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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Un talibán en La Jaralera (3 page)

BOOK: Un talibán en La Jaralera
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—Señor marqués…

—Suéltalo, Pepillo.

—Es que me da corte.

—¡Pepillo!

—Que nada, señor marqués, que hemos estado hablando Flora
y
yo, para lo de la boda,
y
que nos haría mucha ilusión que fuera usted el padrino. Los dos le respetamos y queremos como a un padre.

—Me vas a emocionar, Pepillo. Por supuesto que acepto. Será un honor y yo también os quiero como si no fuerais de la familia. ¿Para cuándo preparo el chaqué?

—Para septiembre, señor. Ya nos ha dicho Marisol, perdón la… bueno, Marisol, que vamos a ocupar la Ca sa de los Cazadores.

—Claro que sí. No queremos que os vayáis.

—Es un palacio.

—Para mí, la mejor casa de La Jaralera. No entiendo por qué la tenemos tan dejada. Papá se refugiaba muchas tardes allí.

—Pues nada más, señor. Que gracias, mil gracias, Dios se lo pague y hasta la vista.

—Gracias a ti, Pepillo.

La Casa de los Cazadores es, en efecto, la más cómoda de La Jaralera, pero también la que más recuerdos y añorancias nos procura. Papá la frecuentaba y mucho me temo -y no es temor sino certidumbreque allí se lo montaba con sus jacas, a sabiendas de que mi madre jamás pondría los pies en aquellos recintos. Se dice que en la Casa de los Cazadores durmió el Rey Don Alfonso XII -Que Santa Gloria Haya- con la marquesa de Ruiloba, dama al parecer de muy menguadas resistencias ante el acoso Real. No existen pruebas ni constancia de ello, pero ya se sabe lo que alcanzan los rumores en los pueblos. Que si don Alfonso XII descansaba en casa cuando volvía de Sevilla de ver a la princesa Mercedes, que si el duque de Montpensier le ponía los desahogos como a Fernando VII las bolas de billar, porque no le gustaba como yerno, que si patatín, que si patatán. El hecho es que Mamá ha considerado siempre a la Casa de los Cazadores como una sucursal del Infierno, y esa consideración le permitía a mi padre un amplio margen de maniobra. Lo que sí puedo garantizar, porque lo he visto, es que allí se hospedó para cazar perdices a principios de los setenta el emperador de Etiopía, el Negus Haile Sellasie, que no tumbó un pájaro, y que de vuelta a Trípoli, le organizaron un golpe de Estado del que salió fiambre. Tenía la piel más arrugada que las tortugas, y una vocecita muy fina y aguda, pero se agarraba unos cabreos de órdago. Vino con un séquito de treinta personas, y se arrodillaban ante él cuando los hablaba. Mi padre, que sólo se arrodillaba en la capilla cuando no le dolían los meniscos, no se postró ante el Emperador, y éste se enfureció bastante. Le gritó algo imposible de entender, y Papá, a la manera del «Tempranillo» le respondió: «Usted reinará en Etiopía, que es una caca de sitio, pero en La Jaralera mando yo.» Mano de santo. No volvió a abrir la boca en todo el día, pero su embajador, que entendía el español, no dejó de amenazar a mi padre hasta que se largaron. «Se lo voy a chivar a Franco», le repetía constantemente. A Dios gracias, se les olvidó el asunto, porque no nos llamaron de El Pardo para nada.

Allí quiero que vivan Flora y Pepillo cuando se casen, para no perderlos ni de vista ni de cariños. La casa está como la dejó Papá, que la fumigó enterita cuando el Negus salió de estampida rumbo a Etiopía. Lo cantaba con mucha gracia Salvador, el difunto Guarda Mayor de casa, «Salvaó», que tenía la voz más ronca y honda que el mismo Manolo Caracol.

Ya ha salido de estampía

esa «purguita» arrugá

caminito de Etiopía.

