Un mal paso (29 page)

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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

BOOK: Un mal paso
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Cárol también sonrió, pero no por el malentendido, ni siquiera por el orujo, lo que le hacía gracia era comprobar que una nueva pieza se había salido del complejo engranaje que movía los motores del caso Andrade. Ya tenía catedráticos, restauradores, arqueólogos, deanes, locos de remate y estatuas sin cabeza, y ahora, para completar la lista, se les unía un maestro cantero. Cuando menos era para reírse, ¿no? Ignoraba la función que jugaba el sobrino de Maruxa en aquel artístico engranaje pero no le cabía la menor duda de que se encontraba a un paso de saberlo.

Brindaron de nuevo. Ya eran casi amigas. Maruxa no podría negarse a un pequeño favor.

—Maruxa, ¿no tendrá usted, por casualidad, el vídeo de la boda de su hija?

—Anda,
carallo
, ¿y cómo no habría de tenerlo?

Capítulo 28

M
aruxa acompañó a la inspectora hasta la misma calle. Un malestar sombrío le oscurecía los ojos. Más allá de su físico, Maruxa era una mujer con fortaleza de ánimo y las malas noticias casi nunca conseguían derrumbarla. Lo que había empezado como una visita esperanzadora terminó en un pequeño desastre familiar de consecuencias, por ahora, imprevisibles.

La inspectora no necesitaba ir a casa de Pepiño para interrogarlo sobre la desaparición de la furgoneta. Se mostraba convencida de conocer al autor del robo. Según decía, su sobrino Rubén, tres meses atrás, se había llevado con nocturnidad y alevosía la furgoneta de Clemente.

—¿Pero está usted segura? —le preguntó Maruxa.

Cárol asintió en silencio.

Después de visionar el vídeo de la boda no albergaba ninguna duda. Lo supo al instante, en cuanto Rubén apareció en la televisión caminando junto a Josephine por un atiborrado salón de celebraciones.

Iban de la mano, diez metros por detrás de los novios, saludando a unos y a otros en busca de la mesa que les correspondía junto al resto de los primos y hermanos de la pareja. Ninguna particularidad física diferenciaba a Rubén del más común de los hombres comunes, de no ser su manera de andar. Cuando Rubén pisaba el suelo apoyaba antes que nada la puntera del pie, y apenas dejaba que el talón tomase tierra cuando ya estaba lanzando la otra puntera hacia delante. Era como si el suelo hirviera bajo sus pies. Cualquiera diría que Rubén Vázquez quería pasar inadvertido por la vida, sin levantar el menor ruido. La imagen de Rubén yendo de un lado al otro del convite resultaba simpática. Era el malvado gato de los dibujos infantiles, que con pasitos sigilosos y puntiagudos se acerca al somnoliento ratón para propiciarle un garrotazo o ponerle junto al cabecero de la cama varios cartuchos de dinamita.

Pues sí, el sobrino Rubén, el maestro cantero y antiguo novio de Josephine, caminaba de puntillas, igual, exactamente igual, que el hombre de la gorra oscura que abordó a Mauro Andrade en los pasillos del metro de Roma.

—Maruxa, ¿sabe usted dónde se encuentra ahora su sobrino?

La mujer comprendió que la cosa iba en serio, pero no ofreció ninguna resistencia. El que la hacía debía pagarla, ya fuera el tonto de Pepiño o su propio sobrino. Menos mal que Clemente se había marchado, con él delante todo esto hubiera sido mucho más violento.

—En el Caribe, creo, vino a visitarnos hará como tres semanas, ya había terminado el curso y nos dijo que se iba a pasar un mes a uno de estos hoteles donde te ponen una pulsera y lo tienes todo pagado. Había encontrado una nueva novia, decía, y se iba con ella de vacaciones.

