que se fue a Virginia!
—Y usted debe de ser el hijo de George y Olive.
—No, ése es mi hermanastro Robert. Olive murió y mi padre se volvió a casar. Yo soy el hijo menor.
—Ah. Y su hermano le ha expulsado a usted del nido, tal como hizo su madre conmigo.
Los comentarios de Drome contenían un velado tono de insolencia, pero Jay sentía curiosidad por las insinuaciones de aquel hombre. Recordó las revelaciones que le había hecho Peter McKay en la boda.
—He oído decir que Olive falsificó el testamento.
—Sí… y, por si fuera poco, asesinó también a tío William.
—¿Cómo dice?
—Está clarísimo. William no estaba enfermo. Era un hipocondríaco y simplemente le encantaba considerarse un enfermo. Hubiera vivido muchos años, pero, a las seis semanas de la llegada de Olive, cambió el testamento y murió. Una mujer malvada.
—Ya. —Jay experimentó una secreta satisfacción en su fuero interno. La santa Olive cuyo retrato colgaba en el lugar de honor de la sala del castillo de Jamisson era una asesina merecedora de la horca. Siempre le había molestado el tono reverente con que se hablaba de ella y ahora se alegraba de saber que, en realidad, había sido una mujer perversa—. ¿Y usted no heredó nada? —le preguntó a Drome.
—Ni media hectárea de terreno. Me vine aquí con seis docenas de pares de calcetines de lana
shetland
y ahora soy el propietario del mayor establecimiento de artículos de vestir de caballero de toda Virginia. Nunca escribí a casa. Temí que Olive también se las agenciara para arrebatármelo.
—¿Cómo hubiera podido hacer tal cosa?
—No lo sé. Simple superstición tal vez. Me alegro de que haya muerto. Pero, por lo visto, el hijo se parece mucho a ella.
—Siempre creí que se parecía a mi padre. No sé de quién lo ha heredado, pero es codicioso e insaciable.
—Yo que usted no le daría mi dirección.
—Él va a heredar todas las empresas de mi padre… no creo que, encima, quiera apoderarse de mi pequeña plantación.
—No esté tan seguro —dijo Drome, pero Jay pensó que exageraba.
Jay no consiguió hablar a solas con el gobernador Botetourt hasta el final de la fiesta, cuando los invitados ya se estaban retirando por la entrada del jardín. Entonces tiró al gobernador de la manga y le dijo en voz baja:
—Quiero que sepa que soy completamente leal a usted y a la Corona.
—Espléndido, espléndido —dijo Botetourt en voz alta—. Me alegro mucho de que me lo diga.
—He llegado hace poco y me han escandalizado las actitudes de los más destacados representantes de la colonia. Cuando usted decida acabar con la traición y aplastar la oposición desleal, yo estaré a su lado.
Botetourt le miró con dureza, tomándole finalmente en serio y entonces Jay comprendió que, por detrás de la afable fachada, se ocultaba un hábil político.
—Muy amable de su parte… pero esperemos que no sea necesario acabar con nada ni aplastar demasiadas cosas. Considero que la persuasión y la negociación son mucho mejores… y que sus efectos son más duraderos, ¿no lo cree usted así? ¡Adiós, comandante Wilkinson! Señora Wilkinson… ha sido usted muy amable al venir.
La persuasión y la negociación, pensó Jay, saliendo al jardín. Botetourt había caído en un nido de víboras y quería conferenciar con ellas.
—Me pregunto cuánto tardará en comprender las realidades de aquí —le dijo a Delahaye.
—Creo que ya las ha comprendido —contestó Delahaye—. Pero no quiere enseñar los dientes hasta el momento en que decida morder.
Al día siguiente, el flamante gobernador disolvió la Asamblea General.
Matthew Murchman vivía en una casa de madera pintada de verde al lado de la librería de la Duke of Gloucester Street. Trabajaba en el salón de la parte anterior de la casa, rodeado de textos jurídicos y documentos. Era un hombre menudo y nervioso como una ardilla que iba de un lado para otro de la estancia, sacando un documento de un montón para colocarlo en otro.
Jay firmó los documentos de hipoteca de la plantación y se decepcionó al ver la cantidad del préstamo: sólo cuatrocientas libras esterlinas.
—He tenido suerte de conseguir esta suma —gorjeó Murchman—. Con lo mal que está el tabaco, no estoy muy seguro de que se pudiera vender la finca por este precio.
—¿Quién es el prestador?
—Un grupo, capitán Jamisson. Así se hacen estas cosas hoy en día. ¿Tiene usted alguna deuda para saldar?
Jay llevaba consigo un montón de facturas de todas las deudas que había contraído desde su llegada a Virginia casi tres meses atrás.
Se las entregó a Matthew Murchman y éste les echó un rápido vistazo diciendo:
—Unas cien libras. Le facilitaré crédito para pagar todo eso antes de que deje la ciudad. Y, si compra algo durante su estancia, dígamelo.
