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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

Un trabajo muy sucio (43 page)

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—Eres la secuestradora más amable que he tenido —contestó Charlie mientras cogía la taza.

—¿Qué insinúas? —preguntó Minty Fresh.

Charlie miró a su derecha, donde Minty Fresh, atado a una silla, daba la impresión de haber sido apresado como rehén en una merienda infantil: las rodillas le llegaban casi a la barbilla y una de sus muñecas estaba sujeta con cinta aislante a ras del suelo. Alguien le había puesto en la cabeza una gran bolsa de hielo que parecía vagamente una boina escocesa.

—Nada —dijo Charlie—. Tú también eres un secuestrador estupendo, no te lo tomes a mal.

—¿Té, señor Fresh? —dijo Audrey.

—¿Tiene café?

—Enseguida vuelvo —contestó Audrey, y salió de la habitación.

Les habían trasladado a una de las habitaciones que daban al vestíbulo, aunque Charlie no sabía a cuál. En su día, aquella habitación tenía que haber sido un salón de recibir, pero ahora era una mezcla de oficina y sala de recepción: mesas de metal, un ordenador, algunos archivadores y un surtido de sillas de oficina de roble antiguas para trabajar y esperar.

—Creo que le gusto —dijo Charlie.

—Ha hecho que te aten a una silla —contestó Minty Fresh mientras con la mano libre tiraba de la cinta aislante que le sujetaba los tobillos. La bolsa de hielo le resbaló por la cabeza y cayó al suelo con estrépito.

—Cuando la conocí no me fijé en lo atractiva que era.

—¿Te importaría ayudarme a desatarme, por favor? —dijo Minty.

—No puedo —contestó Charlie—. El té. —Levantó su taza.

Se oyó un tintineo junto a la puerta. Levantaron la vista al tiempo que cuatro pequeñas criaturas bípedas, ataviadas con seda y satén, entraban en la habitación. Una, que tenía la cara de una iguana, las manos de un tejón e iba vestida de mosquetero, con sombrero de grandes plumas y todo, sacó una espada y pinchó a Minty Fresh en la mano con la que estaba tirando de la cinta aislante.

—Ay, joder. ¡Menudo engendro!

—Me parece que no quiere que te desates —dijo Charlie.

La iguana saludó a Charlie con una fioritura de la espada y con la otra mano se señaló la punta del morro como si dijera: «Diste en el clavo, colega».

—Bueno —dijo Audrey, que acababa de entrar llevando una bandeja con el café de Minty—, veo que ya conocéis al pueblo ardilla.

—¿El pueblo ardilla? —preguntó Charlie.

Una damisela con cara de pato y manos de reptil que lucía un vestido de noche de raso morado le hizo una reverencia; Charlie la saludó inclinando la cabeza.

—Así es como los llamamos —dijo Audrey—, porque los primeros que hice tenían cara y manos de ardilla. Luego se me acabaron las partes de ardilla y se volvieron más barrocos.

—¿No son criaturas del Inframundo? —preguntó Charlie—. ¿Las has hecho tú?

—Más o menos —contestó Audrey—. ¿Leche y azúcar, señor Fresh?

—Sí, gracias —dijo Minty—. ¿Fabrica usted estos monstruos?

Las cuatro criaturas se volvieron hacia él al unísono y se echaron hacia atrás como diciendo: «Oye, chaval, ¿quién eres tú para llamarnos monstruos?».

—No son monstruos, señor Fresh. El pueblo ardilla es tan humano como usted.

—Sí, pero tienen más estilo —dijo Charlie.

—No siempre voy a estar atado a esta silla, Asher —repuso Minty—. Señora, ¿quién o qué coño es usted?

—Sé amable —dijo Charlie.

—Supongo que debería explicárselo —dijo Audrey.

—¿Usted cree? —preguntó Minty.

Audrey se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y las ardillas se reunieron en torno a ella para escuchar.

