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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (12 page)

BOOK: Un seminarista en las SS
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Los tanques, seguidos por diez camiones, bajaron a toda velocidad por la carretera, cubierta de soldados muertos y heridos…, amigos y enemigos. Fue una carrera terrible. Yo iba en el segundo tanque, y únicamente podía rezar a nuestro Señor Sacramentado, mientras los gritos de los soldados aplastados prolongaban el estrépito de las cadenas. No olvidaré aquel sonido mientras viva…, unos hombres anónimos que, habiendo sobrevivido al fuego enemigo, ahora morían aplastados por sus camaradas cuya situación era tan desesperada que no tenían otro propósito que el de huir.

Lo conseguimos. El comandante recibió la Cruz de Caballería por la brillantez de su plan… pero estaba cubierta de sangre.

Todo el día siguiente permanecimos escondidos en la arena de la playa. Cerca de la orilla aparecían seis cruceros ingleses. Si uno de nosotros asomaba la cabeza recibía el saludo de un disparo. A pesar de ser tiroteados durante todo el día, sufrimos muy pocas bajas. Cerca del mediodía, un motorista procedente de la retaguardia llegó hasta nosotros a la vista del enemigo. Le grité: «¡Idiota!, ¿no podías esperar hasta la noche? ¡Estás descubriendo nuestra posición!».

Sin aliento, saltó de la moto y me entregó el mensaje; se trataba de un asunto sin importancia que podía haber aguardado a la caída de la noche. Le prohibí moverse del puesto. Todos estábamos aterrados ante la idea de que los tiradores ingleses, a menos de mil metros, nos descubrieran por culpa de aquella moto en la carretera. Pero todo estaba tranquilo. Exhalamos un profundo suspiro de alivio. Dije al muchacho, que no tendría aún dieciocho años, que, a pesar de lo que le dijera el comandante, debía esperar a la noche para regresar. Y así lo prometió.

Como todos los demás, yo estaba cansado; me tendí dentro de mi hoyo en la arena y me quedé dormido. De repente, el sonido familiar de una motocicleta rompió el silencio… el muchacho había aprovechado mi sueño para regresar. Era lo que el enemigo estaba esperando. Al momento, una salva de disparos se dirigió al motorista que seguía corriendo como un loco; las balas caían frente a él, por delante, por encima y por detrás, y seguía corriendo. Nosotros conteníamos la respiración; algunos de aquellos disparos nos alcanzaron. Él continuó durante unos cien metros, doscientos metros; luego, se inclinó sobre la moto, giró y condujo lentamente, lentamente, hacia nosotros. Y, ¡oh, maravilla! El enemigo permaneció en silencio. A través de nuestros prismáticos pudimos ver que nos observaban con los suyos. El joven avanzaba muy despacio, con pasos lentos. Yo me incorporé y agité la bandera de la Cruz Roja. Reinaba el silencio.

Los jóvenes de mi entorno me observaban admirados mientras el aún más joven soldado se dirigía vacilando hacia mí. Lo tomé en brazos.

«
Herr Unteroffizier
», dijo con dificultad, «el pecho me arde, me arde». Lo tendí en la blanca arena y le abrí la guerrera. La sangre roja que le brotaba de los pulmones como una fuente, una fuente de muerte, cubrió mi rostro y mi uniforme. Yo apreté la mano sobre el enorme agujero para detener su flujo, pero seguía resbalando entre mis dedos.

«¿Voy a morir?», preguntó el joven con voz temblorosa y entrecortada.

«Sí, no hay solución». Estuve a punto de preguntarle si era católico, pues llevaba conmigo la Sagrada Comunión. Entonces, una sonrisa iluminó su rostro, una sonrisa radiante, amplia, gozosa, y dijo con voz débil: «Por favor, escriba a mi madre y dígale que la estoy esperando en la puerta del Cielo. Que no debe llorar, que la estoy esperando». Con la sonrisa feliz e inocente de un niño, entró en la eternidad. Raramente me he visto tan afectado por una muerte. Y he visto demasiadas.

Hubo otras, otras muertes que no puedo olvidar fácilmente. Una vez cayó una bomba en medio de un batallón. El cuadro fue terrible. Mi fiel conductor, Faulborn, me llevó al lugar. Salvó muchas veces mi vida y las de otros soldados. Encontramos muertos a todos los soldados excepto a dos. Los colocamos rápidamente en unas camillas y los cargamos en el camión. Le pedí a Faulborn que condujera lo más rápidamente posible, pues para aquellos hombres era cuestión de minutos. Corrió haciendo caso omiso del fuego de los buques. Yo me senté con los heridos y los observé. Era demasiado tarde para salvarlos y le dije que se detuviera, para evitarles al menos los dolores que les producía el movimiento del vehículo. Uno de los soldados me miraba serenamente. Le saqué la documentación del bolsillo: era católico, hijo de un granjero de Westfalia. Le dije que su estado era grave y le pregunté si deseaba recibir la Sagrada Comunión. «¿Es usted sacerdote?», me dijo.

«No, pero llevo conmigo la Sagrada Comunión».

