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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (26 page)

BOOK: Una vida de lujo
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H
oy empezaban pronto. Jorge llevaba despierto desde las cinco de la mañana. Había abierto los ojos sin provocación, como un bebé que no podía volver a dormir. No hacía más que pensar en el golpe.

Preparó café. Dio vueltas y más vueltas por el piso en calzoncillos. Bebió agua. Meaba una y otra vez.

Jorge lo notaba en la tripa. La angustia criminal: la maldición de todos los gánsteres.

Hoy: el primer día de la guerra; el día D. El día grande, gordo, mogolloooón de guay: el día del ATV.

En resumidas cuentas: el día en que J-boy se convertiría en el latino más forrado al norte del cartel de Medellín. Aun así: la inquietud trepaba por su cuerpo, peor que un ataque de paranoia por culpa de la maría.

Se notaba en todo el mundo que había llegado la hora.

Robert y Javier: habían llamado cantidad de veces a lo largo de la noche para preguntar cosas, a pesar de que iba en contra de las reglas.

Jimmy y Tom habían enviado SMS sobre asuntos de planificación, a pesar de que ya conocían las respuestas. Tenía que recordarles que tirasen las tarjetas SIM y los teléfonos.

Mahmud y Sergio tocaron el timbre de la puerta ya a las siete, a pesar de que habían quedado a las ocho.

Hasta el payasete de Babak había llamado sobre las dos de la madrugada para preguntar una cosa. El iraní que, por lo demás, siempre se lo sabía todo. O eso era lo que él había pensado; ¿ahora quién era el genio?

Una tensión evidente en el aire.

Tocaba entrar en acción dentro de cuatro horas. Hasta entonces tenían una agenda de locura.

Habían viajado en lancha desde Värmdö, desde los cópteros saboteados. Tompa lo había preparado: la noche anterior había robado una pequeña Buster; tan fácil como tirarse un pedo. Había estado amarrada al embarcadero de algún pringado, atada solo con una cadena y cerrada con un candado.

Una lancha, joder: de nuevo; no era un transporte para millonarios. A decir verdad, Jorge nunca había estado en una barca antes. Pensamientos serios: lanchas, casas de verano, el mar, las vacas. Para los vikingos de pura sangre sería algo tan natural como cagar. Para Jorge: algo tan poco natural como pagar un montón de impuestos.

El mar mecía la lancha. El agua estaba oscura. Estaba cerca. Si estiraba el brazo, podría haber tocado la superficie. Trató de mirar hacia abajo. No vio más que un centelleo.

Los motores tronaban. Cortaba el agua como un machete. Pasaron otras dos lanchas motoras. Una lamparita roja en el lado izquierdo y una lamparita verde en el derecho. Por lo demás, el mar estaba vacío.

Sin embargo, ahora debería haber un despliegue de la hostia en la base de helicópteros. Pero no encontrarían
jack shit
,
[35]
aparte de dos perros acribillados y dos
choppers
totalmente demolidos. Sergio: había llevado el coche legal de vuelta a la ciudad. Jorge y Mahmud: habían colocado el coche robado en el extremo del muelle del transbordador, empujándolo al mar.

Volviendo del mundo de los pensamientos. En la guarida. Mahmud y Sergio sentados en el sofá de Jorge. Sergio charlando sin parar. Bromeando, ganseando. Parloteando sobre la matanza de los helicópteros.

—¿Habéis leído lo que decían en el
Expressen
? Ponía que ahora no iban a poder usar los helicópteros para luchar contra los mosquitos.

—¿En serio?
Shit
, es terrible. ¿No tienen helicópteros de rescate?

—Sí, pero no los pueden utilizar para los mosquitos. ¿Os dais cuenta de la faena que le hemos hecho al pueblo sueco? Habrá picaduras de mosquitos. Socorro, tío.

La sonrisa torcida de Jorge. Repasaba sus listas mentales. Los monos, los móviles del robo, las tarjetas SIM, los coches, los cordones policiales, la sincronización de los relojes. Pensó en la recaudación propia de él y de Mahmud; el bonus solo para ellos.

Mahmud y él inspeccionaron las armas. Una pistola de aire comprimido y los dos Kalas; estos sí que funcionaban, ya lo habían comprobado. El resto de las cosas ya estaba donde Tom y los otros chicos.

Comprobaron los móviles. Para el atentado contra los helicópteros habían usado otros. Antes del golpe encenderían sus nuevos juguetitos una vez que estuvieran en las posiciones asignadas. La razón: la pasma no podría rastrear los teléfonos a repetidores cerca de sus casas.

Dieron las ocho. Jorge recibió un SMS de Tom: «Uno cero». Era el código: Tom estaba despierto y preparado. Guay.

Sergio y Mahmud estudiaron los mapas una última vez antes de quemarlos en el depósito general de basura en el sótano de su casa.

Las listas se proyectaban en el interior de los párpados. El inhibidor de frecuencias, el papel de aluminio, los
walkie-talkies
, la rotaflex, las alfombras con clavos, la pala cargadora. Lo último: Jimmy lo había conseguido, machacaría la verja de Tomteboda con más facilidad que la maqueta de Lego que Jorge le había regalado a Jorgito.

