Reflexionó por un momento: ¿era posible que fuera la misma persona que enviaba los mensajes a Bastien?
«Ya sé que Jules murió. Yo soy Jules. Me atropelló un coche. Un Mercedes… Azul marino. Estoy seguro de que cada vez que ves uno, piensas en mí…»
Esa perspectiva era espantosa, pero aquellas palabras… «Estoy seguro de que cada vez que ves uno, piensas en mí…» ¿Quién podría escribir semejante atrocidad, de no ser alguien lo bastante cercano como para pensar en evocar el coche? ¿Incluso alguien, que tuviera que ver con ese coche? Y en tal caso: ¿por qué? ¿Con qué objeto?
Miró el reloj. En pocos minutos, sonaría la campana. Guardó sus cosas, angustiada, incómoda… consciente de que debía perseverar, encontrar un medio de averiguar más cosas.
Estaba en la primera puerta cuando sonó su móvil: un tono discreto en su bolso. Fuera, el señor Pellegrin seguía desgañitándose con todas sus fuerzas, y decidió responder a la llamada en la entrada, entre las dos puertas: de cualquier modo, era imposible oír nada con semejante escándalo ahí fuera.
—¿Diga?
Enseguida reconoció la voz: Nicolas le Garrec. Sabía que aquel día había sido el entierro de su madre y su llamada la sorprendió. También la molestó un poco: había esperado una llamada esos últimos días, pero después de lo que había leído, sus pequeños deseos egoístas y sus esperas habían adquirido de pronto una talla irrisoria, casi miserable. Como el que se preocupa por haber engordado un kilo cuando el mundo se muere de hambre.
—Buenos días…
—¿La molesto?
—No… no, no, en absoluto.
Un silencio.
—¿No la he despertado? Suena como si…
—No, estaba con el ordenador. Un poco absorta…
—Bueno. Me alegro. Escuche, he tenido una mañana dura y… me preguntaba si estaría libre esta noche. Para cenar…
Audrey no respondió.
—Creo que necesito desesperadamente ver una cara… amiga. Y que no sea de Laville-Saint-Jour.
Un breve silencio. Una vacilación: no es el momento adecuado, pensó ella, las circunstancias propicias, el lugar apropiado para encontrarse con Nicolas le Garrec. O con quien sea. Sin embargo, esa sensación de que sus destinos iban a cruzarse perduraba, aunque sabía perfectamente que era por completo irracional.
—Entiendo —dijo por fin—. Sí, claro, será un placer…
Acordaron la cita: él pasaría a buscarla por la urbanización.
—Mi coche no tiene pérdida —aclaró—. Tengo un Mini. Negro, con bandas blancas, y lleno de faros por todas partes. De hecho, es bastante llamativo, incluso vulgar, pero a veces me gusta lo de llamar la atención.
Rió abiertamente antes de murmurar:
—Si de aquí a la hora de nuestra cita le entra el cansancio, no dude en llamarme para anularla. No se apure por mí…
En la penumbra del espacio entre las dos puertas, esbozó una sonrisilla. Él era quien acababa de enterrar a su madre, pero de cualquier forma, se mostraba solícito.
—No sucederá —lo tranquilizó.
La profesora colgó. Un poco turbada todavía, aun cuando esos dos minutos de charla habían servido de lenitivo para las emociones que bullían en su interior.
Metió el móvil en el bolso, se echó la bandolera al hombro y abrió la puerta. Él estaba parado en la escalinata, sus anchas espaldas le impedían ver lo de fuera. Estirado y orgulloso, con un traje de financiero color antracita.
Antoine.
—Me rehúyes…
No era una pregunta, sino una constatación. Amarga, e incluso, le parecía que un punto agresiva.
—Y tú me sigues —replicó ella.
—No seas ridícula. ¿Cómo puedo saber dónde te encuentras?
Había diez respuestas a esa pregunta, pero no tenía ganas de discutir.
—¿Qué es lo que quieres, Antoine?