Sonrió con gozo y musitó: «Rápido, rápido, señor».

Rezamos juntos el acto de contrición y le administré el Viático. Susurró algo que alcancé a oír poniendo el oído junto a su boca. Sus últimos pensamientos fueron para su madre. «Por favor, escríbale y dígale que morí con el Salvador en mi corazón».

¡Qué muerte!, pensé.

Miré al otro soldado. Era un obrero de la región del Ruhr.

«Deberías recibir también la Sagrada Comunión», le dije. Con un esfuerzo, replicó despectivamente, «Ese pedazo de pan no me salvará. Es mejor que me ponga un cigarro en la boca». Me saqué uno del bolsillo, lo encendí y se lo entregué. Le dio tres chupadas, lo dejó caer y murió. Ahora estaba enfrentándose al juicio de Dios junto al otro soldado. Recordé durante mucho tiempo este incidente, que traía a mi mente las palabras de nuestro Señor:

«Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros».

Por fin llegamos a Messina, entre constantes ataques por parte de nuestros antiguos aliados, los italianos, que, de día y de noche, trataban de tendernos continuas emboscadas. Probablemente quedaron en Sicilia un millar de soldados alemanes; la parte norte de la isla estaba ocupada por un enemigo que, sin problema alguno, montaba sus armas en los muelles. Cuando amarró el último barco, una lancha rápida, arrojamos, más que trasladamos a ella, a los heridos. Estaba tan llena, que parecía a punto de hundirse. Subieron a ella tres médicos para atender a los soldados, inútilmente en muchas ocasiones. Rugieron los motores y salimos, desembarcando a salvo al otro lado del Estrecho de Messina, bajo el continuo fuego de la artillería desde el muelle y por el aire. Nuestras armas antiaéreas del otro lado derribaron tres aviones; el resto dejó de molestarnos muy pronto.

La primera noche nos alojamos en una iglesia, y a la siguiente, nos pusimos en camino hacia el norte. Ahora estábamos corriendo, no hay duda de ello. Teníamos que viajar de noche porque la superioridad aérea del enemigo nos impedía hacerlo a la luz del día. Nuestra siguiente etapa fue Palmi. Luego llegamos a un pueblecito de la montaña, donde la gente nos recibió con bastante amabilidad.

Capítulo 11

VIÁTICO

El resto de la división escapó a Italia, pero fueron demasiados los que, cautivos o muertos, quedaron en Sicilia. Nos detuvimos unos días para descansar en Palmi, al extremo de la «bota» italiana. Mientras tanto, llegaron de Alemania tropas de refresco formadas por jóvenes de menos de veinte años y adultos de más de cuarenta y cinco. Eran los últimos que la Patria pudo lanzar a las fauces de la hambrienta bestia de la guerra.

Nuestra función consistía en retrasar la llegada del enemigo e impedir que cayera en sus manos cualquier material utilizable. Aquello se convirtió en una guerra en pequeña escala, generalmente de grupos reducidos contra grupos reducidos, así que el adversario se vio obligado a luchar, desde Aspromonte a Cassino, en las estrechas calles de los pueblos donde no podía concentrar toda su fuerza como lo hacía en campo abierto.

Destruíamos todo lo que podía ser destruido: puentes y viaductos, maquinaria eléctrica y hospitales… incluso las estaciones de ambulancias de los pueblos pequeños. Convertíamos en humo los grandes centros de suministro del ejército italiano. Yo sentía piedad ante tal destrucción, pero, en la mayoría de los casos, no había compasión. Enviábamos al norte a los prisioneros italianos, descalzos y desnudos hasta la cintura. Bosques y colinas estaban llenos de partisanos que, amargados por el presentimiento de la derrota de Italia, demostraban muy poca compasión por aquellos hombres.

Muy pronto, el enemigo se apoderó del Estrecho de Messina y, semana tras semana, la guerra se desarrolló en las montañas, mostrando ambas partes su esfuerzo y su valor. El adversario estaba continuamente a nuestras espaldas, lo que suponía que, cuando teníamos que atravesar los puentes y los pasos de las montañas, era necesario un aventurado y frecuentemente impredecible rodeo. No era, como en Sicilia, cuestión de un mejor equipamiento, sino más bien de estrategia y de valor, y por lo tanto, las bajas fueron menores; aquí no había barcos ni aviones.

Me sorprendía la falta de precauciones y la casi infantil confianza con la que nos seguían los aliados. Minábamos los puentes y los viaductos, y más de una vez, agazapados en la montaña para observarlas, veíamos a las columnas enemigas, completamente equipadas, cruzarlos como si fueran de visita; primero los tanques ligeros y luego la artillería, seguida del resto de la tropa en correcta formación. Los dejábamos pasar por encima del puente; entonces lo volábamos, dejándolos indefensos frente a nuestra línea de fuego. Allí fuimos testigos de muchas acciones caballerosas en relación con la bandera de la Cruz Roja. Cuatro bombarderos que me vieron en lo alto del camión dejaron caer tabletas de chocolate para los heridos en lugar de bombas.

