Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
Incluso así, no quería que nadie estuviese ojo avizor durante los próximos días, y que alguien apareciese a mi lado y dijese «Hola, ¿qué es esto?» por algo que hubiese hecho o por algún sitio al que hubiese ido. Así que en el aeropuerto de Schiphol compré un billete para Oslo y lo tiré, luego compré ropa y otras gafas de sol, entré en un lavabo y al cabo de un rato salí convertido en Thomas Lang, el conocido don nadie.
Llegué a Heathrow a las seis de la tarde y me alojé en el Post House, que tiene la ventaja de estar a un tiro de piedra del aeropuerto, y es un lugar horrible para estar a un tiro de piedra del aeropuerto.
Me di un buen baño, me tumbé en la cama con un paquete de cigarrillos y un cenicero, y marqué el número de Ronnie. Veréis, tenía que pedirle un favor —uno de esos favores que lleva su tiempo pedir—, así que me preparaba para la gran sesión.
Hablamos largo y tendido, una charla muy agradable; agradable desde todo punto de vista, pero todavía más porque era Murdah quien, a la postre, acabaría pagando la llamada. Como tendría que pagar por el champán y el filete que había pedido al servicio de habitaciones, y la lámpara que había roto cuando tropecé con el borde de la cama. Sabía, por supuesto, que él tardaría como mucho una centésima de segundo en ganar el dinero para pagarlo todo, pero cuando estás librando una guerra, tienes que estar dispuesto a disfrutar de los pequeños triunfos como éste. Mientras esperas a que llegue el grande.
—Señor Collins, por favor, tome asiento.
La recepcionista pulsó un interruptor y le habló a la nada.
—El señor Collins desea ver al señor Barraclough.
Por supuesto, no era la nada. En cambio, era un micrófono delgado como un hilo sujeto a unos auriculares enterrados en alguna parte dentro de su impresionante peinado. Pero tardé mis buenos cinco minutos en darme cuenta, tiempo durante el que quise llamar a alguien para avisarle de que la recepcionista alucinaba por un tubo.
—No tardará ni un minuto —dijo la recepcionista, aunque no estoy seguro de si me lo dijo a mí o al micro.
Ella y yo estábamos en las oficinas de Smeets Velde Kerkplein que, si te sirve de consuelo, te puede hacer ganar muchos puntos en una partida de Scrabble; y yo era Arthur Collins, un pintor de Taunton.
No tenía muy claro si Philip recordaría a Arthur Collins, y tampoco importaba mucho si no lo recordaba; pero necesitaba una excusa para llegar hasta el piso doce, y Collins me pareció lo más adecuado. En cualquier caso, mucho mejor que Un-tipo-que-una-vez-se-acostó-con-su-prometida.
Me levanté para pasear lentamente por la habitación y ladeé la cabeza con la actitud que se espera de un artista delante de cada uno de los cuadros para oficinas, hoteles y restaurantes que cubrían las paredes. En su mayoría eran grandes manchas de gris y turquesa, con alguna curiosa —muy curiosa— pincelada en rojo. Daban la impresión de haber sido diseñados en un laboratorio —y probablemente, así era— con el fin específico de maximizar los sentimientos de confianza y optimismo en el pecho de un inversor primerizo de SVK. En mi caso me dejaron insensible, pero yo estaba allí por otras razones.
Se abrió una de las puertas de roble amarillo y Philip asomó la cabeza. Me miró por un momento, luego salió y sostuvo la puerta abierta.
—Arthur —dijo con un ligero titubeo—. ¿Qué tal?
Llevaba unos cegadores tirantes amarillos.
Philip me daba la espalda, ocupado en servirme una taza de café.
—No me llamo Arthur —dije mientras me desplomaba en una silla.
Su cabeza giró violentamente hacia mí, y después violentamente a la posición original.
—¡Mierda! —exclamó, y comenzó a lamerse el puño de la camisa. Luego se volvió para gritar hacia la puerta abierta—. Jane, querida, ¿puedes traernos un paño, por favor? —Miró el desastre de café, leche y galletas mojadas, y decidió no preocuparse.
—Perdona —dijo sin dejar de lamerse la camisa—, ¿decías?
Pasó por detrás de mí para buscar el santuario de su mesa. Cuando llegó allí, se sentó muy lentamente, ya fuese porque tenía hemorroides, o porque existía la posibilidad de que yo pudiese hacer algo peligroso. Sonreí, para demostrarle que su problema era hemorroidal.
—No me llamo Arthur —repetí.
Hubo una pausa, y un millar de posibles respuestas pasaron estrepitosamente por el cerebro de Philip y se reflejaron en sus ojos como en las ventanas de una de esas tragaperras que muestran frutas.
—Ah —dijo finalmente.
Dos limones y unas cerezas. Otra vez.
—Me temo que Ronnie te mintió aquel día —manifesté, con un tono de disculpa.
Se reclinó en su silla, y me dedicó una sonrisa de nada-de-lo-que-digas-me-alterará.
—¿Eso hizo? —Una pausa—. Pues estuvo muy mal por su parte.
