Anne-Cécile miró nuevamente a JR, luego se volvieron a la par hacia el chico.
—Normalmente esto no va tan rápido y… qué curioso, ¡se diría que son dos!
Pero apenas había pronunciado estas palabras, y aunque ya no tenían los dedos apoyados en el vaso: T… A… L… NO… C… O… T…, el vaso se movía solo; espontáneamente, se habían apartado: el mero contacto con el cristal producía una sensación que helaba y abrasaba a un tiempo y que resultaba casi dolorosa, como si la energía empezara a consumirlos.
—Julien, ¿quién eres, Julien? ¿Por qué has venido a nosotros esta noche? —continuó Anne-Cécile con un tono falsamente resuelto, persistiendo en su empeño de dirigirse al primero de sus «invitados».
M… A… R… I… E… S… O… P… H… NO… V… I… C… T… NO… S… O… M… B… R… A… B… L… NO.
—Algo no cuadra, JR —dijo Anne-Cécile—. Hay… hay demasiados, no sé qué es lo que quieren. ¡Y hay uno que no los deja hablar!
Bastien la miró y notó que tenía miedo, luego sorprendió la mirada de espanto de Opale, y la de JR, llena de desconfianza.
S… O… M… B… R… A… NO NO NO. El vaso lo escribía ahora todo el tiempo. Pasaba del rectángulo del no a las letras n… o…
—No vamos a poder, Anne Cé', hay… hay que parar, me temo…
La temperatura había caído en picado, hacía un frío mortal y su aliento empezaba a materializarse en forma de vapor.
—Continuemos —decidió ella—. Esto es… extraordinario… V… I… C… T… NO … B… R… A… B… L… A… N… C… A… NO N… O… NO El vaso no se deslizaba: volaba casi. A una velocidad a la que apenas les daba tiempo de juntar las letras para formar palabras. … Fiu… fiu… fiu… Menos de medio segundo en cada desplazamiento. Resbalaba con limpieza, de un modo tajante. Irreal.
J… E… A… N… D… U… P… U… I… S V… I… C… T… I… M… A… S… O… M… B… R… A… B… L… A… N… C… A… T… A… L… C… NO —¡Te… tengo miedo! —dijo Opale—. ¡Nunca antes había hech…!
El vaso estalló y todos lanzaron un grito.
Jean-Robin se puso en pie de un salto.
—¡Hay que pararlo, Anne-Cécile!
A Anne-Cécile no le dio tiempo a asentir: las letras empezaron a moverse solas por el suelo, tratando de continuar con su melopea, con su lucha por el poder.
L… A… V… I… L… L… E…
… T… E… Q… U… I… E… R… E…
V… I… L… B… O… I… S…
M… A… R… C… H… A… T… E… V… E… T… E…
N… ONONONONONONONONONONONONONO —¡Anne-Cécile, haz que se paren!
Era la voz de Jean-Robin, pero Bastien apenas la oyó. Como tampoco se percató del llanto de Opale, ni del aspecto de desamparo de Anne-Cécile, que había perdido sus gafas con el susto. Contemplaba, fascinado, cómo bailaban las letras alrededor de él: el único ahora que seguía sentado en el suelo.
F… R… A… N… C… I… S… M… A… R… T… I… N… S… O… M… B… R… A… NON… O…
—Quieren que se vaya Vilbois —declaró Bastien en una especie de trance—. Es Vilbois quien no los deja hablar. Se llama Vilbois… ¡Se llama Vilbois! Y son niños los que escriben… sí, niñ…
—¡Anne-Cécile! —chilló JR—. ¡Detén esto ahora mismo! ¡ahora!
—¡No puedo! ¡Es él! ¡Es él quien lo hace! —gritó ella señalando a Bastien.