—Bueno, es un poco embarazoso, pero creo que todo empezó cuando era una niña. Sentía una especie de inclinación por las cosas muertas.

—¿Como si le gustara tocar cosas muertas? —preguntó Minty Fresh—. ¿Desnudarse con ellas?

—¿Quieres dejar hablar a la señorita? —dijo Charlie.

—Esta bruja es un monstruo.

Audrey sonrió.

—Pues sí, lo soy, señor Fresh, y usted está atado en mi comedor, a merced de cualquier monstruosidad que se me ocurra. —Se dio unos golpecitos en los dientes con la cucharilla de plata que había usado para remover su té y puso los ojos en blanco como si imaginara algo delicioso.

—Continúe, por favor—dijo Minty Fresh con un escalofrío—. Lamento haberla interrumpido.

—No era ninguna monstruosidad —dijo Audrey mientras miraba a Minty como si lo desafiara a decir algo—. Era solo que tenía un sentimiento hipertrofiado de empatía con los moribundos, sobre todo con los animales. Cuando mi abuela murió, lo sentí desde kilómetros de distancia. En todo caso, no era algo que me dominara ni nada por el estilo, pero cuando llegué a la universidad decidí estudiar filosofía oriental para ver si podía llegar a entenderlo. Ah, sí, y diseño de moda.

—En mi opinión, es importante tener buena imagen cuando se trabaja con los muertos —dijo Charlie.

—Bueno... sí —dijo Audrey—. Y, además, se me daba bien la costura. Me gustaba mucho hacer disfraces. El caso es que conocí a un tipo y me enamoré.

—¿Un tipo muerto? —preguntó Minty.

—Lo estuvo pronto, señor Fresh, lo estuvo pronto. —Audrey miró la alfombra.

—¿Lo ves, bruto insensible? —dijo Charlie—. Has herido sus sentimientos.

—Oye, que estoy atado a una silla —contestó Minty—. Y rodeado de monstruitos, Asher. El insensible no soy yo.

—Perdona -—dijo Charlie.

—No pasa nada —dijo Audrey—. Se llamaba William... Billy. Estuvimos juntos dos años antes de que enfermara. Solo llevábamos prometidos un mes cuando le diagnosticaron un tumor cerebral imposible de operar. Le dieron un par de meses de vida. Yo dejé la universidad y no me separé de él ni un momento. Una de las enfermeras del hospital, que sabía que estudiaba filosofía oriental, me recomendó que habláramos con Dorje Rinpoche, un monje del centro budista tibetano de Berkeley. Él nos habló del Bardo Thodrol, lo que se conoce como el Libro tibetano de los muertos. Ayudó a Billy a prepararse para el tránsito de su conciencia al otro mundo... a su siguiente vida. Aquello hizo que nos olvidáramos de la oscuridad y convirtió su muerte en algo natural, en una cosa llena de esperanza. Yo estaba con Billy cuando murió y sentí cómo migraba su conciencia. Lo sentí de verdad. Dorje Rinpoche dijo que tenía un don especial. Pensó que debía estudiar con un lama importante.

—Entonces, ¿te hiciste lama? —preguntó Charlie.

—Yo creía que una lama era una plancha de metal —dijo Minty Fresh.

Audrey no hizo caso.

—Estaba destrozada y necesitaba alguien que me guiara, así que me fui al Tíbet y fui aceptada en un monasterio donde durante doce años estudié el B
ardo Thodrol
bajo las enseñanzas del lama Karmapa Rinpoche, decimoséptima reencarnación del
bodhisattva
que fundó nuestra escuela budista hace mil años. Él me enseñó el arte del
p'howa
, la transferencia de la conciencia en el momento de la muerte.

—¿Para que pudieras hacer lo que el monje había hecho con tu novio? —preguntó Charlie.

