—¿Ha pasado por muchos?
La mirada de la Doctora Ruth se quedó un momento suspendida, y luego se echó a reír de buena gana, mostrando una dentadura caótica y manchada de rosa.
—¡Me ha pillado! En realidad no, este es el único…
—¡Entonces, hace mucho que trabaja aquí!
—Oh, sí… ¡hace más de veinticinco años!
El Jabalí mostró una fría sonrisa interior y notó cómo le crecían unos colmillos de vampiro, al mismo tiempo que experimentaba unas ganas violentas de clavárselos en el cuello a Rochefort.
—Creía que todo el personal tenía menos de diez años de antigüedad…
—¿Quién le ha dicho tal cosa?
—Ah, pues… el señor Rochefort. Bueno, al menos eso es lo que he creído entender.
Al oír el nombre de Rochefort, la Doctora Ruth se creció: si el director hacía confidencias a su interlocutor, podía lanzarse.
—No le ha mentido. Es verdad que han cambiado muchas cosas desde que llegó… incluidas las personas. De hecho, soy la única superviviente…
—¿Y cómo logró semejante hazaña? —preguntó el comisario.
—¡Mis tartas! Nadie quería prescindir de ellas. Cuando se planteó cerrar la cafetería, o en cualquier caso transformar la manera en que funcionaba, hubo, como dicen en la tele, ¡una ola de solidaridad! La tarta es un arma temible.
Bertegui rió con ella.
—Y además, ¿me ha visto usted la jeta? Soy una institución aquí… ¡Un poco el alma del Saint-Ex! —dijo divertida.
Pero Bertegui no estaba para risas. De pronto, acababa de calarla: la Doctora Ruth era un payaso triste. Era el momento de pasar a asuntos más serios, decidió. Tomó carrerilla y eligió, de su cajón de las mentiras, el tono de voz más jovial y encantador de su colección:
—¿Así que conoció usted a Odile le Garrec?
La expresión de la Doctora Ruth se mudó… o mejor dicho, ¡cayó! como si le hubieran encasquetado de pronto un capuchón.
—¿Es usted periodista?
—Comisario de policía.
—Ah…
Extrañamente, aquello pareció aliviarla.
—¿Investiga lo de Odile le Garrec? ¿Por eso ha venido a ver al señor Rochefort?
—No —mintió Bertegui—. No exactamente. Pero estoy con un caso que indirectamente podría afectarla. O para ser más precisos: podría afectar a su antigua pareja…
La Doctora Ruth asintió con la cabeza en un gesto de complicidad que parecía querer decir: no me extraña lo más mínimo.
—Me habría gustado interrogarla a ella, pero… bueno, como ya sabe…
—Sí. Esta mañana he estado ahí… en el entierro. Se me ha hecho extraño —dijo pensativa.
—¿Así que la conocía bien?
—Digamos que cuando se ve a alguien a diario o casi, se crea una especie de vínculo. Nos hemos visto envejecer, ¿comprende…? Y venía todos los días: un café y, a veces, un trozo de tarta.
—¿Y su amigo?
—¿Qué amigo?
—El jugador…
—Ah, ese… —Mirada sombría—. El jugador… Sí, ya sé a quién se refiere. No lo llegué a conocer. ¿Es a él a quien está investigando? No sé qué decirle.
—¿Trabajaba usted aquí cuando la conoció? ¿O quizá conoció usted a su marido?
La camarera lo miró con prudencia, vacilante.
—Ya no me acuerdo… tengo vagos recuerdos. Bueno… creo que acababa yo de llegar.
—¡
Ciao
, Sonia!
Bertegui volvió fugazmente la cabeza: la joven del ordenador salía, vestida con un abrigo de piel aterciopelada decididamente muy elegante para el lugar. La Doctora Ruth, por su parte, no le prestó ninguna atención. «Está a la espera de mis preguntas», pensó el policía. Absolutamente concentrada.
—Ya entiendo que… bueno, no le debe de resultar fácil hablarme de esto, pero intento comprender algunas… cosas. La naturaleza del vínculo que los unía.
Asentimiento con la cabeza. Ninguna respuesta.
—¿Cómo sabe que su amigo era jugador? —insistió Bertegui.
—Laville-Saint-Jour no es una ciudad muy grande. Y el Saint-Ex… es como una mini Laville dentro de Laville. Se codeaba con la gente guapa, pero era un granuja. Por aquel entonces, había quien llegó a pensar que si no lo habían pescado, era porque tenía protectores… Gente de las altas esferas. Y yo me inclino a creer que así era.
Bertegui frunció el ceño para expresar su sorpresa.
—Tengo un primo que anda por ahí, por Dijon, desde hace años —explicó—. El tipo de tío que seguro ve desfilar de vez en cuando por su despacho… bueno, en resumen, él conoce al pájaro.
—Ya veo. En tal caso, supongo que la señora Le Garrec no fue muy feliz a su lado.
—No lo sé… A veces se mostraba algo taciturna.
—¿Y sabe usted qué fue de él?
La Doctora Ruth se puso de pronto a escrutarlo con un fulgor extraño en la mirada…
—No.
