Una vida de lujo (28 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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Llamó a Torsfjäll y le pidió que averiguara más detalles sobre el inquilino de la casa.

Después se puso detrás de un seto de avellanos. Vigilando la casa en la que había entrado JW. Sin soltarla con la mirada por un solo momento.

El edificio tenía una fachada de cemento amarillo. Era de dos plantas, podría tener unos trescientos metros cuadrados en total. El jardín parecía estar bien cuidado.

Vio cómo alguien se movía en el interior. Pensó en llamar a Torsfjäll otra vez para pedirle que le enviara un agente de paisano que pudiera acercarse más que él. Pero luego se lo pensó mejor, quería ocuparse él solo.

Se quedó esperando. ¿JW no iba a quedarse en el interior de la casa todo el día?

Una hora más tarde. Un taxi paró delante del chalé.

Se abrió la puerta. JW salió. Otro hombre salió tras él. Cerró la puerta con llave.

El hombre era rubio, un poco fofo y tenía la papada fláccida. Llevaba pantalones rojos y una americana verde. Podría tener unos cincuenta años. Hägerström entornó los ojos para tratar de ver mejor. Levantó el móvil y trató de sacar algunas fotos. Era inútil.

JW y el hombre estaban demasiado lejos.

Entraron en el taxi. Taxi Stockholm, la compañía de taxis más grande de la ciudad. El coche se puso en marcha.

Hägerström volvió a llamar a Torsfjäll.

—Ahora sale JW acompañado de un hombre en un taxi con la matrícula NOD 489, ¿puedes hacer que Taxi Stockholm guarde la grabación de la cámara de seguridad del taxi?

—Por supuesto. Una idea brillante. Me encanta la sociedad de la vigilancia. Y además puedo contarte que me acaba de llegar un
e-mail
con el nombre de la persona que usa la casa. Antes estaba registrada a nombre de un tal Gustaf Hansén. Era el director ejecutivo y jefe de una oficina de Danske Bank antes de que lo echaran. Según los registros, está empadronado en Liechtenstein desde hace cuatro años. Huele tanto a delito económico que tengo que taparme la nariz.

Hägerström echó un vistazo a la casa.

—¿Qué piensas que debería hacer? —preguntó—. No voy a perseguir al taxi en un vehículo de transporte oficial del Servicio Penitenciario.

—No, eso sí que no. Pero puedes entrar en la casa. Ya sabes que no hay nadie ahí dentro ahora.

Hägerström trató de coger aire.

—Pero ¿y las alarmas? Seguro que ese chalé tiene alarmas.

—No te preocupes, yo me ocupo de eso.

Capítulo 24

U
n poco más tarde. Ella estaba delante de la puerta de un loft de la calle Björngårdsgatan.

No, pensó:
el
loft, con artículo determinado.

Pleno día. Dentro de veinte minutos tenía que estar en el interrogatorio de la pasma. Pero antes quería hacer sus propias pesquisas. Tendrían que aguantar que ella llegase tarde.

El ascensor solo llegaba hasta el quinto piso, tenía que subir a pie los últimos peldaños que llevaban al loft. Las paredes parecían recién pintadas.

Sacó el manojo de llaves. Hizo ruido.

O tal vez fuera por culpa de su mano, que temblaba.

La puerta delante de ella: dos cerraduras. Una cerradura reforzada y otra cerradura de seguridad normal.

En el manojo que tenía en la mano: en total siete llaves. Cuatro llaves para la cerradura reforzada, de las cuales dos eran de su casa. Las reconocía.

En otras palabras: dos llaves posibles.

Cogió la primera. La metió.

Trató de girarla.

No funcionaba.

La sacó. La volvió a meter. Trató de darle una vuelta.

No, no podía moverla en la cerradura.

Sacó la otra llave. La acercó.

La metió en la cerradura.

Trató de girarla.

Nada.

Tampoco funcionaba.

Intentó otra vez.

Joder, joder, joder.

No era la llave buena.

Un ruido: su teléfono; sonaba su móvil.

Reconocía el número, eran los putos maderos. Apagó la llamada. Natalie iba a acudir al interrogatorio, no tenían por qué preocuparse.

Metió el móvil y las llaves en el bolso.

Se sentía sola.

Se quedó un momento delante de la puerta del piso. Luego se dio la vuelta. Comenzó a bajar las escaleras.

Esperó el ascensor. Oyó cómo chirriaban los cables. Estaba subiendo.

Se abrió la puerta del ascensor: una chica de su edad salió de él. Se rozaron: el bolso de Louis Vuitton de la chica con el bolso de Bottega Veneta de Natalie.

La chica miraba hacia delante. Ni una mirada a Natalie. Natalie entró en el ascensor. Cerró la puerta. No pulsó ningún botón.

Miró a través del cristal de la puerta del ascensor. La chica que acababa de llegar subió las escaleras. Hacia el loft. Natalie oyó cómo abrió la puerta allí arriba. Evidentemente tenía las llaves correctas.