—Sí. Practiqué el
p'howa
con muchos aldeanos de las montañas. Era una especie de especialista en eso..., además de hacer las túnicas de todo el monasterio. El lama Karmapa me dijo que intuía que yo era un alma muy antigua, la reencarnación de un ser iluminado procedente de muchas generaciones atrás. Pensé que tal vez intentaba ponerme a prueba, conseguir que sucumbiera a mi vanidad, pero cuando se acercó el momento de su muerte y me llamó para que le hiciera el
p'howa
, me di cuenta de que aquella era la auténtica prueba y de que me estaba confiando el tránsito de su alma.

—Solo para que nos aclaremos —dijo Minty Fresh—. Yo no le confiaría ni las llaves de mi coche.

La iguana mosquetero le pinchó en la pantorrilla con su espadín y el grandullón pegó un chillido.

—¿Lo ves? —dijo Charlie—. Cuando te pones desagradable, tu actitud se vuelve contra ti. Es como el karma.

Audrey le sonrió, puso su té en el suelo y cruzó las piernas en la posición del loto para acomodarse.

—Cuando el lama murió, vi su conciencia abandonar su cuerpo. Entonces sentí que mi propia conciencia abandonaba mi cuerpo y seguí al lama por las montañas, donde me mostró una pequeña cueva enterrada bajo la nieve. En esa cueva había una caja de piedra sellada con cera y fibras. Me dijo que debía encontrar la caja y luego se marchó, ascendió, y yo me encontré de vuelta en mi cuerpo.

—Entonces, ¿eres una iluminada? —preguntó Charlie.

—Ni siquiera sé qué es eso —contestó Audrey—. El lama se equivocaba en eso, pero algo cambió en mí mientras le hacía el p'howa. Cuando salí de la habitación con su cuerpo, vi una mancha roja que brillaba en la gente, justo en el chakra del corazón. Era lo mismo a lo que yo había seguido por las montañas, la conciencia inmortal: podía ver el alma de las personas. Pero lo que más me chocó es que podía ver que a algunas personas les faltaba ese resplandor, o que yo no podía verlo, ni en ellas ni en mí misma. No sabía por qué, pero sí sabía que tenía que encontrar la caja de piedra. Siguiendo el mismo camino por las montañas que me había enseñado el lama, di con ella. Dentro había un rollo de pergamino que los budistas consideraban en su mayoría, y todavía consideran, un mito: el capítulo perdido del
Libro tibetano de los muertos
. Resumía dos prácticas perdidas desde antiguo, el
p'howa
por proyección forzada, y una de la que yo no había oído hablar, el
p'howa
de los no muertos. El primero te permite trasladar por la fuerza un alma de un ser a otro, y el segundo permite a quien lo practica prolongar indefinidamente la transición, el bardo, entre la vida y la muerte.

—¿Significa que puedes hacer que la gente viva para siempre? —preguntó Charlie.

—Más o menos, aunque es más bien como si dejaran de morir. Estuve meditando durante meses acerca del asombroso don que se me había concedido. Temía llevar a cabo los rituales. Pero un día, mientras asistía al bardo de un anciano que se estaba muriendo de un cáncer de estómago muy doloroso, no pude soportar más su sufrimiento y probé el
p'howa
por proyección forzada. Guié su alma hasta el cuerpo de su nieto recién nacido, cuyo chakra yo había visto que no resplandecía. Vi cómo el resplandor cruzaba la habitación y cómo entraba el alma en el bebé. El hombre murió en paz unos segundos después.

»Unas semanas más tarde me llamaron para asistir al bardo de un niño enfermo que mostraba todos los síntomas de estar al borde de la muerte. No podía permitir que muriera, sabiendo que quizá pudiera impedirlo, así que le hice el p'howa de los no muertos y sobrevivió. De hecho, mejoró. Entonces sucumbí a mi ego y empecé a practicar el ritual con otros aldeanos, en lugar de ayudarlos a pasar a su vida siguiente. Lo hice cinco veces en otros tantos meses, pero había un problema. Los padres del niño me mandaron llamar. El niño no crecía. Ni siquiera le crecían el pelo o las uñas. Se había quedado atascado en los nueve años. Para entonces, todos los aldeanos acudían a mí con los moribundos, y se corrió la voz por las montañas, hasta otras aldeas. Los aldeanos hacían cola fuera del monasterio, pidiendo que saliera a verlos. Tuve que negarme a llevar a cabo el ritual, porque me di cuenta de que no les estaba ayudando, sino que en realidad paralizaba su progresión espiritual, además de asustarles, claro.