Aun así: ¿los chavales darían la talla?

A las ocho y media sonaron los pitidos de cuatro SMS en el móvil de Jorge: «Cuatro cero», «Tres cero», «Cinco cero», «Dos cero». Los tíos estaban despiertos y hambrientos. Contestó con el código: «Buen resultado». Para que supieran: él, Mahmud y Sergio estaban en su sitio.

Bajaron a la calle. Había gente caminando al trabajo, a la guardería con sus hijos. Estresados, con pasos rápidos, miradas rígidas. Críos chillando. Jefes quejándose. Conductores de autobuses que cerraban las puertas delante de las narices de pensionistas que no habían tenido tiempo de llegar. Una vida que Jorge no pensaba vivir nunca.

La furgoneta estaba aparcada a cuatro manzanas del sitio para que nadie la viera cerca del portal de Jorge. Le echó un vistazo. Una Mercedes. Robada la misma semana y con una matrícula falsa y la otra arrancada. Si les paraban y les preguntaban por qué iban con una matrícula robada, podrían decir que ellos mismos habían denunciado el robo. Señalar la matrícula arrancada: «Mira, nos falta una». Había sido idea de Mahmud. La verdad es que era ingeniosa.

Sergio abrió el portón trasero. Chirrió. Jorge entró.

El interior del espacio de carga: tapizado de plata. Tal y como habían acordado, Sergio había forrado el interior con tres capas de papel de aluminio. Cerraron el portón. Encendieron la luz del techo.

Sergio señaló las paredes.

—Me llevó un día entero, que lo sepáis. Y esa cola de aerosol, joder, era mejor que veinte mililitros de Supergen, tío.

El dedo de Jorge rozando el papel de aluminio.

—Esto debería ser suficiente. Pero lo dicho, no nos vamos a arriesgar. ¿Este es el inhibidor? —Señaló una bolsa de basura negra.

Sergio asintió con la cabeza. Se agachó. Quitó la bolsa de basura.

El inhibidor.

Sonrisa torcida de Jorge.

—Pedazo de cacharro.

Estuvieron toqueteando el aparato durante media hora. Encendiendo, apagando, seleccionando diferentes frecuencias, comprobando en sus propios auriculares que funcionaba.

Nueve y media: Tom pasó para recoger los móviles de Mahmud y Jorge. Comprobaron el funcionamiento de los
walkie-talkies
. Comprobaron la radio de la policía. Dentro de una hora: había que encender los móviles del atraco. Jorge miró a Tompa; por primera vez el colega parecía estresado: hablaba rápido. Manoseaba el
walkie-talkie
. Tenía pinta de estar cansado; tenía unas ojeras oscuras como si le hubieran dado una hostia en plena cara.

Jorge también lo notaba. Todo el tiempo: la tripa tronaba.

Quince minutos: él, Mahmud y Sergio en la furgoneta. Yendo hacia la ciudad. Iban a recoger la pala cargadora.

Estaban callados. Sergio había dejado de bromear. Jorge echaba la cabeza hacia atrás. Miraba el techo del coche. Mahmud estaba al volante. Tratando de no conducir demasiado rápido. La pala cargadora: la clave para el éxito. Según el Finlandés: la pala cargadora aseguraba que este golpe no podía fallar.

Después, Jorge pensó: «El Finlandés puede irse a la ducha si quiere». Eran Jorge y Tom los que habían dado con la idea de la pala cargadora,
no
el Finés. Eran J-boy y los chicos los que asumían todos los riesgos. Y además: la cámara; esa era su propia historia.

Pasaron Frösunda, las aguas de Brunnsviken a la izquierda. Mahmud salió de la autovía a un kilómetro del sitio. Norte de Haga. Una salida pronunciada de la E4 hacia el parque. El parque de Haga. Los árboles estaban verdes: parecía una selva tropical. Llegaron a las verjas. Un pequeño aparcamiento. El colega paró el coche.

Jorge estiró el brazo y cogió su mochila del asiento trasero. Sacó uno de los móviles nuevos. Metió una tarjeta SIM. Después sacó un
walkie-talkie
: MOTOTLKR T7, el modelo más avanzado de Motorola. Tenía más de diez kilómetros de alcance.

Lo encendió. Pulsó el botón de
Push to talk
.
[36]

—¿Hay alguien?

Crepitaba al otro lado.

Esperó un rato. Intercambió una mirada con Mahmud. Ahora nada podía fallar.

Lo acercó a la boca de nuevo.

—¿Hay alguien?

Seguía chisporroteando al otro lado.

Una tercera vez.

—Sí, ¿me recibes?

Ruidos crepitantes, chisporroteos, silbidos.

Al final: la voz de Tom.

—Qué pasa, tío. Te recibo. Y estoy en mi sitio. Listo para entrar en acción. Cambio.

Jorge levantó el pulgar hacia Mahmud y Sergio.

—¿Y los demás? Cambio.