Natalie bajó en el ascensor. Abrió las puertas correderas. Se quedó en el ascensor unos segundos. Escuchó.

Tenía la cabeza tensa. Un pensamiento limpio, claro, decidido: «Tengo que averiguar quién es ella. Tengo que subir tras esa chica».

Capítulo 25

N
o estaba la pala cargadora.

No estaba la puta pala cargadora.

Jorge gritó. Rociando saliva. Rompiendo los límites conocidos de los tacos.

Sergio le miraba con los ojos como platos. Jorge seguía aullando.

—¡Mierda! ¡Joder! ¡Hostias ya! ¡Me cago en mi puta mala suerte! ¡Manda cojones! ¡Me cago en su puta madre
!
[41]

Se calló. No se le ocurrieron más palabrotas con fuerza suficiente. Se quedó ahí sin más. Contemplando el aparcamiento medio vacío.

Nada
, cero palas cargadoras.

Volvió a consultar a Tom al respecto.

—¿Dónde hostias está la pala cargadora?

Tom volvió después de medio minuto.

—Jimmy y Robert la colocaron ahí ayer. No tienen ni idea de dónde puede estar.

Jorge colgó. Miró al suelo.

Vómitos sobre el asfalto: sobre el lateral de uno de los coches aparcados, sobre sus pantalones, zapatillas.

Sentía el pulso en la cabeza. Las manos le temblaban. El pulso: como una canción tecno de segunda clase.

Las tripas le volvieron a sonar. A pesar de que todo ya estaba fuera, apestando.

¿Qué cojones iban a hacer?

¿Qué cojones iba a hacer
él
?

La pala cargadora era la base para todo el golpe. Era fundamental.

Habían pensado, estrujándose los sesos. Al final: habían dado con la solución. La pala cargadora rompería las puertas correderas para entrar en lo más sagrado del santuario de Tomteboda. Forzaría las verjas que daban acceso a los muelles donde cargaban los maletines de billetes. Donde los guardias se lo tomaban con más calma.

Abriría el camino para el ATV de la década.

Y ahora no estaba allí.

Dentro de exactamente cuatro minutos iban a atacar… supuestamente. Mientras los policías estaban encerrados en sus garajes y las entradas y salidas a Estocolmo estaban salpicadas de espinos y coches en llamas.

Los pensamientos se tambaleaban en su mollera.

Su cerebro gritaba: «Cancela el golpe, sé inteligente. No asumas riesgos».

Su corazón aullaba: «Cárgate la verja con la furgoneta si no puede ser con otra cosa. Es ahora o nunca».

Get rich or die trying
.
[42]

Se negaba a cancelar este asunto; era su seguro de jubilación. Su sueño. Pero no podían atravesar las verjas con la furgoneta. No aguantaría el golpe. Los postes de la verja eran demasiado gordos, eso era evidente. Además: era de vital importancia; si tenía el menor problema mecánico, estaban jodidos.

No podían robar los otros coches del aparcamiento; los inmovilizadores electrónicos modernos hacían que nadie más que un hacker de la talla de Julian Assange pudiera birlar coches más nuevos. Y tampoco ellos iban a poder con las verjas.

Jorge trató de concentrarse. Puso las manos sobre la cara.

De nuevo, en su cabeza: «J-boy, déjalo. Interrúmpelo. Sé un poco listo».

«Cancela».

«CANCELA».

Miraba las palmas de sus manos. No tenía fuerzas para volver a la furgoneta. Oyó a gente hablando de fondo. Sergio, Mahmud. Voces rápidas, estresadas. Alguien le cogió el
walkie-talkie
. Oyó la voz de Tom a través del aparato. Parloteo sobre coches. Tamaños. Verjas.

Jorge comenzó a flotar. Breves fogonazos de imágenes en su cabeza. Paola y él camino del cole. Caminaban solos. Lo último que siempre decía su madre antes de que salieran de casa era: «Caminad cogidos de la mano». Cogidos de la mano. Su madre siempre pensaba en ellos, siempre y cuando Rodríguez no se metiera.

Los pasos peatonales por debajo de los bloques de pisos de la calle Malmvägen estaban pintados con todo tipo de grafitis. El sol atravesaba los cristales sucios. Miraba afuera. Rododendros sin capullos en los patios, porque los chiquillos los habían arrancado para hacer la guerra de los capullos. Alumnos de secundaria que hacían cola y bancos de parques con inscripciones de nombres de bandas. Paola estaba estresada. Tiraba de él. Ella siempre quería llegar a tiempo. Jorge nunca quería llegar a tiempo.

Entonces Paola se paró. Se quitó la mochila. Era bonita. La abrió y soltó un grito.

Jorge la miró.

—¿Qué pasa?

—Se me han olvidado los deberes en casa.

—¿Volvemos corriendo a por ellos?

—No, no. No llegaríamos a tiempo.

Vio lo que iba a suceder. Empezaron las convulsiones en la cara de Paola.

Cerró los ojos con fuerza. Gritó las mismas palabras una y otra vez.