—Es lógico —dijo Charlie.

—No podía explicarles a los otros monjes lo que estaba pasando. Así que una noche me escapé. Me ofrecí a ayudar en un centro budista de Berkeley y me aceptaron como monje. Fue en esa época cuando vi por primera vez un alma humana contenida en un objeto inanimado, un día que entré en una tienda de música del Castro. Era la suya, señor Fresh.

—Sabía que era usted —dijo Minty—. Se lo dije a Asher.

—Sí —dijo Charlie—. Dijo que eras muy atractiva.

—No es verdad —añadió Minty.

—Lo dijo. «Unos ojos preciosos», dijo —repuso Charlie—. Continúa.

—No había error posible: el resplandor de aquel cd era exactamente el mismo que yo veía en la gente que tenía alma. Huelga decir que me llevé un susto de muerte.

—Huelga decirlo, sí —dijo Charlie—. A mí me pasó lo mismo.

Audrey asintió con la cabeza.

—Iba a hablar de todas estas cosas con mi maestro del centro, ¿saben?, para explicarle lo que había aprendido en el Tíbet y entregar los pergaminos a alguien que quizá entendiera qué pasaba con las almas contenidas en esos objetos, pero solo habían pasado un par de meses cuando llegó noticia desde el Tíbet de que me había marchado de allí en circunstancias sospechosas. No sé qué les dijeron exactamente, pero se me pidió que abandonara el centro.

—Así que formó una pandilla de animalillos espeluznantes y se mudó a Mision —dijo Minty Fresh—. Qué bonito. Ya puede soltarme de la silla, que me largo.

—Fresh, ¿te importa dejar que Audrey acabe de contar su historia? Estoy seguro de que hay un motivo perfectamente razonable para que ande por ahí con una pandilla de animalillos espeluznantes.

Audrey prosiguió.

—Encontré trabajo como sastra de un grupo de teatro de la ciudad. Estar rodeada de gente de teatro, de un montón de exhibicionistas natos, puede hacer que uno vuelva a sentirse en contacto con la corriente de la vida. Intenté olvidar mi experiencia en el Tíbet, me concentré en mi trabajo y procuré dejarme guiar por mi creatividad. No podía permitirme hacer trajes de tamaño real, así que empecé a fabricar versiones más pequeñas. Compré una colección de ardillas disecadas en una tienda de segunda mano de Mision y ellas fueron mis primeros maniquíes. Después empecé a fabricar mis maniquíes con partes de otros animales taxidermizados que mezclaba y conjuntaba, pero ya había empezado a llamarlos el pueblo ardilla. Muchos tenían pies de pájaro, de pollo o de pato, porque podía comprarlos en el barrio chino junto con otras cosas, como cabezas de tortuga y... En fin, en el barrio chino pueden comprarse un montón de partes de animales muertos.

—Dímelo a mí —dijo Charlie—. Vivo a una manzana de la tienda de trozos de tiburón. Pero nunca he intentado fabricar un tiburón a base de piezas sueltas. Apuesto a que sería divertido.

—Estáis chiflados —dijo Minty—. Los dos. Lo sabéis, ¿no? Manipular cosas muertas y todo eso.

Charlie y Audrey lo miraron cada uno levantando una ceja. Una criatura vestida con un kimono azul y la cara de un cráneo de perro miró a Minty con cuenca de ojo crítico y hasta habría levantado una ceja si la hubiera tenido.

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