—A ti…
—Eso no es posible y tú lo sabes…
—¿Y eso por qué?
—¿De verdad crees que es el momento y el lugar para hablar de ello?
Hizo ademán de salir, pero él no se apartó ni un milímetro. No quería montar un escándalo. Ni dar marcha atrás: había que tirar de la primera puerta para entrar. Estaba atrapada. Ya no llegaba ningún ruido del estadio: los profesores habían conducido a los alumnos a los vestuarios, y el silencio le resultó agobiante.
—Es el único medio de verte —observó fríamente—. No contestas a mis llamadas.
—Escucha… No solo es que sea imposible, ¿entiendes? —A su pesar, su voz adquirió la entonación de un adulto que hablara con un niño—. Bueno, tú eres el director del colegio, yo soy tu… tu empleada. Fue un error, ambos lo sabíamos cuando… sucedió. Y sabíamos también que no duraría, que era…
—¿Se trata de Le Garrec? —preguntó.
Ella lo miró de hito en hito, sorprendida por la pregunta, e intuyó, al ver temblar sus mandíbulas con una sombra de barba, cómo de pronto la ira crecía en él como un cohete que despega.
—¿Qué quieres decir con esa pregunta?
—Es él, ¿verdad? Sé que es él. Os vi en la fiesta.
—Pero ¿has perdido el juicio…? ¡Conocí a tu mujer y esta situación es intolerable! ¡Yo no quiero una relación con un hombre casado… no quiero inmiscuirme en una pareja… y Nicolas le Garrec no tiene nada que ver con esta situación nuestra!
Pero comprendió que ya no la escuchaba: casi podía ver cómo los puntitos rojos y negros de sus celos desatados bailaban ante sus ojos. De un momento a otro podía perder el control. ¿Qué sucedería si estallara un escándalo? ¿Con su carrera? ¿Con David? Se imponía una maniobra de distracción… ¡encontrar algo, ahí, enseguida!
—¿Qué hacéis tu mujer y tú con Bastien Moreau?
El hombre parpadeó nervioso varias veces y ella notó cómo remitía su tensión, las contracciones de su cuerpo, como un globo que se deshinchara.
—¿Qué?
—¿Por qué matriculasteis a Bastien aquí? No me vengas con cuentos, Antoine: sé que los laboratorios Hecticon no tienen ninguna relación, que nunca han subvencionado a los hijos de ninguno de sus empleados. Así que dime: ¿por qué?
Sus ojos se abrieron como platos… unos hermosos ojos grises, con densas pestañas negras de latino. Luego, con un movimiento brusco, la agarró de la muñeca. El bolso se le descolgó a Audrey del hombro y cayó todo lo pesado que era sobre su antebrazo.
—No te metas con el modo en que dirijo este colegio, Audrey.
Le apretó la muñeca. Un poco fuerte…
—¿Me entiendes? No metas la nariz en las matrículas. No trates de comprender cómo funciono yo…
… cada vez más fuerte…
—No tienes nada que ganar. Y todo que perder…
¡… mucho más fuerte! Un velo húmedo nubló la visión de Audrey. ¡Un ruido a su espalda! ¡Pasos! En un momento, alguien iba a salir de la biblioteca.
Instantáneamente le soltó la muñeca. El bolso cayó al suelo.
—Entonces cuento con usted, señora Miller… —dijo.
Audrey oyó cómo la puerta se abría detrás de ella.
—¡Manténgame al tanto! —prosiguió con una gran sonrisa antes de apartarse.
La velocidad con la que acababa de componer su personaje la dejó de piedra. Pero sentía demasiado pánico como para preocuparse por sus facultades de disimulo. Aprovechando la situación, recogió su bolso y escapó.
No se volvió para averiguar quién la acababa de salvar y salía de la biblioteca detrás de ella. Ni si él la estaba observando, con una sonrisa sin alegría en los labios y su mirada de animal de sangre fría clavada en ella.