Y a Papá se le hacían chiribitas los ojos de tanto ángel.

Por ahí viene Mamá. Tiene buenas piernas para su edad, y se mete unas caminatas de órdago. Se ha detenido para hablar con Mustafá, el nuevo jardinero, que está cumpliendo con sus oraciones musulmanas. Cada dos por tres deja las herramientas, se arrodilla en el suelo, saca el culo, y se pasa un buen ratito conversando con Alá. Me intriga la persistencia de mi madre en interrumpir al buen hombre en sus minutos de oración. La Meca, desde La Jaralera, está más o menos en la dirección del cerrillo de la Infanta Eulalia, tirando un poquito a la derecha.

La marquesa viuda se topó con Mustafá en pleno éxtasis orante. Con el culo en pompa, las manos y el rostro en el suelo y exclamando frases rarísimas.

—Mucho Alá, y a las flores que las parta un rayo.

Mustafá no se dio por aludido y continuó con sus rezos.

—Le digo que las flores están de pena, y que deje usted de rezar a ese fresco y atienda a sus obligaciones.

Mustafá, como si estuviera sordo.

A Mamá, a sus noventa y tantos años recién cumplidos, no hay quien la cambie ni suavice. Es un bicho, pero es mi madre. Cuando estaba a punto de intervenir, abriendo la ventana y haciéndome notar, estallaron las hostilidades entre la católica Roma y el Islam. No pude llegar a tiempo para impedir el desastre. Las circunstancias habían sucedido. Las circunstancias le dolían a Mustafá una barbaridad, especialmente en la parte baja de su espalda. Mi madre, airada por la falta de charlita del «sin papeles» le había arreado un par de bastonazos al magrebí en sus implorantes nalgas. Cumplida la Santa Cruzada contra el moro infiel, se dirigió hacia la puerta de la casa. A tiempo estuve de oír su última impertinencia.

—Las flores hay que regarlas. Aquí tenemos agua de sobra. Esto no es el desierto.

Dirigí la vista hacia Mustafá, y debo reconocer que un escalofrío sacudió mi cuerpo. El infiel miraba a mi madre, y dos llamaradas de fuego iracundo emergían de sus negros ojos. Simultaneaba la ferocidad de su mirada con amenazantes alaridos y gestos de pocos amigos. Cerré la ventana y decidí olvidarme del asunto, porque la visión de Mustafá me sobrecogía. Oí los pasos de mi madre camino del salón, y hacia allí me dirigí de inmediato.

—¿Qué ha pasado, Mamá?

—No ha pasado nada que requiera tu atención, Susú. Sencillamente, que el jardinero marroquí no estaba en lo suyo, se lo he afeado, él no me ha hecho ni caso, y he tenido que darle un golpecito con el bastón.

—Le has dado dos bastonazos que descuerdan a una mula.

—Quizá se me ha ido la mano. A mi edad, es muy difícil dominar la fuerza.

—Nos va a denunciar.

—No puede, hijo. Si nos denuncia, le dan boleto gratuito para cruzar el Estrecho.

—No te puedes imaginar el odio de su mirada.

—En unas horas se le habrá pasado el berrinche. Prepárame una ginebrita bien cargada. Después del paseo, hay que recuperar el tono.

Mi madre bebe bastante. Me enteré el año pasado, y todavía no me acostumbro a ello. Durante décadas ha bebido a escondidas, y nadie del servicio me reveló el secreto.

—¿Tu mujer?

—Cuidando a los niños, Mamá.

—Está demasiado entregada a esos mocosos. Yo a ti no te cambié ni una sola vez los pañales. Me daba mucho asco.

—Lo mismo que a mí.

—No hemos nacido para cambiar pañales. De todas formas, cuando no están sucios, son bastante monos.

—Sí, Mamá, pero esto ya no es lo mismo.

—Tú eres el responsable.

—Tampoco sabía que íbamos a tener cinco…

—Ni yo me lo figuraba. Tú, precisamente…

—¿Yo qué, Mamá?