1… 2… N… O… V… I… E… M… B… R… E…… S… O…
M…
NO… NO… NO… NO…
1… 8… 7… 9… P… H… I… L… I… P… P… E… H… E… M… I… E… L… F… U… E… G… O…
S… O… M… B… R… A… B… L…
—¡Son las víctimas! —explicó Bastien en plena exaltación—. Sí, son los niños que fueron sacrificados aquí y… —¡Bastien! ¡Para! ¡Diles que se vayan!
1… 0… D… I… C… 1… 9… 8… 8… V… I… C… T… I…
—¡Bastien, tienes que cerrar la puerta! ¡Si no, se quedarán! ¡Se quedarán para siempre! ¡Contigo!
Anne-Cécile se desgañitaba; JR guardaba silencio, pasmado; Opale lloraba, refugiada en un rincón del desván. Y las letras continuaban su danza macabra. Y Bastien leía, escuchaba, las palabras en el suelo, las voces se agolpaban en su cabeza, los gritos de indignación. Y la estancia empezó a temblar… Cada mueble, cada objeto acumulaba la energía que los niños de Laville arrastraban consigo. Y aquel a quien llamaban Vilbois… Y los demás, todos los demás que, desde siempre, actuaban entre las sombras y bajo la niebla de Laville-Saint-Jour. Todos ahora arrastrados a una loca zarabanda, víctimas y verdugos, sacrificados y réprobos…
—¡Están luchado contra él! —anunció Bastien—. ¡Están luchando contra él!
Los almohadones empezaron a vibrar… a moverse… luego una silla… un perchero… la ropa…
—¡CIERRA LA PUERTA, BASTIEN! ¡NO DEBES AYUDARLOS! ¡NO DEBES AYUDARLOS! ¡NO LOS ESCUCHES!
Pero Bastien no oía nada. Oía las voces, los llantos… los llantos en su cabeza. Y gritos… Y había imágenes que cobraban forma ante sus ojos. El bosque del parque… Y un caserón en lo alto.
Y también esa habitación, donde se celebraban las reuniones «informales» de la Chowder Society. Unos dedos que volaban sobre un teclado… No los de su hermano, sino unos dedos como cicatrices, blancos, muertos, algunos atrofiados, otros despellejados…
Y sangre… Y cuerpos… Y cruces invertidas… Antorchas en la noche… Y de nuevo una voz, la misma que oyó cuando el accidente… «Laville-Saint-Jour te quiere…» «Esto es lo que les sucedió a los niños…» «Ellos te esperan en Laville-Saint-Jour…» Palabras, fragmentos, lugares, diluidos, bullendo en un mismo cerco de magma, visual, auditivo.
… V …ILLLLBBBOOOOIIIISSS VVVVEEETTTEEEEVVVVIIIIICCCTTIM MAAA SSSOOMBBBBRAAABBBLLLANNNCAAAAAAA EEELL FFFUUUUEEEEGGGGOOO VVVIIILBBBBBOOOOOIIIIISSSSSG…
—¡BASTIEN!
Anne-Cécile se acercó hasta él, hizo ademán de cogerlo por el brazo para llevarlo adonde estaban ellos. Una silla salió volando y la golpeó en la frente. Cayó al suelo desplomada envuelta en un grito de dolor mientras se sostenía la cabeza.
SSSOOOOMMBBBBRAAAABBBLLLANNNCAAAAAVVVIIIICCCTTTIIIMMMMMAAAAA VVVIIILLLLLBBBOOOIIIIISSSTTTA ALLLCCCOOTTTTE EELLLSAUUUU Opale lanzó un alarido de terror que sacó a JR del estupor en que se hallaba desde que la habitación había empezado a dar vueltas alrededor de ellos. En un segundo, pegó un salto hasta donde estaba Bastien y lo golpeó evitando por los pelos unas marionetas de guiñol que se abalanzaban al asalto sobre él.
Recibió el golpe en la cara.