Estábamos en septiembre. En nuestro camino hacia el norte encontré una acogida fraternal en las parroquias y los monasterios italianos, y los párrocos, asombrados y gozosos, renovaban mis Hostias consagradas. El 5 de septiembre, nos sorprendió un ataque inglés en las montañas a consecuencia del cual resultaron heridos algunos de nuestros hombres. Los llevé a un hospital por la noche, sabiendo que teníamos a nuestras espaldas dos batallones y tres compañías fuertemente armadas. A las cinco de la mañana, toda la montaña estaba envuelta en la niebla y el silencio. A través de unas pronunciadas curvas, la carretera conducía desde lo alto de la montaña hasta el mar, donde había dos pueblos costeros. Nos detuvimos allí y pedí agua para los heridos. Un ventarrón disipó la niebla y, ante mi sorpresa, pude ver cerca de la costa una docena de transportes de tropa, barcos pequeños, cruceros y algunos buques de guerra. Estaban desembarcando miles de soldados con unas enormes cantidades de suministros.

Teníamos cortado el camino, así que, treinta minutos más tarde, llegábamos de vuelta a nuestra retaguardia. El mayor y nuestro comandante se apresuraron a situarse en una posición desde la que podían vigilar el desembarco. Dispusieron los cañones. El enemigo nunca supo de nuestra presencia en las brumosas alturas hasta que, a las 6:30h se desencadenó el infierno. Los barcos explotaban cuando alcanzábamos sus pañoles de municiones. Hicimos fuego durante diez minutos sin recibir un solo disparo en respuesta. Las pérdidas en el mar fueron espantosas. Por fin, los buques comenzaron a responder al fuego, pero el noventa y nueve por ciento de sus disparos pasaban por encima de nuestras cabezas o se quedaban cortos. No sufrimos daños durante una hora pero, con el enemigo allí abajo, las cosas tomaban mal cariz. Ahora estábamos dispuestos a intentar un avance. A la orden de «¡Alto el fuego!», se hizo el silencio mientras cargábamos los camiones.

El mío iba el primero y, rodábamos montaña abajo, cuando sonaron unas descargas procedentes, no de la costa, sino de los barcos que, aunque severamente dañados, consiguieron hacer algunos disparos. Llegamos a la primera ciudad y organizamos nuestras líneas. Teníamos la orden de hacer retroceder al enemigo hasta el mar.

Aquello me pareció desacertado, pues significaba exponernos a los disparos de los barcos, que ahora se habían recuperado parcialmente. Monté un puesto de primeros auxilios en un edificio de la ciudad. El doctor, un médico nuevo, ya estaba herido en una mano, así que tuve que poner las inyecciones, llenar las fichas y, en más de una ocasión, cortar miembros con un cuchillo. Los heridos llegaron inmediatamente, casi un centenar. Entre vendajes e inyecciones, llenado de fichas y realizar una tosca cirugía, yo preguntaba: «¿Eres católico? Aquí tienes la Comunión».

Después de oír un breve acto de contrición, yo, con las manos ensangrentadas, depositaba el Cuerpo de Cristo en aquellos labios temblorosos. Muy pronto se acabaron las Hostias consagradas y tuve que conseguir más. La ciudad quedaba sobre el campo de batalla y muchos italianos observaban la escena que se desarrollaba más abajo. Cuando vieron llegar a los alemanes en el
Panzer
de la División huyeron al interior. Delante de la iglesia había tres sacerdotes, dos jóvenes y uno muy anciano.

Salté del tanque con el casco puesto y el rostro, las manos y el uniforme cubiertos de sangre. Saqué del bolsillo la nota del obispo de Patti, dando gracias a Dios porque estuviera en italiano. Aunque tenía permiso para llevarme las sagradas especies, ellos aseguraron que no tenían Hostias consagradas. Yo podía comprender perfectamente que no confiaran la Sagrada Comunión a aquel soldado enemigo bañado en sangre, así que hablé en italiano, gesticulé, y saqué del bolsillo un papel que me acreditaba como miembro de la Orden franciscana.

«No a precio de sangre», fue su respuesta.

Mi paciencia llegó al límite. Uno de los soldados se acercó con una pistola automática y aquellos tres levantaron sus manos temblorosas. Otro soldado vigilaba desde el tanque al resto de la población mientras nosotros nos dirigíamos hacia la iglesia. Yo estaba seguro de que los sacerdotes entrarían también para ver lo que hacía y cómo lo hacía.

«
Avanti!
», ordené cuando llegamos al santuario, pero se negaron y tuve que obligarlos. ¡Qué curioso era el hecho de que en aquella guerra en la que no había apuntado a nadie con mi arma, tuviera que hacerlo con sacerdotes y con obispos indefensos en lugar de con enemigos!

Encontramos en la sacristía la llave del sagrario ante el cual hice un corto acto de adoración. Los tres sacerdotes, siempre con las manos en alto, me vieron abrirlo con el debido respeto y el convencimiento de lo que me atrevía a hacer. Tomé las Sagradas Formas que necesitaba. El sacerdote anciano lloraba. Yo le hablé.

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