—No lo hizo porque se sintiese culpable. Debes comprenderlo, no había habido nada entre nosotros. —Hice una pausa que duró más o menos lo que tardas en decir «Hice una pausa» y después solté el golpe—. En aquel momento.
Se sobresaltó. Visiblemente.
Por supuesto que visiblemente, porque de otra manera no me hubiese enterado. Lo que quiero decir es que fue un gran sobresalto, casi un salto.
Se miró los tirantes y se rascó una de las hebillas doradas con la uña.
—En aquel momento. —Entonces me miró—. Lo siento, pero creo que debo preguntarte cuál es tu verdadero nombre, antes de que sigamos adelante. Si no eres Arthur Collins, ya sabes... —Se interrumpió, desesperado y temeroso, pero sin querer demostrarlo. Al menos no delante de mí.
—Me llamo Lang, Thomas Lang, y permíteme decirte ante todo que me doy perfecta cuenta de lo sorprendente que todo esto puede ser para ti.
Descartó la disculpa con un gesto y durante unos instantes se mordió un nudillo mientras pensaba qué haría después.
Continuaba sentado así cinco minutos más tarde, cuando en la puerta apareció una muchacha con una camisa de rayas, presumiblemente Jane, con un mantelito de té y Ronnie.
Las dos mujeres se detuvieron en el umbral, y sus miradas se dirigieron aquí y allá, mientras que Philip y yo nos levantábamos y hacíamos nuestra parte de mirada. De haber sido el director de una película, te juro que las hubieses pasado canutas a la hora de decidir dónde situar la cámara. La escena permaneció estática, con todos nosotros ardiendo en el mismo infierno, hasta que Ronnie rompió el silencio.
—Cariño —dijo.
Philip, el pobre imbécil, avanzó un paso al oírla.
Pero Ronnie se movía ahora hacia mi lado de la mesa, así que Philip tuvo que convertir el paso en un vago gesto hacia Jane, y lo que pasó con el café fue esto, y las galletas acabaron así, y ¿te importaría mucho ser un encanto?
Para cuando terminó y se volvió hacia nosotros, Ronnie estaba en mis brazos y me abrazaba como un pulpo. Yo le correspondía al abrazo, porque así parecía exigirlo la ocasión, y también porque quería. Olía de fábula.
Después de un rato, Ronnie se apartó un poco para mirarme. Me pareció ver lágrimas en sus ojos, o sea, que había puesto empeño. Luego miró a Philip.
—Philip... ¿qué puedo decir? —dijo, que era todo lo que podía decir.
Philip se rascó la nuca, se sonrojó un poco y luego volvió a ocuparse de la mancha de café en el puño. No había duda de que era todo un inglés.
—¿Quieres dejar eso por un momento, Jane? —pidió, sin mirarla. Esto fue como música celestial para Jane, que salió del despacho en un plis-plas. Philip intentó una risa galante—. Bueno —dijo.
—Sí —repetí. Yo también me reí con la misma torpeza—. Supongo que eso es lo que hay. Lo siento, Philip. Ya sabes...
Continuamos así, los tres, durante otra eternidad, a la espera de que el apuntador soplase la siguiente frase. Entonces Ronnie se volvió hacia mí, y me dijo con la mirada: «Hazlo ya.»
Respiré hondo.
—Por cierto, Philip —comencé al tiempo que me desenganchaba de Ronnie y me acercaba a la mesa—, me preguntaba si podrías... ya sabes... hacerme un favor.
Ni que lo hubiese golpeado con un ladrillo.
—¿Un favor? —dijo, y lo vi sopesar los pros y los contras de cabrearse mucho.
Ronnie carraspeó.
—Thomas, no lo hagas. —Philip la miró y apenas si frunció el entrecejo, pero ella no le prestó atención—. Me prometiste que no lo harías —susurró.
En el momento oportuno.
Philip olió el aire y descubrió que, si no era dulce, desde luego era mucho menos ácido de lo que había sido, porque dentro de los treinta segundos de demostrarle que éramos la única pareja feliz en el despacho, ahora parecía como si Ronnie y yo fuésemos a tener una discusión.
—¿Qué clase de favor? —preguntó, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Thomas, te digo que no. —Ronnie de nuevo, esta vez muy furiosa.
Me volví a medias, para hablarle a ella, pero con la mirada puesta en la puerta, como si ya hubiésemos tenido la misma discusión unas cuantas veces.
—Oye, puede decir que no. Por Dios, sólo le pregunto.
Ronnie se adelantó dos pasos, rodeó la esquina de la mesa y se situó en la media distancia entre nosotros. Philip le miró los muslos, y comprendí que calculaba la relatividad de nuestras posiciones. «Todavía no estoy fuera de juego», pensaba.
—No tienes que aprovecharte, Thomas —proclamó Ronnie, y avanzó un poco más—. No debes. No es justo. Ahora no.
—Oh, por todos los diablos. —Agaché la cabeza.
—¿Qué clase de favor? —insistió Philip, y percibí cómo renacía su esperanza.
Ronnie siguió acercándose.
—Por favor, Philip, no. No lo hagas. Nos vamos, dejaremos que...
