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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (11 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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Ni siquiera necesité dar la orden; mis hambrientos soldados sacaron al mismo tiempo sus pistolas y dispararon unos tiros por encima de las cabezas de los marineros; los italianos huyeron entre las casas derruidas que se alineaban a lo largo de la calle. También en aquel momento nosotros tuvimos que ponernos en marcha a toda velocidad, pues, de repente, aparecieron tres bombarderos. Habían observado la concurrencia en la calle, y al momento empezaron a llover las bombas, algunas de las cuales cayeron sobre los edificios. Nos refugiamos en los pasillos de uno de ellos, construido con gruesos bloques de piedra, junto a algunos italianos que gritaban de miedo besaban sus medallas y sus rosarios y exclamaban continuamente, «
Mamma mia!
» y «
Madonna!
».

Estrechados unos contra otros, buscaban protegerse mientras las paredes del edificio se estremecían por la fuerza del bombardeo.

Mi única preocupación además de seguir vivo era lo que iba a suceder con nuestro camión de comida Mientras continuaba el sonido de los aviones y nuestros compañeros italianos seguían en la casa, nos apresuramos a volver al lugar donde habíamos dejado el vehículo, pero no había vehículo a la vista, ¡ni tampoco los restos!

Permanecíamos allí, perplejos, cuando de repente oímos el ruido de un motor. Al volvernos, vimos al bueno de Faulborn saliendo de un pasadizo con el camión indemne. Había tenido la presencia de ánimo de poner a salvo el vehículo incluso mientras caían las bombas. Saltamos al interior y nos marchamos. Al mismo tiempo, aparecieron de nuevo en escena los italianos soltando maldiciones. Aunque acabábamos de ser compañeros en los momentos de peligro, nos marchamos riendo, pensando solamente en el festín que íbamos a celebrar inmediatamente.

Poco después nos metimos en otro lío que pudo habernos costado caro. Pero durante la guerra, ¿quién piensa en ello? Tu vida está en juego desde el momento en que participas en la primera batalla, y solamente asumiéndolo así, eres capaz de conservar algún indicio de cordura.

Habíamos hecho una gira destruyendo viaductos, puentes, y demás, y suponíamos que el enemigo todavía estaba muy lejos. Yo viajaba en un camión con el último grupo cuando divisé una granja bastante cercana en la que había unas maravillosas uvas maduras a punto para arrancar. No había nadie a la vista, de modo que nos apartamos un poco de la carretera para disfrutar de aquel regalo.

Mientras tanto, el resto de los camiones continuó calle adelante. Los dejamos ir, ya que podíamos alcanzarlos fácilmente, y pusimos manos a la obra en el importante asunto de las uvas. También logramos reunir un cesto de huevos y algunas patatas; una mansa vaca nos proporcionó leche y en la cocina encontramos tocino. Teníamos todo lo necesario para preparar unas buenas tortas de patata, un manjar que echábamos de menos desde hacía mucho tiempo. El inestimable Faulborn, además de ser un buen conductor de camión, era también un gran cocinero, y empezó a preparar la comida inmediatamente. Yo encendí el fuego y busqué leña. Dando una vuelta en espera de las tortas, subí por una cuesta detrás de la casa. Lo que vi, me dejó helado durante un momento… ¡los ingleses se estaban acercando! En cabeza, dos carros blindados y a continuación, largas filas de felices soldados marchando como en tiempos de paz. Estaban a treinta metros del túnel del ferrocarril y muy pronto aparecerían por el otro extremo de la cuesta impidiéndonos la huida. Volví rápidamente a la casa para avisar a Faulborn del peligro.

Encendió el motor inmediatamente y yo salté al vehículo, pero antes de ponerlo en marcha, corrió hacia la casa llevando consigo mi casco y el suyo. Yo pensé: «El pobre muchacho, ha perdido el juicio», e iba a ir tras él cuando volvió con ambos cascos que dejó en mis manos. ¡Salimos zumbando, y entonces vi que uno de ellos estaba lleno de uvas, y el otro, de tortas de patata!