—Pues hijo, que nunca habría pensado que fueras capaz de esta burrada. Te creía menos… eso. Anda, ponme otra ginebrita, con más hielo y menos tónica, que por la noche sufro mucho con los gases.

—Yo tampoco me figuraba lo de tus pedorretas, Mamá.

—De eso no se habla. Gracias, está muy bien. Adelante, don Ignacio.

Ha ingresado don Ignacio en el salón, limpio y sonriente. Este hombre ha cambiado demasiado con el dinero, pero a bien. Dentro de lo que cabe, se mantiene en la disciplina familiar. Hace días pidió permiso para hacerse un
clergyman
a la medida
y
Mamá no se lo concedió.

—O sotana, o a la calle, don Ignacio.

Don Ignacio, con los riñones bien cubiertos por la cuenta corriente, le había respondido a mamá sin la deferencia sumisa de otros tiempos.

—Con lo que tengo, puedo vivir hasta que el Señor me llame para acudir a Su lado en una
suite
del Alfonso XIII. Pero me quedo, porque he echado raíces aquí. Y no renuncio a cambiar la sotana por un traje negro o gris marengo, que ya es hora de que se ponga las pilas, señora marquesa viuda.

A mi madre, nada le domina más que la entereza del prójimo. Y don Ignacio está últimamente de lo más baturro. No obstante, la expresión de nuestro capellán no parecía optimista cuando entró en el salón.

—Hay problemas -comentó escuetamente mientras se servía una copita de Fino Quinta.

—¿Se refiere a…? -le interrumpí leyendo sus pensamientos.

—Me refiero a un musulmán que acaba de exigirle al administrador la liquidación, y que mucho me temo, lleva en su alma todo el odio del mundo.

—Tampoco es para ponerse así -susurró Mamá.

—Es para ponerse así, y muchísimo más así, porque no está el Islam para bromas.

Don Ignacio se mostraba sombrío y preocupado, e intuí que sabía algo más que yo.

—No hay vuelta de hoja, Cristián. La agresión de su madre ha soliviantado al magrebí, que anda por ahí clamando venganza. Nunca me gustó ese tipo.

—Ni a mí, don Ignacio, pero era barato.

—Pues nos va a salir, especialmente a usted, por un ojo de la cara. Y usted, señora, después de todo lo que ha pasado en los últimos años, no entiendo cómo no ha cambiado.

—A mi edad, cambiar es rendirse.

—A su edad (don Ignacio echaba chispas por los ojos), cambiar es fundamental para intentar acceder, aunque sea por la puerta de atrás, al reino de los Cielos.

Pocas veces le habían soplado a la cara frase tan dura a Mamá. Otra anciana habría caído en el mutismo y la reflexión, pero mi madre está hecha de una pasta única.

—A mi edad, lo que no puedo soportar es que las flores se mustien, los setos se avinagren y los arbustos se sequen mientras el holgazán del jardinero se pasa el día haciendo cabriolas y rezando a Alá, que como usted sabe perfectamente, no existe.

—Cristina, nos la estamos jugando. Estos musulmanes, en menos que vuela un gorrión, sacan el alfanje, cuando no la cimitarra.

—A mí me saca un salvaje la cimitarra y no llega a la puerta vivo, don Ignacio.

—Tómelo a broma, Cristina, tómelo a broma.

Lo cierto es que mi sensibilidad está con don Ignacio. No se puede jugar con fuego, y lo de Mamá, además de una barbaridad, ha sido una insensatez.

—Tengamos la fiesta en paz -dije para calmar la reunión-. Al menos, durante la comida, que nadie recuerde el desagradable episodio.

Marisol ha llegado con la noticia puesta. Se lo ha contado Pepillo. Los chismes y los rumores vuelan en los campos como los pitorreales, de abajo a arriba y de arriba abajo.

—¿Qué ha pasado?