La idea: ninguna llamada tenía que pasar por el móvil de atraco de Jorge. En vez de eso: todos informaban a Tom, que hacía de centralita e informaba a Jorge a través del
walkie-talkie
. Un obstáculo para la pasma: no iban a poder rastrear ni una llamada al sitio en donde se efectuaría el propio golpe.

Tom contestó. Usó nombres auténticos, los polis no iban a poder registrar ondas radioeléctricas a posteriori.

—Babak y Robert están en su sitio junto a la comisaría principal de la ciudad, Jimmy está en Stora Essingen, listo para tomar la vía de Essinge hacia el norte. Javier ya está en su sitio en Kungsholmen. Todos están preparados. Cambio.

Todo el tiempo mientras hablaba, Jorge miraba a Mahmud. Sergio estaba en el asiento trasero. El ambiente de la furgoneta: la concentración de un laboratorio de ébola.

Eran las diez y cuarto. Muy pronto tocaría arrancar.

Jorge acercó el
walkie-talkie
a la boca.

—Vale, arrancamos. Mantenme informado continuamente. Cambio y fuera.

La voz de Tom sonaba alegre. El estrés que Jorge había visto en su cara antes había desaparecido.

—Yes, sir
—voceó Tom.

Jorge se giró hacia Mahmud y Sergio.

—Comprobemos todo una última vez.

Asintieron con la cabeza. Mahmud salió; comprobó que el inhibidor de atrás seguía funcionando. Sergio se cercioró de que llevaba las llaves de la pala cargadora. Echaron un vistazo a las armas, los pasamontañas, las llaves y todo lo demás. Una última vez.

La última vez.

El
walkie-talkie
del salpicadero zumbó. La voz de Tom otra vez:

—Todos están en sus puestos. Estamos preparados para arrancar. Así que cuando quieras,
boss
. Cambio.

Jorge trató de sonreír, aunque sabía que se parecería más a una mueca tensa.

—Fire away
[37]
—contestó.

Mahmud arrancó la furgoneta. Jorge estaba con el
walkie-talkie
pegado al oído. Seguía cada paso en la información de Tom.

Tom llevaba un coche robado. La noche anterior había aparcado un coche legal en la calle delante de la comisaría de Solna.

Mahmud condujo con tranquilidad. Estaban acercándose al lugar donde iba a estar la pala cargadora. Diez minutos para
strike down
.
[38]

Tompa explicaba lo que estaba haciendo a través del
walkie
:

—Ahora estoy delante del coche. He jodido el salpicadero. He sacado toda la mierda que he podido. Les va a costar horas arrancar este cacharro. Ni siquiera el mejor receptador de Alby sería capaz de arreglarlo ahora. La única manera es traer una grúa. Lo prometo. Cambio.

—Muy bien, Tompa. ¿Sabes algo de los demás?

—Sí, Javier va despacio como un pensionista por la vía de Klarastrand. Y Jimmy va tan despacio como tu vieja por la vía de Essinge. Cambio.

—Guapo.

—Todos los bidones y los neumáticos metidos desde antes —continuó Tom desde las puertas de su comisaría—. Esto va a ser fácil.

Jorge oyó cómo cerraba la puerta del coche. Tom jadeaba. Jorge sabía qué era lo que llevaba el tío en las manos: una de las maletas de las bombas.

Mahmud y Tompa habían montado las imitaciones de las bombas. Se habían utilizado cosas parecidas en los ATV suecos antes. Pero según el Finlandés daba lo mismo; la pasma tenía la obligación de andar con cuidado. Robaron seis maletines de cabina del almacén de Åhléns donde Sergio tenía un colega que les dejó entrar. Tom metió una vieja batería de coche en cada maletín, conectó los cables de arranque. Mezcló veinticuatro kilos de harina de trigo de la marca Kungsörnens con agua, cogió la masa y la repartió en seis bolsas de plástico. Envolvió todo el paquete con unas cuantas vueltas de cinta aislante negra. Tom pintó la palabra «BOMBA» en texto blanco sobre los maletines. Pedazo de taller terrorista. Al Qaeda habría estado orgullosa de ellos. Hamás habría tenido envidia. ETA se habría cabreado, queriendo participar: sois los campeones de la construcción de bombas.

Ahora en serio: parecían la hostia de auténticas.

Y ahora: Tom jadeando como un corredor de maratón.

—Acabo de colocar la bomba falsa en medio de la calle y le he dado la vuelta para que se vea el texto. Por aquí no van a pasar los coches de la pasma. Ahora estoy caminando hacia el coche legal. Dentro de treinta segundos volamos el coche de la gasolina. Cambio.

—De puta madre. ¿Y los demás? Cambio.

—Acabo de recibir un SMS de Babak y Robert. Están a punto de encender sus coches allá por Kronoberg. Cambio.

—Quedan seis minutos.

Mahmud entró con la furgoneta por Haga Sur. Delante del restaurante, o lo que fuera, había coches aparcados. Jimmy y Robert habían estacionado la pala cargadora detrás del edificio la noche anterior. Jorge registraba todo con la cabeza puesta en otras cosas. El oído pegado fuerte al
walkie-talkie
. Junto al restaurante había cuatro canchas de tenis; la peña estaba dándole a la pelota. Jorge se puso unas gafas de sol.

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