«Seguramente —pensó Cárol—, seguramente se había ido de vacaciones, pero no al Caribe ni con una nueva novia ni con una pulsera de
all included
en la muñeca». Las vacaciones de Rubén Vázquez habían sido bastante más siniestras y complejas, según sospechaba la inspectora. Rubén Vázquez habría llegado a Roma al volante de la furgoneta de su tío Clemente, siguiendo la pista de Mauro Andrade, que acudía allí a un congreso de historiadores del arte. Pasito a pasito, como un saltimbanqui ladino y furtivo, se habría dedicado a vigilar a Mauro durante los días que duró el congreso. Lo habría visto entrar en el hotel con Belén Castresana y no salir hasta el día siguiente, lo habría seguido a su cita con Davide Leone, hasta que finalmente encontró el momento propicio para lanzar su malévolo plan y abordarlo en el túnel del metro. «Qué casualidad», habría dicho Mauro al verlo plantado frente a él, pero Mauro Andrade, al igual que le ocurría a la inspectora Cárol, debería haber sabido que las casualidades no existen, que aquel hombre en chándal que caminaba sobre las puntas de sus pies había recorrido miles de kilómetros con la única intención de asesinarlo.

«Se conocían», hablaba la inspectora consigo misma, «pues claro que se conocían, por eso Mauro se detuvo y le apoyó la mano en el hombro con cordialidad, por eso charlaron distendidamente durante un par de minutos, y por eso Rubén logró que lo acompañara hasta la calle argumentando Dios sabe qué pretexto envenenado».

Los detalles de lo que ocurrió después se le escapaban a Cárol, pero no podía tratarse de otra cosa que no fuera el asesinato de Mauro y su descuartizamiento.

Maruxa intentaba pescar en los ojos negros de Cárol y sonsacarle alguno de sus pensamientos, que cada vez parecían más graves.

El viaje de regreso debió de hacerlo Rubén con el cadáver oculto, a varios grados bajo cero, en la cámara frigorífica de la furgoneta, para más tarde y poco a poco, ir esparciendo sus restos a lo largo del Camino de Santiago.

La venganza estaba consumada. Los celos de Rubén se habían cobrado una sangrienta y desproporcionada revancha contra aquel que le había arrebatado a la mujer que él amaba. «Los hombres están locos», se dijo Cárol.

—Es necesario que localice a su sobrino cuanto antes —le explicó a Maruxa.

La mujer se acercó al aparador y revolvió los cajones hasta encontrar el teléfono móvil que buscaba. Se lo entregó a la inspectora con mano temblorosa.

—Ahí debe de estar, en la agenda, mire usted porque yo no sé manejarme con estos cacharros.

Hicieron dos intentos de llamada infructuosos. Cárol anotó el número en un papel.

—No se preocupe —le dijo mientras guardaba el dvd con las imágenes de la boda en el bolso—, y por ahora no le hable de esto a su marido. No vamos a ganar nada haciéndole sufrir antes de tiempo.

Maruxa asintió, y fue entonces cuando ese malestar sombrío le capturó la mirada, porque intuyó que detrás de aquel asunto había algo más comprometedor que el robo de una furgoneta. Pero no quiso preguntar, no quería ocultarle a Clemente más secretos que los estrictamente necesarios. «Le acompaño hasta la puerta», se limitó a decir.

La inspectora le prometió mantenerla informada en cuanto diera con el paradero de Rubén, y Maruxa cerró la puerta sin hacer ruido, deseando con toda la fuerza de su alma que aquella mujer bajita que había venido desde Santiago estuviese equivocada.

La certeza de que Rubén era el autor del crimen había evaporado cualquier rastro de orujo en la sangre de Cárol, sin embargo, no quiso coger el coche todavía para emprender la vuelta. Le quedaban unos cuantos dilemas por resolver y quería tenerlo todo bien atado antes de llamar a Suso y dilatarse en detalles y explicaciones.

