El artículo continuaba explicando que uno de los posibles móviles que se barajaban como causa del asesinato era la venganza sentimental. Ya que la actual pareja del catedrático, hacía poco más de un año, había convivido con el presunto asesino, aunque decidió poner fin a la relación agobiada por los comportamientos celosos y machistas de este. Sin embargo, según otras informaciones, el crimen estaría relacionado con una red de tráfico de obras de arte, de la que asesino y víctima habrían formado parte en el pasado.
«Sea como sea la policía solicita colaboración para localizar a Rubén Vázquez y pone a disposición de los ciudadanos el teléfono gratuito 900…».
Si el Rey de España hubiera llamado a la puerta de mi casa para pedirme una limosna no me habría quedado tan atónito como me quedé ante aquel artículo. Y había que tener en cuenta que mi capacidad de asombro ya venía tamizada por muchas noches de barra, pero eso de haber tratado a un asesino descuartizador no me había ocurrido jamás.
Por lo visto se llamaba Rubén Vázquez. ¿Por qué no? Si durante dos semanas yo fui Emilio Ribeiro para casi todo el mundo, ¿por qué no iba Manu, el fétido hombre del Camino, a llamarse Rubén Vázquez? Claro que sí, estaba en todo su derecho; en todo su apestoso derecho.
La foto mostraba el sonriente rostro de Manu mirando a una cámara que bien podía ser un fotomatón. No daba crédito. Hacía apenas dos días que aquel tipo había ido a despedirme a la estación de Burgos y yo me había abrazado a él, intentando olvidar que se trataba de una de las personas más insustanciales con las que me había topado en toda mi vida. Y ahora, míralo, allí estaba, bajo sospecha de haber descuartizado a un profesor por una premeditada venganza o por no sé qué de unas estatuas románicas. La hostia, tú. Me prometí a mí mismo no volver a fiarme de los lerdos; aunque bien mirado, puede que el único lerdo de la historia fuera yo, y que Manu se hubiese dedicado a representar con maestría el papel de bobo al tiempo que me usaba como altavoz mediático para propagar a los cuatro vientos sus barbaridades.
Aunque tampoco era yo tan tonto. Me apostaba cualquier cosa a que la celeridad en la identificación del asesino había sido, en gran parte, mérito mío. La matrícula que le pasé al comisario Corbalán debió de ser la de la furgoneta que Manu utilizó para trasladar y conservar el fiambre, y de ese hilo habrían tirado los investigadores para llegar hasta Rubén Vázquez, alias
Manu
. No esperaba la medalla al mérito ciudadano, pero quizás una simple llamada de agradecimiento supusiera el principio del fin de mis desencuentros con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. O quizá no, debía pensármelo.
Volví a mirar la foto y un aluvión de recuerdos recientes me golpeó en el interior de la frente. Intenté ordenarlos. Cuanto más reflexionaba más me convencía de que Manu no había dejado nada al azar en los días que pasamos juntos. Seguramente, no fue casualidad que durmiera a mi lado aquella primera jornada; el periódico llevaba semanas anunciando que un reportero iba a cubrir las etapas del Camino para contar su experiencia en una serie de artículos diarios; bastaba con buscar a un tipo con ordenador que por las tardes se dedicase a escribir en el albergue. No había que ser un lince.
De pronto pensé en Ana, Edurne y Tino. Debía llamarlos inmediatamente, puede que Manu todavía estuviese junto a ellos y que no supiera que su foto andaba en las portadas de los periódicos, aunque, sinceramente, lo creía poco probable.
Manu había subido en mi escala de «hijoputas listos» mil peldaños de un solo salto, y se había colocado a mitad de ranking, justo por encima de los políticos municipales y tan solo unos puestos por debajo de los banqueros. Fuera como fuese, había dejado de ser un lila. Era triste que hubiera que asesinar a un tipo para demostrar ciertas aptitudes, pero así de cruda era mi lista de «hijoputas».
Agarré el teléfono para avisar a las chicas del Baztán, aunque antes de que pudiera marcar la pantalla se iluminó anunciando que tenía una llamada de origen desconocido. En condiciones normales, habría pulsado el botón rojo y mentalmente me habría cagado en los muertos de Movistar por pretender venderme sus productos a horas tan tempranas, pero el hecho de que el anterior mensaje viniera también sin remitente me hizo sospechar y pulsé el botón del telefonito verde.
—¿Sí?
—Hola, Xavier.
Puedo jurar que antes de escuchar su voz olí su presencia y comprendí que había sido él quien me había mandado el mensaje anterior.
—Parece que te andan buscando.
Rió, pero sorpresivamente su risa ahora no me resultó boba sino fría y cristalina.
—Pierden el tiempo. Ya estoy lejos, me fui el mismo día que tú. Sin mi reportero particular el Camino ya no tenía interés.
—Celebro que me aprecies.
—Yo, en cambio, no te caía muy bien que digamos.
—Bordabas el papel de lelo, y a mí los lelos suelen acabar por agobiarme.