Huele a hijos. Está gorda y desarreglada. Ama de casa antigua. En menos de un año se ha despedido de su atractivo, de su maravillosa insolencia. A Mamá le gusta, claro.

—No ha pasado nada importante, hija.

Desde que está marujona le dice «hija».

—Pues entonces, Pepillo me ha mentido.

Yo, que intervengo.

—No, Marisol, no te ha mentido. Y lo que ha sucedido tiene importancia. Mamá le ha dado dos bastonazos a Mustafá.

—¿Por qué, Cristina?

—Porque tenía las flores pochas y no respondía a mis requerimientos.

—Intentaré arreglarlo.

Cosas de Marisol, que se cree capaz de todo.

Mamá y Marisol se llevan tan bien que su relación me produce náuseas. No entiendo cómo mi mujer ha podido perdonar la montaña de maldades y humillaciones que ha sufrido por gentileza de mi madre. Jamás se me pasó por la cabeza transformación tan deprimente.

El capitán de una nave tiene que saber elegir el rumbo y esquinar los temporales. Nada más importante en este momento que cicatrizar las heridas.

—Coman sin mí. Los asuntos de Estado me reclaman. Urge hablar con el administrador.

Al abandonar el salón he sentido que todos admiraban mi resolución. El capitán de una nave tiene que saber, ante todo, que es el capitán.

MARENGO DE NUBARRONES

Alcoceba, el administrador, mengua a cada instante. Quizá sea su vocación reverencial la que disminuye el empaque de su destartalado cuerpo. En su campo, que son los números, es un fuera de serie, pero alejado de los papeles y los libros de contabilidad, pierde todo el interés. Además, es hombre de sudores fáciles y caspas persistentes, lo que mueve a recelar de su cercanía. Pero su trabajo lo cumple a la perfección, y aunque roba como buen administrador, lo hace con discretísima cadencia.

—Alcoceba, es urgente que se reúna con Mustafá, el jardinero dimisionario.

—No creo que me reciba, señor marqués. Su salida de La Jaralera ha sido de lo más desagradable.

—Mi madre, como siempre, que ha…

—En efecto, señor. Su madre la ha armado buena y gorda.

—Siempre estamos a tiempo de rectificar, y quiero encomendarle esa misión. Búsquelo, hable con él, convénzalo y aumente su sueldo si usted lo estima necesario.

—Las cosas que decía de su madre después de firmar la liquidación jamás las había oído con anterioridad.

—¿Qué decía?

—Que la iba a destripar, que dispersaría sus vísceras sobre las dunas y que sólo se sentiría satisfecho cuando las hienas dieran buena cuenta de ellas.

—¡Qué horror!

—Que la señora marquesa viuda era un alacrán del desierto, una víbora de los oasis y una araña de las que pican en los cojones -con perdón- de los camellos.

—¡Qué barbaridad!

—Y que él, Mustafá Ahmed Al-Aboumi, no volverá a comer cordero, ni cuscús, ni leche de camella, ni sangre de cabra hasta que su madre pague por sus crímenes.

—Ciertamente, no parece tener la mejor disposición para volver a trabajar en casa.

—Y que la venganza iba a ser sonada, con víctimas inocentes y todo.

—Mire, Alcoceba. O denuncia a la Guardia Civil o negociación. Y en este momento, yo soy partidario de la negociación y de abrir caminos diplomáticos. Entérese dónde vive y…

—Sé dónde vive. En una chabola de Guadalmazán del Marqués.

—Pues no sé a qué está esperando.

—Yo siempre a sus órdenes.

—Ya las conoce. Readmisión, aumento de sueldo y disculpas por nuestra parte.

—Lo intentaré con todas mis fuerzas. -Use de artimañas, zalemas y añagazas.

—Lo haré, señor. Le informaré inmediatamente. -Gracias, Alcoceba. Y domine esos goterones que le resbalan por los mofletes. Me dan repelús.

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