Fue en dirección al mar y en pocos minutos se encontró caminando por el paseo marítimo. La playa estaba salpicada de bañistas que disfrutaban del sol tumbados en la arena. Siguió adelante y se detuvo al llegar al puerto. Algunos barcos de bajura permanecían amarrados a escasos veinte metros de la orilla. Estaban pintados de vivos colores y se movían desacompasados al ritmo caprichoso de las mareas. Más cerca, a pocos pasos de la playa, bailaban pequeños botes con románticos nombres escritos en la proa:
Carmiña y José
;
El amor de mi hija
;
Los labios del mar
. ¿Quién podía decir que los marineros, a pesar de su duro trabajo, no eran hombres sentimentales?

Cárol notó un escalofrío lacerante cuando cayó en la cuenta de que Rubén Vázquez, de alguna manera aciaga, era también un hombre sentimental, porque
Eu nom te espero
, la famosa y fatídica frase que aparecía en el Camino junto a los restos de Mauro Andrade, no era una amenaza contra la próxima visita del Papa, ni una nota disuasoria contra los peregrinos del año Xacobeo. Nada que ver con eso.
Eu nom te espero
era sencillamente un mensaje de amor, o mejor dicho, de desamor. La frase que Rubén Vázquez había elegido para comunicarle a Josephine que se había cansado de esperarla, que ya no había vuelta atrás, que la borraba de su vida y, de paso, borraba también a Mauro Andrade, el adversario, la persona que había venido a usurparle el lugar en el corazón de la hermosa francesita. «Quién iba a imaginar, cuando empezó todo esto, que se trataba de un crimen pasional, un asesinato por celos. Los hombres están locos».

A cada uno lo suyo, pensaba Cárol; Rubén sería un asesino cabrón, pero no se le podía negar el ingenio. Por aquellas fechas cientos de santiagueses exhibían en sus balcones banderolas con la leyenda de
Eu nom te espero
; si a eso se le añadía que el muerto era hermano del deán de la catedral, la policía focalizaría su objetivo en grupos contestatarios y radicales. La maniobra de despiste no podría durarle para siempre, pero al menos le haría ganar tiempo. O quizá, sencillamente, leyó en el periódico que un chiflado se dedicaba a pegar, entre otras, aquella dichosa frasecita con papeles adhesivos en las puertas de la catedral, y decidió cargarle el muerto, sin importarle de quién se tratara. Podía ser, ya le preguntaría cuando lo tuviera delante.

En aquellos momentos, otros enigmas más urgentes bullían en la cabeza de Cárol. Si ella había reconocido a Rubén como el hombre del metro, ¿por qué no lo hizo Josephine cuando el comisario le mostró las grabaciones de las cámaras de seguridad? Resultaba imposible, habían sido novios durante tres o cuatro años, ¿y quién no reconoce los andares de un novio después de tanto tiempo? Sobre todo cuando son tan singulares. Cárol, desde luego, hubiera detectado al simplón de su marido aunque se ocultara bajo un tupido burka.

Sí, la inspectora no albergaba la más mínima duda al respecto: Josephine había reconocido a Rubén en el vídeo y con toda probabilidad, en ese mismo instante, había comprendido también el mensaje cifrado que su ex le enviaba. Entonces, ¿por qué no lo delató? ¿Acaso buscaba protegerlo? Pero ¿qué sentido tenía proteger a la persona que presuntamente había asesinado a Mauro, de quien ella, por cierto, estaba tan enamorada?