—¿Y de su primo tampoco?
—Veo poco a mi primo, y cuando lo veo, no es para hablar con él de sus compañías.
Dos personas entraron en la cafetería y pidieron algo.
—Tengo trabajo —susurró antes de volverse hacia la cafetera.
Por un momento, Bertegui adoptó un aire soñador, perplejo ante su volubilidad y luego ante ese brusco cambio. Al menos, la visita no había resultado estéril: si de verdad el compañero de Odile le Garrec había formado parte del hampa local, era seguro que los confidentes de la región —bueno, los de Clément, porque como era un recién llegado, Bertegui aún no había urdido su propia red— podrían darle cumplida noticia de él.
Estaba sacando un par de monedas de su bolsillo cuando su teléfono se puso a vibrar. Dejó el dinero en el mostrador y atendió la llamada mientras salía.
—Comisario Bertegui…
—Eh… Sí, buenos días, soy… eh…
Una voz femenina. Dulce y ansiosa a un tiempo.
—… Soy Anne-Laure Mansard…
Bertegui no caía.
—Ya sabe… Me dio usted su teléfono por si acaso uno de mis hijos recordaba algo…
Claro, ahora sí que la situaba: la madre de los dos chavales que habían acompañado a la víctima del bosque del parque en su paseo en monopatín.
—Sí, la escucho, señora…
—Ah, bien… Mire, me parece que debería usted venir… El pequeño, hace ya tres noches que tiene pesadillas y… bueno, no sé… creo que vio algo…
—¿Le ha dicho qué fue lo que vio?
—Yo… Por teléfono, es… difícil.
—Voy ahora mismo —anunció Bertegui.
Había recorrido ya unos diez metros cuando lo alertó el ruido de unos pasos apresurados a su espalda. La Doctora Ruth corría tras él.
—Yo no sé nada —exclamó cuando lo hubo alcanzado—. Nada de nada. Pero si busca información sobre el famoso Henri, acuda aquí…
Le tendió un trozo de papel. Unas palabras garabateadas deprisa y corriendo: Pierre Gionelli. Café La Guérande. Barrio de Montchapet. Dijon.
—Es mi primo —explicó—. Él podrá ayudarlo. Últimamente está más o menos formal, pero no le gustan mucho los polis, así que dígale que va de mi parte. Sonia… del Saint-Ex.
Bertegui la miró fijamente.
—¿Qué la ha hecho decidirse a dar este paso? —preguntó.
El rostro de Sonia/Doctora Ruth mostraba un aspecto lúgubre que absorbía cualquier asomo de color, volviéndolo casi gris. Su mirada siguió el camino de las arcadas a lo largo el patio, se enroscó alrededor de los árboles, se perdió por los tejados.
—No sé qué es lo que está investigando —dijo sin mirarlo—. Ni a quién… pero pasan cosas muy extrañas aquí. Bueno, en Laville-Saint-Jour. Sí, cosas, muy extrañas. Ya debe de saberlo… Creo que Odile le Garrec, en cierto modo era… una de esas cosas extrañas.
L
a puerta se cerró suavemente detrás de Audrey. Se dirigió hacia el patio, apresurada, vagamente sorprendida de que Sonia no se hubiera despedido de ella; era la segunda vez que Audrey se topaba con la naturaleza torturada que la Sonia de todos los días, con su humor regular y jovial, no solía mostrar: el día del Gran Blanco, el de las primeras nieblas, y esa mañana, mientras mantenía una conversación con aquel desconocido de enorme cabeza, elegante como un romano de toda la vida que bajara por la via Condotti a la hora del paseo.
Miró la hora que era: aún le quedaban cuarenta minutos hasta su próxima clase. Tiempo suficiente, quizá, para empezar las pesquisas que no había podido llevar a cabo en la cafetería, al negarse su PC a conectarse a la red wi-fi.
Evitando mirar a las ventanas de Rochefort, llegó a un pequeño porchecillo bajo el cual los alumnos jugaban a la pelota a veces, y luego descendió un tramo de escaleras. Las instalaciones deportivas del Saint-Ex se extendían a sus pies, a la vez parque arbolado y estadio alrededor del cual se distribuían pistas de tenis, un gimnasio, una piscina cubierta cuyo techo se abría durante el verano. Precisamente había varias clases en marcha: se podían oír las órdenes casi militares del señor Pellegrin, con las que animaba a una panda de futbolistas por encima de las voces tanto de sus alumnos como de la señorita Lacoste, que se veía forzada a pitar compulsivamente con su silbato para obligar a saltar a unas niñas horrorizadas ante la altura imposible que se supone debían franquear al estilo fosbury. Algo más allá, medio oculto por unos álamos, se destacaba el último piso de la biblioteca, un edificio cubierto de viña virgen que recordaba al Petit Trianon de Versalles.
Hacia allí se dirigió Audrey, sin hacer caso de los guiños y los codazos de algunos de los mayores, con las piernas peludas que les asomaban por los pantalones cortos.