Cruzó el
field
, silencioso y desierto, con el corazón a mil, esforzándose por controlar sus músculos para no echar a correr, y las lágrimas que le brotaban en los ojos.
La campana sonó en el colegio y se concentró en el interminable repique, al que enseguida se sumaron los gritos de los alumnos, para tratar de recobrar el aliento.
Al llegar a lo alto de la escalera tuvo una revelación que la dejó en estado de shock: Bastien… Hecticon… ¡el Mercedes!
Dio bruscamente media vuelta: ya no podía distinguir la entrada de la biblioteca, tan solo el último piso, que asomaba entre las ramas de los árboles, pero se lo imaginó, una atlética silueta con traje de lana sedosa, todavía delante de la puerta. Permaneció ahí un rato, sin hacer caso de los empujones de los alumnos que se dirigían a sus clases de gimnasia, atenta a las piezas del puzzle que se alineaban implacablemente en su mente:
Antoine había matriculado a Bastien, saltándose todas las reglas vigentes en el Saint-Ex. ¿Con la complicidad de su mujer?
Antoine era violento: una violencia que ni por un momento había sospechado (aunque, de todos modos, ¿desde cuándo sabía juzgar a los hombres?).
Antoine conducía un Mercedes. Azul oscuro. ¿Qué le había dicho un día, además? «Hace años que soy fiel a esta marca… Y siempre azules. Tienen un azul único… ni marino, ni negro.» Su coche llevaba matrícula no del 91, sino del 21… En un momento de pánico, ¿podían haberlas confundido?
Finalmente, Antoine había sentido… miedo. Sí, pensándolo bien, eso es lo que ella había percibido. Su reacción, sus amenazas, llevaban la marca animal del miedo.
Miedo a estas simples palabras: Bastien Moreau.
E
l piso estaba amueblado con sencillez: unos sofás de Conforama, unas estanterías, unas fotos y algunos dibujos infantiles clavados con chinchetas en la pared. Una lata de sardinas de renta limitada como las hay en cualquier parte del mundo, incluso en Laville-Saint-Jour, en el barrio de Vrésilles, una barriada no especialmente conflictiva, aunque fuera uno de esos rincones de provincia que recordaban lejanamente a sus primos de las grandes ciudades: Les Mureaux de París, La Castellane de Marsella.
Anne-Laure Mansard tendría, a juicio de Bertegui, poco más de treinta años, y se parecía a su salón: ordinaria, el mal color pálido de finales del invierno, ojeras que eran indicio de una vida dividida entre un trabajo poco gratificante y la cotidianidad sin alegrías de una soltera convertida en madre demasiado pronto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Estaba sentada ante un té y había olvidado ofrecerle una taza.
—Yo… no lo sé. Bueno, no estoy segura…
—Por teléfono me ha dicho que el pequeño…
—Tipierre —lo corrigió—. Siempre lo hemos llamado así.
—Tipierre, pues, vio algo finalmente…
—Ni siquiera sé si debería contárselo, pero… ¡oh, tengo tanto miedo!
—¿Miedo? ¿Miedo de qué?
La mujer cerró los ojos.
—No lo sé. ¡Todo lo que les hicieron a los niños… antes! ¿Comprende? Si llegaran a enterarse de que los vieron…
—Señora Mansard —comenzó a decir suavemente—, cálmese y cuénteme de qué se trata.
Asintió como un niño que ha entendido la lección.