Volvió a reír y dijo con perceptible ironía:
—Ay, qué poca paciencia, señor.
Entonces, por primera vez desde que lo conocí, supe advertir cierta armonía gallega en sus palabras. También en eso se había esforzado por disimular.
—¿Pero tú no eras de León?
—Bueno, el Bierzo, Galicia, ya sabes, como hermanos,
enxebre
.
—¿Por qué me llamas?
—Me gustaría terminar lo que empecé; no es cuestión de que anden por ahí diciendo que dejo las cosas a medias.
Ahora fui yo quien se puso divertido.
—No creo que el tipo de Santiago al que asesinaste piense que lo suyo lo dejaste a medias.
—Era un cabrón.
—Puede. ¿Qué quieres?
—Me gustaría hacerte famoso. —Y no supe con certeza si bromeaba—. Cuando en Puente la Reina te vi agarrar por la pechera al tipo aquel, al comisario, casi me dieron ganas de abrazarte; no solo eras mi jefe de prensa, también estabas dispuesto a partirte la cara por mí. En serio, te aprecié el gesto y me gustaría devolverte el favor. Quiero regalarte la última información para que escribas un último artículo.
Le corregí.
—Quieres utilizarme por última vez.
—Como prefieras, no voy a discutir porque apenas tengo tiempo. Apunta. Lo que queda del cuerpo de Mauro debe de andar por los acantilados de la Costa Azul; le ocurrió lo mismo que a Grace Kelly pero a lo cutre. Hasta un cabrón como Mauro tiene derecho a que lo entierren. —Aunque no lo veía podía asegurar que estaba sonriendo—. La furgoneta, por si la poli quiere mirar lo del ADN y demás chorradas, está aparcada en la calle General Rodríguez Insausti, de Burgos, pero deben darse prisa porque se trata de un barrio bastante chungo, y después de dos días quizá ya la hayan robado. Dentro encontrarán un precioso león de peluche que sostiene con sus dulces garras un papel donde puede leerse la frase que me ha hecho famoso.
—¿Un león de peluche? —pregunté intrigado.
—Es el último mensaje. No te preocupes, alguna restauradora eficiente sabrá entender su significado.
Quise asegurarme mi posición de tonto útil.
—¿Por qué tendría que hacerte ese favor?
—Porque durante dos semanas me has tratado como a un gilipollas.
Lo pensé brevemente; antes de publicar una noticia como aquella tendría que hablarlo con Gonzalo. Desde que me había convertido en un niño bueno con contrato indefinido apenas sabía dar dos pasos sin su opinión.
—De acuerdo, pero quiero saber también cómo te las apañaste con la furgoneta. Necesito forraje para rellenar el artículo.
Me contestó a lo gallego, con otra pregunta.
—A ver, Xavier, ¿quién era el último de todos en levantarse? —Esperó unos instantes pero yo no contesté—. Pues eso. Aprovechaba a quedarme solo para recoger la furgoneta del pueblo donde la hubiera dejado el día anterior, siempre uno más adelante o más atrás de donde nos tocaba dormir. Aguardaba a veros marchar y llamaba a un taxi de esos que transportan las mochilas de los peregrinos más sibaritas. Cogía la furgoneta y adelantaba camino hasta donde creyera conveniente. Después de aparcarla pillaba otro taxi de regreso y santas pascuas. Eso sí, en el trayecto de vuelta miraba la hora y calculaba el lugar por donde deberíais andar los de la pandilla. Me paraba un kilómetro por detrás del último, que, no te ofendas, solías ser tú; luego era cuestión de caminar a buen ritmo y darte alcance.
«Valiente enfermo», pensé. Él continuó sin necesidad de rogarle.
—Diez o doce kilómetros a pie suponen un paseo de varias horas, pero en taxi, no llegan a veinte minutos; cada mañana, en media hora, solventaba la «operación furgoneta».
—Pues siento decirte que no te van a dar la Compostela, la acreditación hay que ganársela sin trampas, a pie, a caballo o en bici.
—No son mucho mejores tus chistes que los míos.
Tenía razón. Me lancé al plano personal de la entrevista.
—¿Cómo piensas escapar? De aquí a un par de días tu careto saldrá hasta en los billetes de diez euros.
Pude escuchar el chasqueo de su lengua contra el paladar.
—El mundo es inmenso para los que andan solos —dijo en plan profeta—. Tú deberías saberlo. Hay mil lugares en los que a nadie le importa quién eres, de dónde vienes o adónde vas. Se trata solo de saber encontrarlos.
Lo que se me pasó entonces por la cabeza era una imbecilidad, pero probé.
—¿Dónde estás ahora mismo?
Tuve que apartarme el teléfono del oído porque la risa de Manu era tan aguda que prometía partirme el tímpano.
—Adiós, Xavier, quizás algún día volvamos a encontrarnos.
—Quizá —le dije, pero antes de que mis palabras llegaran al otro lado un pitido intermitente había cortado la comunicación.