Entró en la biblioteca, donde reinaba un silencio sepulcral, apenas alterado por los alaridos —¡ahora ya eran alaridos!— del señor Pellegrin, en el exterior. Audrey saludó a la señora Blanchard (que la miró, con el aire engolado de no comprender nada) y se dirigió a una de las salas de
computers
(el Saint-Ex era de esos lugares donde la piscina se llamaba la
pool
, el campo de fútbol el
field…)
.
Vio un ordenador, el último grito en PC, equipado con cascos, webcam y una conexión ultrarrápida, dejó abrigo y bolso por ahí y abrió Google.
En la ventana de búsqueda tecleó estas palabras: Jules Moreau, accidente.
Se le había ocurrido la idea después de su conversación con Bastien. Su alumno tenía pesadillas aterradoras, quizá (sin duda) relacionadas con el accidente. Asimismo, recibía mensajes… del más allá (¡!) vinculados al drama. Desconocía lo que internet podía enseñarle, pero para ayudar a Bastien y de paso posiblemente desbaratar las censurables intenciones de un adulto (imposible no pensar, al leer ese diálogo, en las artimañas de un pedófilo, o de alguien que de un modo u otro pretendía aproximarse a Bastien, conducirlo hasta él aunque lo intentara de una manera desconcertante), para ayudarlo en definitiva, era necesario remontarse hasta el origen: el propio accidente.
Google le mostró unas diez páginas, sin resultados concluyentes.
Decidió afinar la búsqueda y tecleó, prescindiendo del nombre de pila de la víctima: Moreau + accidente + coche + París.
Esperó un instante: solo dos páginas. Leyó los resúmenes en diagonal. Un artículo de
Le Parisien
llamó su atención.
INDIGNANTE ACCIDENTE ANTE EL PARQUE DE LAS BUTTES-CHAUMONT
Un terrible accidente vistió ayer de luto a una familia a las puertas del parque de las Buttes-Chaumont, en el distrito XIX de París. Mientras Caroline Moreau compraba un helado en un quiosco en compañía de sus dos hijos, el menor de ellos, de dieciséis meses, fue atropellado por un coche, resultando muerto en el acto ante la mirada de su madre y de su hermano, de nueve años de edad.
En el origen del drama, un simple descuido o el mal funcionamiento de uno de esos cochecitos que causan furor entre los padres progres aficionados a los paseos en familia los domingos por las riberas del Sena. Según parece, el pequeño consiguió bajarse del mismo o desabrocharse el cinturón, y caminó hasta la carretera, mientras su madre estaba pagando los helados.
A pesar de los intentos por salvar a su hijo, la madre del niño, que se lanzó tras él, no pudo evitar el fatal desenlace: un Mercedes que pasaba por allí a toda velocidad chocó frontalmente con el pequeño, sin que la madre pudiera evitarlo tan solo por unos centímetros, y arrolló de paso a otra persona, que actualmente se encuentra hospitalizada (aunque su pronóstico no es grave). Acto seguido, el Mercedes, de color azul oscuro, dobló la esquina del parque y se dio a la fuga, ante el asombro de los transeúntes.
Todo sucedió en pocos segundos, según declararon testigos presenciales, por lo que nadie pensó en tomar nota del número de placa, aun cuando varios de ellos afirman que llevaba matrícula del departamento 91. Por otra parte, hay dos testimonios que dejan perplejo y que afirman que el coche circulaba despacio y que aceleró repentinamente cuando el niño apareció en la calzada.
Audrey releyó el artículo dos veces y luego cerró los ojos un momento. De pronto, la realidad del accidente se impuso, tomó cuerpo. Imaginó lo atroz y violento de la escena, la impotencia de la madre, el shock para Bastien… La muerte de un hijo es un drama imposible de superar. Era evidente para todo el mundo, y desde hacía poco aún más para Audrey, que vivía alejada de David; no pasaba un día sin que tuviera que tranquilizarse cuando le entraban bruscos arrebatos de pánico: ¿Y si su padre le dejaba jugar con las cerillas? ¿Y si no colocaba bien la olla en el fuego? ¿Y si se olvidaba de vigilarlo en la piscina? ¿Y si lo dejaba cruzar, sin mirar antes que no viniera nadie?
¿Y si realmente decidiera destruirme?
Sí, Audrey vivía con esa angustia sorda alojada en el estómago, donde en ocasiones se abría como una flor negra y ponzoñosa. Pero el golpe sufrido por los Moreau era peor que un accidente. Se sintió abrumada por una tristeza infinita y una profunda compasión por esa familia, esa mujer de una belleza destrozada por la pena, ese hombretón enamorado y su hijo perdido en sus pesadillas, solo frente a unos problemas que sus padres eran incapaces de superar.
Estremecida, centró su atención en los enlaces. La página web la remitía a algunas reseñas. «La policía continúa buscando el Mercedes»; «Sigue sin haber pistas en el caso del loco al volante del parque de las Buttes-Chaumont»…
Poco más. En ningún lado se mencionaba que hubieran cogido al culpable, que la investigación hubiera culminado con éxito. Si se fiaba del periódico, el autor del… ¿crimen? no había sido capturado.