Llegamos a la calle justamente al mismo tiempo que los ingleses a lo alto de la cuesta, a menos de cinco metros de nosotros. Giramos al este y nos adelantamos. Parecían sorprendidos de ver los cascos colgando de mi brazo, y fue tal su asombro, que, antes de que pensaran en seguirnos o en disparar contra nosotros, ya habíamos desaparecido entre las casas de la ciudad. Atravesamos el huerto de nuevo y, desde lo alto vimos que la columna enemiga se había detenido, abriéndose en abanico por el terreno… quizá para descubrir en la zona a otros alemanes devoradores de tortas. Nos sentamos en la cumbre de la colina y disfrutamos de nuestro almuerzo: nunca habíamos comido nada tan bueno.

Poco después, tuvo lugar el incidente más extraño de mi inverosímil carrera militar. Tras catorce días de esfuerzo constante y de la pérdida del ochenta por ciento de nuestros soldados, fuimos relevados, y acampamos a unos tres kilómetros detrás del frente en una pequeña ciudad al pie de una montaña. A eso de las ocho de la noche, después de un terrible bombardeo, llegaron a nuestro puesto de socorro más de treinta heridos. No había médico y, como yo era el único preparado, estuve ocupado hasta medianoche atendiendo a los heridos, poniendo inyecciones y haciendo por ellos todo lo que podía. Por fin, acabé mi tarea; los hombres yacían tendidos bajo los olivos del valle, algunos dormidos, otros quejándose, y otros agonizando. Me envolví en la manta y enseguida, agotado, me quedé dormido.

Serían las dos de la mañana cuando, de repente, me desperté. Creí haber oído una voz potente. Me incorporé de un salto y acudí junto a los heridos, pensando que alguno de ellos me estaba llamando. Pero permanecían en silencio. Dos de ellos ya habían muerto. Me acerqué a los dos centinelas y les pregunté si habían oído algo; me aseguraron que tenía que estar equivocado, ya que todo estaba tranquilo. Estaba tranquilo…, muy tranquilo. Se apoderó de mí un extraño malestar, pero, ya que todo estaba en orden, volví a acostarme aunque no pude dormir.

Medio despierto, medio dormido, daba vueltas a un lado y a otro cuando, de repente, oí una fuerte, casi amenazadora voz: «Levántate y trabaja
schnell!
… ¡No hay tiempo que perder!». La voz era tan fuerte, que retumbó en mis oídos. Además, el sonido parecía inundar todo el valle. Di un salto y, excitado, miré a mi alrededor en medio de la oscuridad, pero no vi a nadie. Corrí junto a los centinelas y les pregunté si habían oído algo, pero me dijeron que había soñado y se echaron a reír. Realmente, yo era un tipo muy especial.

Empecé a sentirme alarmado. ¿Quién me llamaba?

Completamente desconcertado, me senté bajo un árbol. Un temor extraño se apoderó de mí; no podía dormir y no sabía qué hacer. Miré hacia el cielo despejado, y oí de nuevo aquella misteriosa voz, ahora realmente amenazadora.

«¡Levántate y trabaja! ¡Se está acabando el tiempo!».

Completamente alterado, perdí el control de mí mismo y grité: «¿Qué ocurre?».

Pero no hubo respuesta. Los centinelas se abalanzaron hacia mí y preguntaron: «¿Qué estás vociferando ahora?».

Me aseguraron que no habían oído nada, al mismo tiempo que comentaban entre ellos: «¡Algunos empiezan a perder la cabeza!».