—Escucha —la interrumpí, siempre con la cabeza gacha—. Quizá no vuelva a tener una oportunidad como ésta. Tengo que preguntárselo. Es mi trabajo, ¿recuerdas? Preguntarles a las personas. —Comenzaba a ponerme sarcástico y desagradable, y Philip disfrutaba con cada segundo.
—Por favor, no lo escuches, Philip, lo siento... —Ronnie me miró, furiosa.
—No, no pasa nada —afirmó Philip. Se tomó su tiempo para mirarme, convencido de que todo lo que debía hacer ahora era no cometer un error—. Por cierto, Thomas, ¿cuál es tu trabajo?
El «Thomas» estuvo muy bien. Una forma amable, amistosa, firme, de dirigirse al hombre que acaba de robarte a tu prometida.
—Es periodista —dijo Ronnie, antes de que pudiese responder. La palabra «periodista» sonó como si fuese una profesión horrible. Que, si hemos de ser...
—¿Eres periodista y quieres preguntarme algo? Bueno, venga, adelante. —Philip sonrió, amable en la derrota. Un caballero.
—Thomas, si se lo preguntas, en un momento como éste, después de que ambos estuvimos de acuerdo... —Lo dejó flotar en el aire. Philip quería que acabase.
—¿Qué? —dije, con mucha truculencia.
Ronnie me fulminó con la mirada para después girar sobre sus talones y mirar la pared. Mientras lo hacía, rozó el codo de Philip, y lo vi arquearse ligeramente. Un toque maestro. «Ahora estoy muy cerca —pensaba—. Un poco más, y al bote.»
—Estoy escribiendo un artículo sobre el derrumbe de la nación-Estado —añadí como si estuviese borracho por el cansancio. Los pocos periodistas con los que he hablado en mi vida parecían tener esto en común: una actitud de perpetuo agotamiento, provocado por tener que tratar con personas que no son tan fantásticas como ellos. Ahora intentaba imitarlo, y parecía que se me daba bastante bien—. La supremacía económica de las multinacionales sobre los gobiernos —farfullé, como si cualquier idiota tuviera que saber que ése era el gran reportaje del momento.
—¿Para qué periódico sería, Thomas?
Me derrumbé de nuevo en la silla. Ahora los dos estaban de pie, juntos, al otro lado de la mesa, mientras yo me las apañaba solo. Lo único que necesitaba hacer era eructar un par de veces y comenzar a escarbarme los dientes para quitar los restos de las espinacas, y Philip sabría que era el ganador.
—Para cualquiera que quiera comprarlo —respondí, y me encogí de hombros malhumoradamente.
Philip ya me compadecía, y se preguntaba cómo había podido creer que yo era una amenaza.
—¿Y quieres que te dé una... qué, información? —Encaraba la recta final hacia la victoria.
—Sí, eso es. Lo que me interesa es el movimiento del dinero. Cómo la gente elude las leyes monetarias, mueve el dinero de aquí para allá sin que nadie se entere... En realidad, la mayor parte es documentación, pero hay uno o dos casos que me interesan.
Llegué a eructar mientras lo decía. Ronnie se volvió al oírlo.
—Oh, por el amor de Dios, Philip, dile que se largue. —Me miró, furiosa. Daba un poco de miedo—. Se coló aquí...
—Oye, métete en tus asuntos, ¿vale? —Yo también la miraba con mi mejor aspecto de patán, y podrías haber jurado que llevábamos años desgraciadamente casados—. A Philip no le importa, ¿verdad que no, Phil?
Philip estaba a punto de decir que no le importaba en absoluto, que todo iba espléndidamente bien desde su punto de vista, pero Ronnie no lo dejó. Escupía fuego por los colmillos.
—Está siendo cortés, estúpido —gritó—. Philip tiene modales.
—¿Yo no?
—Tú lo has dicho.
—No hacía falta que me lo dijeras.
—Ay, el señorito es tan sensible.
Uña y carne, y eso que apenas habíamos ensayado.
Siguió una larga y desagradable pausa, y quizá Philip comenzó a pensar que todo se le podía escapar en el último momento, porque dijo:
—¿Quieres rastrear movimientos específicos de dinero, Thomas, o, en líneas generales, los mecanismos que la gente puede utilizar?
Ven con papá, cariño.
—Idealmente ambas, Phil.
Después de una hora y media dejé a Philip con su ordenata y una lista de «buenos chicos que le debían una», y crucé la City para ir a Whitehall, donde tuve un almuerzo del todo repugnante con O'Neal. A pesar de que la comida era bastante buena.
Hablamos de esto y aquello durante un rato, y después observé cómo el color de O'Neal pasaba gradualmente del rosa, al blanco y luego al verde, a medida que le relataba lo sucedido hasta el momento. Cuando puse lo que consideré un estridente final a todo el asunto, estaba gris.
—Lang —graznó cuando tomábamos el café—, no puedo... quiero decir... de ninguna manera puedo considerar que tenga usted nada...
—Señor O'Neal, no le estoy pidiendo su permiso.
Dejó de graznar, y sencillamente se quedó allí, boqueando como un pez fuera del agua.