La inspectora agarró este nuevo misterio y lo arrojó con malos modos al rebosante saco de los «porqués», donde apenas quedaba hueco para una pregunta más. Aquel saco había adquirido unas proporciones formidables, y Cárol y el comisario no podrían volcarlo por sí solos, iban a necesitar ayuda. Y quién mejor que los amigos para echar una mano en los momentos complicados. Al fin y al cabo, ella y Josephine eran amigas, ¿no? Hacían intercambio de novelas, y la francesa iba a casa de vez en cuando para que las niñas hablaran la lengua de Baudelaire, ¿no? ¿O acaso no se presentó Josephine en la comisaría cuando necesitó la ayuda de Cárol para encontrar a Mauro? Pues claro que sí, los amigos estaban para eso, para arroparse los unos a los otros; así que Josephine no podría negarse a empujar junto a Cárol y Suso el pesado saco de los «porqués» y entre todos tumbarlo y mirar en su interior. «O mejor no», se corrigió la inspectora, ¿qué necesidad había de malgastar fuerzas en empellones y sudores? Tenía una idea mejor: aprovechando que Josephine era una mujer menuda y hacendosa la iba a meter de cabeza dentro del saco, y que ella solita fuera sacando uno a uno todos los porqués hasta dejar el saco limpio como una patena. Sí, magnífica idea.

Buscó el teléfono en el bolso.

—Suso, ¿llegaste a Santiago?

—Todavía estoy en Lavacolla, acabo de aterrizar.

—Da orden inmediata de que detengan a Josephine.

—¿Fue ella? —preguntó asombrado el comisario.

—Su antiguo novio. Luego te explico. Encuéntrala como sea. Tenemos un saco repleto de «porqués» y necesitamos su colaboración para dar con el paradero del «quién». Esto es un puto caos.

Capítulo 29

N
o fue necesario que Suso desplegara toda una legión de policías por aeropuertos, carreteras y estaciones para localizar a Josephine. Tampoco hubo que cursar una orden de búsqueda y captura; ni siquiera hubo que ir a detenerla a su casa o a su lugar de trabajo. Josephine, la hermosa francesita de piel nacarada y ojos deslumbrantes, marcó con manos temblorosas el número de la policía antes incluso de saber que la estaban buscando.

Se encontraba en casa del deán, y todo estaba perdido.

Lo había llamado varias veces a lo largo de la mañana y el resultado siempre fue el mismo, una sucesión de timbres sin respuesta que le provocaron una creciente desazón, pues, desde hacía un par de días, la salud nerviosa de don Gregorio venía dando inquietantes muestras de debilidad. No salía a la calle, apenas comía y se pasaba las horas encerrado en su dormitorio, ahuyentando cualquier visita y concentrado en la oración.

Josephine se acercó hasta el piso de la plaza de Feijóo; tampoco contestó nadie a las insistentes llamadas del portero electrónico; les preguntó al par de policías que custodiaban el portal, y le confirmaron que don Gregorio no había salido en toda la mañana. Definitivamente alarmada, fue en busca de la mujer que dos veces por semana limpiaba el piso del deán. Ella tenía un juego de llaves que don Gregorio le había dejado en previsión de los días que él se encontrara ausente.

Cuando Josephine abrió la puerta del cuarto de baño soltó un grito ahogado que solo ella escuchó. Consiguió superar la estupefacción inicial para acercarse a la bañera y comprender lo evidente. La muerte se había instalado en el rostro del deán serenamente, con la pacífica entrega de quien anhela el descanso después de un prolongado sufrimiento. Una estela de destellos rojizos iluminaba los azulejos blancos del cuarto de baño. Josephine se tapó la cara con las manos y se retiró caminando hacia atrás.

No sabía cuánto tiempo pasó hasta que llamó a la policía. Pudieron ser horas o minutos, en todo caso fue el tiempo que Josephine necesitó para leer la carta que don Gregorio le había dejado encima de la mesa del salón, y asumir que todo había terminado. Estaba sola. Irremediablemente sola.

La puerta del piso permanecía abierta cuando Cárol y Suso acudieron a la llamada de Josephine. La encontraron retrepada en una butaca, con la mirada perdida en un punto indeterminado de la pared y cierta enajenación que la mantuvo en silencio durante las primeras preguntas que los policías le lanzaban con evidente nerviosismo.

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