E
l comisario Corbalán permanecía desnudo y sudoroso sobre las revueltas sábanas de su cama de matrimonio. Respiraba con ansiedad, y el vientre le subía y bajaba al ritmo de la respiración. A su lado, también desnuda pero menos sofocada, estaba Marina. Paseaba un dedo por el pecho de Suso como si estuviese realizando un dibujo invisible.
—Deberías dejarte el trabajo en casa —le reprochó Marina cariñosamente.
Suso emitió un gruñido. Hacía más de un mes que Rubén Vázquez se encontraba fuera de circulación. Si el deán siguiera con vida ya le habría reprochado varias veces su ineptitud, pero es que no resultaba tan fácil como la gente suponía dar con alguien que desaparece del mapa voluntariamente. El mundo estaba lleno de rincones sombríos y la linterna de Suso alcanzaba para Santiago y poco más.
El comisario miró hacia abajo y se enfrentó con el miembro insumiso. «Quieres dejarme en ridículo, ¿verdad?», pero el miembro permanecía flaco y callado. «Tú eres un hijo de puta, igual que Rubén Vázquez; los dos sois unos malditos hijos de puta».
Marina continuaba su afectuoso dibujo por el pecho del comisario. Se inclinó y lo besó en los labios.
—No te preocupes —y el comisario advirtió que una ironía picante le brillaba a Marina en los ojos—, lo único que esto quiere decir es que ya no tienes dieciocho años.
«Dieciocho años», se dijo el comisario y una alarma se activó en el interior de su cabeza. Giró bruscamente el cuello y miró el reloj de la mesita de noche.
—¡Me cago en la puta! Son las doce y media. Lucía viene hoy a dormir a casa. Vamos a vestirnos, no quiero que nos encuentre aquí juntos.
Las palabras de Suso activaron el volcán que dormía dentro de Marina.
—Pero tú eres imbécil o qué te pasa. Que también es mi hija.
—Sí, claro —decía mientras buscaba por el suelo los calzoncillos—, pero tú tienes tu casa y yo la mía, ¿qué va a pensar si llega y nos encuentra desnudos en la cama? Dirá que estamos locos.
Marina se incorporó de un salto, agarró el primer objeto que tuvo a mano y se lo lanzó a Suso con malévola intención. El comisario se movió con rapidez y el zapato chocó contra el cabecero de la cama. La miró incrédulo.
—¡Cabronazo! —Se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Segundos más tarde una nueva palabra salía de su boca—: ¡Impotente!
* * *
Lucía sentía la mano del joven deslizarse espalda abajo y penetrar en el reino íntimo y ajustado de los pantalones. Su lengua era un torbellino en la boca del joven que, a pesar de mantener los ojos cerrados, conocía bien el sendero que llevaba a las nalgas de Lucía. Ella hizo lo propio y le agarró con fuerza un cachete. El joven tenía dos manos y buenas cualidades psicomotrices, así que llevó la que le quedaba libre hasta el seno derecho de Lucía, que la recibió sin sobresalto ni rubor, como si llevara esperándola desde hacía tiempo. En la oscuridad del portal brillaban fogosos los dos adolescentes, y su limpia memoria sexual comenzaba a llenarse de relevantes datos: la tersura de la piel en las zonas más ocultas, el particular aroma de la saliva con sabor a chicle, la calidez de una boca hambrienta de deseo… Todo se iba almacenando en sus mentes. Más tarde Lucía tendría que contarle los detalles a la amiga más íntima, mientras que él se sinceraría con el colega más inexperto e intrigado.
Lucía pasó el brazo por la parte trasera del cuello del joven, y sin dejar de besarlo abrió un ojo para ver la hora.
—Mierda, las doce y media, tengo que marcharme. Hoy duermo en casa de mi padre y lleva un tiempo
súperpesado
con la puntualidad.
El chaval continuaba entretenido con el culo de Lucía.
—¿En qué trabaja tu padre?
—Es comisario de policía.
La mano del joven abandonó el pantalón como obedeciendo una orden tajante.
Se compusieron la ropa, se volvieron a besar con efusión y abandonaron el portal.
Al salir a la calle casi se estampan contra un perro que estaba olisqueando la acera. Era un perro viejo con el lomo pelado y una bola informe que le salía por el ano. Lo acariciaron y siguieron su camino.
Cinco pasos por detrás del perro iba Fiz Couñago con la cabeza erguida disfrutando de uno de sus paseos nocturnos y estivales. Como era fin de semana no tenía que aguantar el disciplinado marcaje de Martiño que le obligaba a tomarse las malditas pastillas. Ahora Martiño pasaba los domingos en Teo, en la casa de su hermana. Fiz temblaba solo de recordar los días encerrado junto a aquella vieja. Pero era la hermana de Martiño, y Martiño era bueno, el mejor.
Vestía unos anchos pantalones de chándal. Introdujo las manos en los bolsillos y acarició el mazo de papeles adhesivos que había preparado para la ocasión.