Una noche de perros (37 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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—¿Otras personas? ¿De qué hablas? ¿Qué otras personas?

Le sonreí, porque quería conseguir que se sintiese mejor, y no asustada, y también porque las recordaba a todas.

—Sarah —dije—. Tú y yo...

Vacilé.

—¿Qué?

Respiré hondo. No había otra manera de decirlo.

—Tenemos que hacer lo que es correcto.

VEINTITRÉS

Pero no hay este ni oeste, frontera, ni raza, ni nacimiento,

cuando dos hombres fuertes se enfrentan,

aunque vengan de extremos opuestos de la tierra.

Rudyard Kipling

No vayas a Casablanca con la idea de que será como la película.

Mejor dicho, si no estás demasiado ocupado, y los compromisos te lo permiten, no se te ocurra ir a Casablanca.

Las personas a menudo se refieren a Nigeria y a sus vecinos Estados costeros como a la axila de África; cosa que es injusta, porque la gente, la cultura, el paisaje y la cerveza de esa parte del mundo son, por experiencia personal, de primera. Sin embargo, es verdad que cuando miras un mapa, con los párpados entornados, en una habitación en penumbra, en mitad de un juego de «¿A qué me recuerda ese trozo de costa?» quizá te descubras respondiendo: «Sí, de acuerdo, Nigeria tiene una forma vagamente axilar.»

Mala suerte, Nigeria.

Pero si Nigeria es la axila, Marruecos es el hombro, y si Marruecos es el hombro, Casablanca es una mancha grande, roja y desagradable en el hombro, de esas que aparecen precisamente la mañana en que tú y la parienta habíais decidido ir a la playa. La clase de mancha que roza dolorosamente con el tirante del sujetador o los tirantes, según sea tu preferencia de género, y te hace jurar que de ahora en adelante comerás más verdura fresca.

Casablanca es gorda, extendida, e industrial; una ciudad de polvo de cemento y humos de motores, donde la luz del sol parece desteñir los colores, en lugar de acentuarlos. No tiene nada digno de verse, a menos que medio millón de pobres que luchan por subsistir en una conejera de cartón y uralita sea lo que consigue que quieras hacer la maleta y subir al primer avión. Por lo que sé, ni siquiera tiene un museo.

Quizá creas que no me gusta Casablanca. Quizá te parezca que intento convencerte de que no vayas, o que decida por ti; pero eso es algo que realmente no puedo hacer. Sólo se trata de que, si eres más o menos como yo —y te has pasado la vida vigilando la puerta del bar, café, pub, hotel, o consultorio dental donde estés sentado, con la ilusión de que entrará Ingrid Bergman con un vestido crema, y te mirará a los ojos, y se sonrojará, y exhalará un suspiro que moverá sus pechos de una manera que dice «Gracias a Dios, después de todo la vida tiene un sentido»—, si algo de todo esto te toca la fibra sentimental, entonces Casablanca será una desilusión descomunal.

Nos habíamos dividido en dos equipos. Piel blanca, y piel morena.

Francisco, Latifa, Benjamín y Hugo eran los Morenos, mientras que Bernhard, Cyrus y yo formábamos los Blancos.

Esto puede parecer desfasado; incluso sorprendente. Quizá te imaginabas que en las organizaciones terroristas rige la igualdad de oportunidades para los trabajadores, y que las distinciones basadas en el color de la piel sencillamente no tienen lugar en nuestro trabajo. Bueno, quizá en un mundo ideal es como tendrían que ser las bandas terroristas. Pero en Casablanca, las cosas son diferentes.

No puedes caminar por las calles de Casablanca con la piel blanca, o sí que puedes, pero sólo si estás preparado para hacerlo a la cabeza de una multitud de cincuenta niños revoltosos, que te llaman, gritan, te señalan, se ríen e intentan venderte dólares norteamericanos a buen precio, al mejor precio, y también maría.

Si eres un turista de piel blanca, te lo tomas como viene. Obviamente. Sonríes, sacudes la cabeza, y dices
la, shokran
—cosa que motiva que se rían, griten y te señalen con renovado vigor, y da lugar a que aparezcan otros cincuenta niños, todos los cuales, por curioso que resulte, también tienen dólares norteamericanos al mejor precio— y, en términos generales, haces todo lo posible por disfrutar de la experiencia. Después de todo, eres un visitante, tienes una pinta extraña y exótica, probablemente vistas pantalón corto y una ridícula camisa hawaiana, y por tanto, ¿por qué demonios no te van a señalar? ¿Por qué un recorrido de cincuenta metros hasta el estanco no puede durar tres cuartos de hora, detener el tráfico en todas las direcciones, y sólo por unos segundos no alcanza a aparecer en la última edición de los periódicos marroquíes? Después de todo, es por esto por lo que has viajado al extranjero. Para estar en el extranjero.

Eso, si eres un turista.