Hice algo que no había hecho durante meses; tomé mi pico y mi pala, y empecé a cavar una trinchera. Era la primera vez que lo hacía en toda la campaña, pues soy muy poco aficionado a esa clase de trabajo. Pero ahora golpeaba la tierra como si me pagaran por ello, y al poco tiempo tenía ampollas en ambas manos. Los soldados se despertaron a eso de las seis de la mañana. Formaron un círculo alrededor de mí y, burlonamente, admiraron el casi terminado agujero que había cavado en el suelo rocoso.

Preguntaron: «¿Qué ha sucedido?». Un soldado se mofó: «¡Ahora que hemos ganado la guerra, trabajan incluso los suboficiales!».

No hice caso de sus chanzas. Se sentaron en torno a mí, disfrutando del espectáculo. A eso de las siete, apareció Faulborn con un abundante desayuno. No pudo entender que le mandara dejarlo a un lado y cavara un hoyo para él. Como me consideraba un hombre ecuánime, me miró sorprendido, preguntándose si habría perdido el juicio.

«No tengo tiempo para darte explicaciones, pero, por tu mujer y tus hijos, ¡cava, cava rápido!». Se le veía claramente impresionado por lo que yo decía y el tono que empleaba. Entonces, ante la evidencia de mi agujero medio acabado, sus expertas manos comenzaron a cavar un hoyo para él. Los otros soldados reían comentando: «¡Ha aparecido la enfermedad contagiosa de la excavación!».

Continuamos cavando mientras los demás nos miraban. A eso de las nueve, mi agujero era lo bastante grande como para poder tumbarme dentro de él. Exhausto, trepé al exterior, me puse la camisa y me tendí en el suelo para dejar descansar a mis fatigados huesos. Al mirar hacia el cielo, me quedé aterrado. En lo alto, diez bombarderos daban vueltas como si fueran buitres. La alarma sonó al momento. Los soldados se mantenían inmóviles, con objeto de que sus movimientos no revelaran nuestra presencia. Pero era demasiado tarde: ya nos habían visto.

Se tiraron en picado y dejaron caer al menos veinte bombas. Faulborn y yo saltamos a nuestros agujeros mientras que los demás buscaban salvarse detrás de los árboles o tumbados en el suelo. Yo me puse boca abajo con objeto de proteger al Santísimo Sacramento que llevaba conmigo.

El infierno se desató sobre nosotros mientras continuaba el bombardeo. Con mis últimas fuerzas, conseguí incorporarme ligeramente para no morir asfixiado por la lluvia de polvo, de barro y de restos de roca y de metal. Después, perdí el conocimiento.

Cuando cesó el ataque y el valle se convirtió en un desierto humeante, llegaron otros soldados en busca de supervivientes. Faulborn y yo éramos los únicos. Necesitaron diez minutos de respiración artificial para reanimarme, pues había estado otros treinta cubierto de escombros.

¿Quién me había llamado aquella noche? ¿Quién me había salvado?

Tres semanas después de este incidente recibí una carta de Fulda. Era de la Hermana Solana May. Durante la noche, cuando yo oí la voz que me mandaba ponerme a trabajar, ella experimentó tal temor por mi vida, que se precipitó a la capilla y, hasta el día siguiente, estuvo implorando: «Ángel de la Guarda, ¡sálvalo!». Me pedía que le escribiera inmediatamente y le dijera si me había sucedido algo. Decía también que se había despertado atemorizada a las dos de la madrugada, la hora exacta en que yo escuché por primera vez aquella voz.

De este modo, mi fe se reforzó aún más durante aquellos terribles días.

Capítulo 10

EL INFIERNO DE LA GUERRA, PUERTA DEL CIELO

Poco tiempo después, justamente antes de entrar en una pequeña ciudad costera, nos preparábamos para volar un puente y detener así el avance del enemigo. Dispusimos nuestras ametralladoras en las casas de la ciudad para dar una adecuada recepción a los aliados. Cuando vieron que se iba a entablar una batalla, los habitantes huyeron rápidamente; solo quedaron unos pocos ancianos y las personas enfermas, que se reunieron en el centro de la ciudad cerca de la iglesia que había sido seriamente dañada a causa de los ataques aéreos. Una fachada lateral estaba en ruinas. Cerca de la iglesia vi al párroco en pie, leyendo su breviario como si nada le afectara.