—Probablemente lo haré —dijo Jay—. Un tal señor Smythe vende un carruaje con una preciosa pareja de caballos tordos. Y necesito dos o tres esclavos.
—Haré saber que yo le avalo.
A Jay no le gustaba demasiado la idea de pedir tanto dinero prestado y dejarlo todo en manos del abogado.
—Facilíteme cien libras de oro —dijo—. Esta noche hay una partida de cartas en Raleigh.
—Faltaría más, capitán Jamisson. ¡El dinero es suyo!
Apenas quedaba nada de las cuatrocientas libras cuando Jay regresó a la plantación con sus nuevas adquisiciones. Había perdido en el juego, había comprado cuatro esclavas y no había conseguido que el señor Smythe bajara el precio del coche y los caballos.
Pero había saldado todas sus deudas. Les pediría crédito a los comerciantes locales tal como ya había hecho otras veces. Su primera cosecha de tabaco estaría lista para la venta poco antes de Navidad y con las ganancias podría pagar todas las facturas.
Temía que Lizzie lo regañara por la compra del vehículo, pero, para su alivio, ésta no hizo apenas el menor comentario. Seguramente le quería decir algo. Cuando estaba contenta, le brillaban los ojos y se le arrebolaba la piel. Sin embargo, Jay ya no se encendía de deseo cuando la miraba.
Desde que ella quedara embarazada, temía que el acto sexual pudiera dañar al niño, aunque ésa no era en realidad la verdadera razón. El hecho de que Lizzie se convirtiera en madre le producía una cierta repulsión. No le gustaba que las madres tuvieran deseos sexuales y, además, la cosa le resultaba cada vez más difícil, pues el vientre de Lizzie crecía por momentos.
Tras saludarle con un beso, ella le dijo:
—Bill Sowerby se ha ido.
—¿De veras? —preguntó Jay, sorprendido, sabiendo que Bill no había cobrado los sueldos atrasados—. Menos mal que Lennox se podrá hacer cargo de todo.
—Creo que Lennox lo obligó a marcharse. Al parecer, Sowerby había perdido un montón de dinero jugando con él a las cartas.
Era lógico.
—Lennox es un excelente jugador.
—Lennox quiere convertirse en el capataz de aquí.
Mientras ambos conversaban en el pórtico de la entrada, apareció Lennox rodeando el muro lateral de la casa. Con su habitual falta de cortesía, no le dio la bienvenida a su amo sino que se limitó a decirle:
—Acaba de recibirse un envío de barriles de bacalao salado.
—Lo pedí yo —explicó Lizzie—. Es para los braceros.
Jay la miró irritado.
—¿Y por qué quieres darles pescado?
—El coronel Thumson dice que así trabajan mejor. Él les da a sus esclavos pescado salado todos los días y carne una vez a la semana.
—El coronel Thumson es más rico que yo. Devuelve el envío, Lennox.
—Este invierno tendrán que trabajar más duro, Jay —protestó Lizzie—. Tenemos que desbrozar el terreno de Pond Copse para poder plantar tabaco la próxima primavera.
Lennox se apresuró a intervenir.
—Eso no es necesario. Los campos tienen mucha vida con un buen abono.
—No se pueden abonar indefinidamente —replicó Lizzie—. El coronel Thumson desbroza terreno todos los inviernos.
Jay se dio cuenta de que Lizzie y Lennox habían discutido anteriormente acerca de aquel asunto.
—No disponemos de suficientes braceros —dijo Lennox—. Incluso con los hombres del
Rosebud
, sólo podemos cultivar los campos que ya tenemos. El coronel Thumson tiene más esclavos que nosotros.
—Eso es porque gana más dinero… gracias a los métodos que utiliza —dijo Lizzie con aire triunfal.
—Las mujeres no entienden de estas cosas —replicó despectivamente Lennox.
—Retírese ahora mismo, señor Lennox —dijo Lizzie.
Lennox la miró enfurecido, pero se retiró.
—Tenemos que librarnos de él, Jay —dijo Lizzie.
—No veo por qué razón…
—Es un hombre brutal y sólo sabe asustar a la gente. No tiene ni idea acerca de cultivos y del tabaco… y lo peor de todo es que no le interesa aprender.
—Sabe cómo hacer trabajar a los braceros.
—¡De nada sirve obligarles a trabajar duro si el trabajo que hacen no es el más adecuado!
—Veo que te has convertido de repente en una experta en tabaco.
—Jay, he crecido en una finca y he visto su ruina… no por culpa de la holgazanería de los campesinos sino porque mi padre murió y mi madre no supo administrar las tierras. Ahora tú estás cometiendo los mismos errores… te ausentas constantemente, confundes la dureza con la disciplina y dejas las decisiones importantes en manos de terceros. ¡De esta manera creo que no dirigirías ni un regimiento!