Si, por el otro lado, has viajado al extranjero para asaltar el edificio del consulado norteamericano provisto con armas automáticas, capturar al cónsul y al personal, exigir un rescate de diez millones de dólares y la liberación inmediata de doscientos treinta prisioneros de conciencia, y después marcharte en un reactor privado, tras haber minado el edificio con sesenta kilos de explosivo plástico C4 —si eso es lo que casi has escrito en la casilla de «Propósito de la visita» en el formulario de inmigración pero no lo has hecho, porque eres un profesional muy bien entrenado que no comete errores de ese tipo—, entonces, con toda sinceridad, no te hace puñetera falta que los chicos te señalen y te griten en la calle.

Así que los Morenos se ocuparon de las tareas de vigilancia, mientras los Blancos nos preparábamos para el asalto.

Nos habíamos instalado en el edificio abandonado de una escuela en el barrio de Hay Mohammedia. Quizá una vez había sido un barrio elegante con grandes prados, pero ahora no. Los prados habían sido aprovechados por los constructores de casas de uralita, los desagües eran zanjas a un lado de la carretera, y la carretera era algo que quizá construirían algún día.
Inshallah.

Éste era un lugar pobre, lleno de gente pobre, donde la comida era mala y escasa, y el agua potable algo que los ancianos mencionaban a sus nietos en las largas noches de invierno. No es que hubiese muchos ancianos en Hay Mohammedia. Aquí, el papel de anciano lo interpretaba generalmente alguien de unos cuarenta y cinco años sin dientes, cortesía del extremadamente azucarado té a la menta.

La escuela era un edificio grande. De dos plantas en tres de sus lados, construido alrededor de un patio de cemento, donde una vez los niños seguramente jugaron al fútbol, rezaron sus oraciones o dieron clases de cómo importunar a los europeos, todo rodeado por un muro de tres metros de altura, interrumpido sólo con una puerta de hierro que comunicaba con el patio.

Era un lugar donde podíamos planear, entrenar y descansar.

También servía para tener violentas discusiones los unos con los otros.

Comenzaron como algo baladí. Súbitos cabreos porque a alguien le molestaba el humo del tabaco, quién se acababa el café, o quién se sentaría delante en el Land Rover. Pero parecía que, gradualmente, iban a peor.

Al principio, las atribuí a que todos estábamos de los nervios, porque el juego en el que participábamos era mucho, mucho más importante que cualquier otra cosa que hubiésemos intentado hasta el momento. Hacía que Mürren pareciera algo tan fácil como comerse un trozo de pastel, sin mazapán.

El mazapán en Casablanca era la policía, y quizá ellos tenían algo que ver con el aumento de la tensión, el malhumor y las discusiones. Porque estaban en todas partes. Venían en docenas de tamaños y formas, con docenas de diferentes uniformes que correspondían a docenas de poderes y autoridades diferentes, la mayoría de las cuales se reducían al hecho de que bastaba tan sólo que los mirases de una manera que no fuese de su agrado para que te jodierán la vida por siempre jamás.

En la entrada de cada comisaría de Casablanca, por ejemplo, había dos hombres con metralletas.

Dos hombres. Metralletas. ¿Por qué?

Podías pasarte allí todo el día y verías cómo esos hombres no atrapaban a ningún delincuente, no reprimían ninguna manifestación, no rechazaban ninguna invasión de una potencia extranjera hostil; en resumen, que no daban ni un palo al agua para mejorar la vida del marroquí medio en ningún sentido.

Por supuesto, quien decidió gastarse el dinero en esos hombres —quien fuera que dispuso que sus uniformes fuesen diseñados por una casa de alta costura milanesa, y que sus gafas de sol fuesen las envolventes— probablemente diría que «por supuesto, nadie nos ha invadido porque tenemos a dos hombres en la puerta de cada comisaría armados con metralletas y camisas dos tallas más pequeñas de la que les corresponde», y tú tendrías que agachar la cabeza y salir del despacho sin darle la espalda, porque no hay manera de discutir esta lógica aplastante.

La policía marroquí es una expresión del Estado. Imaginaos al Estado como a un gigantón en un bar, e imaginaos al populacho como un tipejo en el mismo. El gigantón enseña su impresionante bíceps tatuado y le pregunta al tipejo: «¿Eres tú quien me ha derramado la cerveza?»

La policía marroquí es el tatuaje.

Para nosotros, con toda claridad, eran un problema. Había demasiadas marcas, demasiados de cada marca, además, iban demasiado armados.

Así que quizá fuera por eso por lo que estábamos inquietos. Quizá por eso, cinco días atrás, Benjamín —el siempre amable Benjamín, que jugaba al ajedrez y una vez creyó que iba para rabino—, quizá por eso Benjamín me llamó puto cabrón de mierda.

Estábamos sentados alrededor de la mesa de campaña en el comedor, dedicados a engullir lo mejor posible el tajín preparado por Cyrus y Latifa, y nadie estaba de humor para charlas. Los Blancos se habían pasado el día construyendo una réplica a escala real de las oficinas del consulado que daban a la calle, y estábamos cansados, además de apestar a madera.