—No llegaríamos a tiempo. No llegaríamos a tiempo.

Después llegaron las lágrimas.

No, tenía que volver ya. Volver a Haga Sur, el aparcamiento. Volver a la jodida realidad.

Levantó la mirada. Quería explicar a los chavales que había llegado la hora de dejarlo. Cancelar este asunto. Podrían intentar el mismo golpe la semana siguiente.

Pero Mahmud dijo, antes de que tuviera tiempo para abrir la boca:

—Brushan
, tenemos una propuesta.

Jorge no estaba de humor para chorradas.

—Ahora no —dijo.

Mahmud puso una mano en su hombro.

—Escucha, Babak tiene el Range Rover. Está aparcado en Solna. Le cuesta tres minutos venir aquí. No está a su nombre y está dispuesto a prestárnoslo si le soltamos la tela después. Podemos usarlo para forzar la verja. Debería poder aguantarlo.

Jorge miró a Mahmud. Ahora resultaba difícil interrumpir los pensamientos negativos.

—No podría con las verjas.

—Sí, seguramente podría. Babak cree que sí. Y Tom también lo cree. Ya lo has conducido, es el modelo más grande de Range Rover del mercado. Pesa más de dos toneladas y media, motor V8, tracción a las cuatro ruedas, una carrocería la hostia de rígida, una parrilla que se come a cualquier otro todoterreno con patatas.

—Ya lo sé. ¿Pero quién nos lo va a traer?

—Babak, ya ha terminado con sus historias en la comisaría. Está volviendo a casa, llega en dos minutos.

—Entonces no nos da tiempo.

—Vamos, igual llegamos cinco minutos tarde, máximo. No pasa nada.
Walla
.

—¿Y luego qué hacemos con él?

Mahmud cogió el hombro de Jorge con la otra mano también.

—Vamos, hombre.

Jorge levantó la mirada. Vio los ojos de Mahmud. Ya no eran unos ojos de perro triste. Ahora: un brillo, un ardor. Una mirada de gánster. Su colega creía en esto.

Jorge tragó saliva. El paladar todavía sabía a vómito.

Mahmud: su mejor
homie
.

Mahmud: un tío auténtico.

Mahmud: un chaval en el que confiaba.

Además: el árabe tenía una especie de
gut feeling
.
[43]

Jorge volvió a tragar saliva.

—Vale, vamos. Tiene que cubrir las matrículas y, cuando terminemos, hay que destruir el coche. ¿Eso lo entiende?

Mahmud sonrió, reaccionó al instante. Pulsó el botón del
walkie
.

—Dice que adelante.

Se oyó la voz de Tom. Una nueva energía.

Jorge le oyó hablar con los demás a través de sus móviles.

Las órdenes salían como chorros: los caminos a seguir, el nuevo planteamiento.

Luz verde para seguir adelante.

El Range Rover Vogue
versus
las verjas de Tomteboda.

Seis minutos y veinte segundos más tarde. Jorge y Mahmud en la furgoneta. Babak y Sergio en el Range Rover delante de ellos. Llevaban menos de tres minutos de retraso.

El iraní había puesto cinta aislante sobre las matrículas. Las verjas de la terminal de correos a cien metros de distancia. La hora: las once y cinco. Las voces de la radio de policía que habían colocado en el asiento trasero: indignadas. La ciudad estaba en llamas. Era una guerra en toda regla. Bombas sospechosas por todas partes. Toda la vía de Essinge antes del túnel de Eugenia, taponada. Una treintena de coches con neumáticos destrozados. Alfombras con clavos o espinos. La policía seguía sin enterarse. Jimmy había hinchado el stock como un héroe, Jorge casi había olvidado el bajón de la pala cargadora. La vía de Klarastrand también era un caos. El tráfico se movía más lento que un bebé caminando a cuatro patas. Javier también había cumplido con su parte, la misma historia. Pero la salida norte de Estocolmo estaba libre. Despejada como un circuito de coches. Sin cópteros policiales en el aire.

Además: alertas generales de la pasma, órdenes de comunicación regional, preparativos para las fuerzas de asalto. Sabotaje contra la policía de Estocolmo. J-boy lo oyó todo.
Tough luck, pacos
.
[44]
Las órdenes habían sido claras: alerta máxima. Podría tratarse de un ataque planificado para otro lugar. Podrían ser activistas políticos. Podría ser un atentado terrorista. Cortando las salidas y entradas a la ciudad. No era nada nuevo para la pasma: los veteranos de los ATV solían causar mucha confusión. Pero nunca a esta escala.

Jorge se sentía mejor. De hecho: estaba con ganas. Se giró hacia Mahmud.

—Loco
, ahora sí que va en serio. ¿Quieres?

Le tendió una bolsita de plástico de cierre automático con unas pastillas dentro.

—Rohipos.

La sonrisa torcida de Mahmud.

—Ya me he tomado algunas cosillas por mi cuenta.

Jorge asintió con la cabeza.

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