Me acerqué a él, un anciano con el cabello blanco como la nieve, y le aconsejé que se apresurara a marchar porque en menos de medio día allí se libraría una batalla. No me contestó; solamente movió la cabeza y continuó rezando. Yo repetí mi petición cada vez con mayor urgencia, pero no me prestó atención. Le sugerí que, probablemente deseaba mantenerse en vida por el bien de sus feligreses; era su deber huir a las montañas, y después de la guerra podría volver a atender su parroquia.

Durante unos momentos me miró como si estuviera disgustado; me tomó del brazo y, a través de la rectoría, me condujo a su dormitorio. Junto a su cama vi la quinta estación del Vía Crucis que había salvado de la iglesia dañada. Señalándola con el dedo, dijo: «Simón no tuvo permiso para huir, sino que se vio obligado a subir al Calvario, hasta el lugar de la crucifixión. Hoy, Simón soy yo».

Luego, me soltó el brazo; yo estaba tan confundido que no supe qué decir. Recordaba las palabras del Señor: «El Buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, el que no es pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo, deja las ovejas y huye». Me arrodillé y le pedí la bendición.

Puso sus sacerdotales manos sobre mi casco y pronunció la bendición: «El Señor te bendiga y te guarde. Haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia. Vuelva a ti su rostro y te dé la paz. El Señor te bendiga». Yo recibí esta bendición con profunda alegría. Cuando oí que era miembro de la Orden Tercera de San Francisco, le mostré mi certificado en el que constaba que yo era un clérigo de la Orden Primera. Con lágrimas en los ojos, el anciano sacerdote me dio el beso de paz en ambas mejillas y se alegró de que dos hijos del pacífico Francisco hubieran tenido el privilegio de encontrarse allí, en medio de la violencia de la guerra.

Poco tiempo después, la furia de la contienda siguió su camino. Gracias a Dios, nos ordenaron evacuar la ciudad y retroceder hacia la retaguardia. Por lo tanto, el pueblo quedó a salvo para el anciano sacerdote y sus feligreses.

A mediados de agosto, durante los duros enfrentamientos en la carretera de la costa cerca de Messina, fuimos tiroteados por primera vez por nuestros aliados italianos, que habían desaparecido súbitamente durante la noche y, preparando la traición de Badoglio, se convirtieron en nuestros adversarios. Cuando las fuerzas británicas y norteamericanas formaron una sólida unidad a nuestras espaldas, con la carretera de la costa como única salida, la batalla llegó a ser desesperada. Nuestro batallón se vio rodeado, contando únicamente con cuatro vehículos acorazados para controlar al enemigo, atrincherado en una montaña sobre nuestra retaguardia. La carretera estaba tan fuertemente vigilada, que no había posibilidad de atravesarla; cerca de mil soldados quedaban aislados.

Esperábamos en uno de los muchos túneles de ferrocarril después de dinamitar algunos otros, así como puentes y viaductos, mientras seis buques de guerra nos bombardeaban durante todo el día. Al caer la noche, un joven mando de la
Luftwaffe
nos instó a sacar del túnel las escasas piezas de artillería que nos quedaban y a situarlas en la carretera al alcance de los cañones británicos. La víspera habíamos preparado cuidadosamente aquella operación. Ordenó que la Sexta Compañía, protegida por el fuego de la artillería, tratara de cruzar la carretera, pero el resultado fue desastroso. Los disparos enemigos la barrieron. Solo nos quedaba una posibilidad de huida: disparar como locos al enemigo, y protegernos de su fuego con cuatro tanques italianos capturados a toda velocidad durante la noche y llenos de soldados que colgaban a los lados en racimos.

BOOK: Un seminarista en las SS
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