La maqueta estaba ahora detrás de nosotros, como el decorado de una pantomima escolar, y de vez en cuando alguien se volvía para mirarla y preguntarse si alguna vez llegarían a verla de verdad o, si después de haberla visto, llegarían a ver algo más.

—Eres un puto cabrón de mierda —dijo Benjamín, que se levantó de un salto y comenzó a cerrar y abrir los puños.

Hubo una pausa. Pasó un rato antes de que los demás se diesen cuenta de a quién miraba.

—¿Qué me has llamado? —preguntó Ricky, que se irguió algo en la silla; un hombre lento en cabrearse, pero un terrible enemigo cuando lo hacía.

—Ya me has oído.

Por un momento no tuve muy claro si tenía la intención de pegarme o echarse a llorar.

Miré a Francisco, a la espera de que le dijese a Benjamín que se sentara, que se fuese, o que hiciese algo, pero Francisco se limitó a mirarme y continuó masticando.

—¿Qué coño te he hecho, tío? —le preguntó Ricky a su agresor.

Pero Benjamín no hizo más que seguir de pie, con los puños apretados, hasta que a Hugo se le ocurrió decir que el guiso era estupendo. Todos se apresuraron a seguir la pauta, y afirmaron que sí, que era absolutamente estupendo, y que no, que de salado nada, en su justo punto. Todos, naturalmente, excepto Benjamín y yo. Él me miró, y yo le devolví la mirada, y sólo pareció saber de qué iba todo eso.

Luego se giró, salió del comedor, y al cabo de un rato oímos el rechinar de las bisagras de la reja, y después cómo arrancaba el motor del Land Rover.

Francisco continuó mirándome.

Habían pasado cinco días desde entonces, Benjamín había conseguido sonreírme un par de veces, y ahora estábamos preparados para ponernos en marcha.

Habíamos desmantelado la maqueta, hecho las maletas, quemado los puentes y rezado nuestras oraciones. Realmente era muy excitante.

Al día siguiente por la mañana, a las nueve y treinta y cinco, Latifa iría al consulado norteamericano para preguntar por una solicitud de visado. A las nueve cuarenta, Bernhard y yo nos presentaríamos para mantener una cita previamente concertada con el señor Roger Buchanan, el agregado comercial. A las nueve cuarenta y siete, Francisco y Hugo aparecerían con una carretilla cargada con cuatro bidones de agua mineral y una factura a nombre de Sylvie Horvath de la sección consular.

Sylvie había pedido el agua, pero no las seis cajas de cartón sobre las que apoyaban los bidones.

A las nueve cincuenta y cinco, segundo más o menos, Cyrus y Benjamín estrellarían el Land Rover contra la pared oeste del consulado.

—¿Eso para qué? —preguntó Solomon.

—¿Para qué qué? —repliqué.

—El Land Rover. —Se sacó el lápiz de la boca y señaló los dibujos—. No podréis pasar por una pared como ésa. Tiene sesenta centímetros de grosor, es de hormigón armado, y tiene todos aquellos bolardos a lo largo. Incluso aunque pudieseis atravesarlos, os reducirían la velocidad.

Sacudí la cabeza.

—Sólo les interesa el ruido. Quieren hacer mucho ruido, trabarán la bocina. Benjamín se desplomará sobre la puerta del conductor con la camisa bañada en sangre, y Cyrus gritará para que alguien le preste los primeros auxilios. Queremos que acuda el máximo de gente posible al lado oeste del edificio para ver a qué se debe el escándalo.

—¿Tiene primeros auxilios?

—En la planta baja. Un cuarto junto a la escalera.

—¿Alguien preparado para prestarlos?

—Todo el personal ha asistido a un curso, pero Jack es el más apropiado.

—¿Jack?

—Webber. El guardia del consulado. Dieciocho años de servicio en la infantería de marina. Lleva una Beretta 9 mm en la cadera derecha.

Me detuve. Sabía que Solomon estaba pensando.

—¿Y?

—Latifa tiene un bote de spray lacrimógeno.

Escribió algo lentamente, como si supiese que lo que escribía no servía para nada.

Yo también lo sabía.

—También llevará una Micro Uzi en el bolso —añadí.

Nos encontrábamos en el Peugeot alquilado de Solomon, aparcado en una zona alta cerca de La Squala, un ruinoso edificio del siglo XVIII donde una vez había estado la principal posición de artillería que dominaba el puerto. Era la mejor vista que podías encontrar en Casablanca, pero ninguno de los dos la disfrutábamos.

—¿Qué pasará ahora? —pregunté mientras encendía un cigarrillo con el tablero de Solomon. Digo tablero porque la mayor parte de éste se desprendió junto con el mechero cuando lo cogí, y tardé unos momentos en volver a montarlo. Luego di una calada, e intenté, sin mucho éxito, soplar el humo a través de la ventanilla abierta.

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