—Hace tres noches que Tipierre tiene pesadillas. Al principio lo encontré normal, ya sabe, después de lo que han vivido… ¡y además la madre de Christophe trabaja en el mismo hospital que yo! Es enfermera y yo soy auxiliar y… estoy segura de que va a hacer que me despidan. Es culpa mía, ¿sabe? Salieron sin decirme nada, pero… pero yo no estaba en casa esa noche. Los había dejado solos… A los tres. Los dos míos y Christophe. Rara vez lo hago, pero…
La mujer siguió hablando y Bertegui asintió pacientemente. Conocía el proceso: Anne-Laure Mansard vivía con la sorda culpabilidad de no ser una madre a la altura de las circunstancias; él, en los tiempos en que trabajaba en la calle, ¿cuántos padres no habría encontrado superados por sus vástagos delincuentes, aplastados por el peso de la vida, la falta de dinero, su impotencia? Desde luego que los hermanos Mansard no eran unos macarras, sino más bien unos gamberretes de tres al cuarto, cuyo jueguecito había terminado en tragedia, había colocado a la familia bajo la luz de las cámaras, le había costado la vida a un camarada en atroces circunstancias y había revelado las carencias de su madre.
Se calmó y Bertegui aprovechó para volver a poner la cuestión sobre el tapete.
—Me estaba hablando de las pesadillas…
—Sí, sí… Las pesadillas. Lo encontré normal, como le decía, pero esta noche se ha despertado gritando: «¡Me va a coger! ¡Me va a coger!». Entonces, claro está, le he preguntado de quién hablaba… Tipierre es un crío algo sensible, ya me entiende. Y entonces me ha dicho: «¡Había alguien con nosotros, mamá! ¡Había alguien en el bosque del parque! Pero no era como dijo Bruno… No era el niño sin ojos. Era un fantasma, pero no iba de blanco. Un fantasma, todo de negro…».
Se calló.
—¿Eso es todo? —preguntó Bertegui, disimulando su repentina inquietud.
—Sí, eso es todo lo que ha querido decirme. Esta mañana no sabía si llamarlo. No tengo ni idea de qué quiere decir todo eso, pero… —se puso a bisbisear—, pero los otros ¡se vestían de negro, según tengo entendido! Cuando mataban a los niños. Por eso tengo miedo, ¿comprende?
Bertegui no respondió.
—¿Dónde está su hijo? —preguntó.
—Aquí al lado.
—¿Me lleva hasta él?
Un suspiro.
—Espéreme aquí…
Un minuto después, regresó acompañada de su hijo. Tendría unos diez años y se parecía a ella —la misma cara afilada, la misma propensión a las ojeras—, pero en sus ojos brillaba una luz que la vida se había encargado de apagar en los de Anne-Laure Mansard.
—Hola —dijo Bertegui.
—Hola.
—Yo soy quien se ocupa del caso del bosque.
—Sí, ya lo sé, mi hermano me ha hablado de usted.
—La otra vez que vine no nos vimos, pero… me parece que tienes cosas que contarme.
El chaval se volvió hacia su madre, quien asintió levemente con la cabeza.
—Has hablado de un tipo de negro —insistió Bertegui.
—Mire, no estoy seguro del todo.
—Bueno, cuéntamelo todo, hasta aquello de lo que no estés seguro.
—Vale… Cuando llegamos, mi hermano quiso darnos canguelo. Nos contó cosas sobre el bosque del parque y… también historias de niños que murieron ahí, de fantasmas… Para qué mentirle, no las tenía todas conmigo. Yo ya sabía que todo era una broma, pero aun así. Cuando empezamos a patinar, yo miraba por todas partes. En realidad no se veía gran cosa, pero llevábamos linternas. Así es como lo vi, o más bien creí ver algo. Algo… que ya había visto antes.
—¿Qué?
—Una sombra… Bueno, un tipo como una sombra… o una sombra como un tipo, no sabría decirle.
—¿Puedes describirlo o algo?
—Es difícil. En aquel momento, ni siquiera estaba seguro: con la niebla y todo eso, no se veía un pijo. Pero en un determinado momento, atajamos por un camino a través de los árboles, y mi linterna, es como que… barrió una zona de bosque. Y en medio de los árboles, vi que algo se movía. Algo que parecía un hombre vestido de negro. Y tuve la sensación de que nos estaba observando porque, justo cuando mi linterna pasó por él, se quedó quieto. Seguro que no lo habría llegado a ver si no hubiera tenido una cosa que brillaba con la luz… Creo que eran sus ojos.