Las letras despegaron bruscamente, se rompieron en el aire como presas de una cólera furiosa. Y todo cesó. Bastien se volvió, alelado. Seguía sentado, ahora en mitad del pentáculo: cómo había llegado hasta allí, no tenía ni idea. En la penumbra anaranjada del desván y la vorágine de sus emociones, distinguió el rostro surcado de lágrimas de Opale y su aire horrorizado; la silueta vampírica de Jean-Robin, con el puño en alto dispuesto a golpear de nuevo; la frente ensangrentada de Anne-Cécile que lo miraba de hito en hito con sus dedos empapados en sangre y completamente atontada; el desorden a su alrededor; el confeti de las letras que seguían cayendo en una lenta lluvia como copos de nieve, como plumas. Sintió un líquido caliente en los labios; se llevó los dedos a la nariz; los retiró llenos de sangre.
La última cosa que escuchó antes de desmayarse fue la voz de Anne-Cécile que decía:
—¡Haced el favor de llevaros de aquí a este gilipollas!
C
ésar Mendel estaba sentado en su despacho, delante de su ordenador apagado.
Tenía los ojos cerrados, llevaba cinco minutos esforzándose por dejar la mente en blanco. Sí, dejarla en blanco. Eso era lo importante, así lo había entendido.
Pero ¿qué cojones hacía Moreau en la Chowder Society?
No, sentado, la cosa no funcionaba. Sin embargo, lo que tenía que hacer requería tranquilidad y dominio de sí mismo. Tenía que hacerlo de otro modo.
Se levantó y comprobó, de manera maquinal y algo maniática, los últimos detalles: la bolsa de deporte repleta de libros y cuadernos para dar el cambiazo, por si acaso; en el bolsillo derecho, el papel con la dirección; detrás, en una especie de doble fondo, una gorra y unas gafas. Y hasta ropa de recambio: unos vaqueros anchos enormes de los que él nunca se pondría, con unas zapatillas extravagantes. Miró la hora… Había llegado el momento.
Tranquilizarse…
Se quedó mirando el ordenador con unas ganas furiosas de encenderlo para echar un último vistazo.
¿Cómo era posible que hubieran invitado a ese comemierda a la Chowder?
Entreabrió la puerta de su habitación.
¡Ah, las… cosas que le haría si le otorgaran el poder…!
Y cerró violentamente la puerta al salir al pasillo. Pegó un respingo. Como un ladrón al que pillan
in fraganti
, se quedó petrificado. Nadie tenía que darse cuenta de nada, había dicho la voz. De nada en absoluto. No levantar ninguna sospecha, ¡TRANQUILIZARSE!
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. ¡Oh, sí! Primero, habían sido las imágenes que recibió por e-mail: unas… cosas que nunca habría creído posibles. Mucho más allá de lo que les hacía a los gatos o a los lagartos cuando atrapaba alguno en su casa cerca de Porticcio, en el sur de Córcega. Unas cosas, a propósito de las cuales le habían dicho: «También tú tendrás derecho a ellas… También tú tendrás ese poder…». Y hacía varios días que no podía dormir: consumido por el loco deseo de infligir, a Opale por ejemplo, unas… cosas… como las de las fotos, ¡y peores incluso!
Luego estaba la inminencia de los próximos días, de las próximas semanas. La fuerza de las promesas. Y la impaciencia. Muy pronto, pensaba… muy pronto sería libre. La voz se había mostrado categórica; y había intuido por el tono imperioso, por la fuerza de las imágenes que le había hecho llegar, que la voz cumplía sus promesas.
Nunca olvidaría esa frase: «¿Realmente necesitas a tus padres?». Por fin sus deseos iban a verse colmados. Pero ¿cuándo?
¿CUÁNDO?
En fin, tenía que reprimir esa cólera interna suya, esa rabia que lo invadía: no sabía de dónde venía y le daba igual. Pero luchar contra esa bola incandescente en la jeta insípida de ese mariquita pelagatos de Moreau, que le había hecho soportar todo el día sus gilipolleces sobre las cartas Magic con esa pinta de crío desamparado… sí, ¡lo que se dice un criajo! Él, César, estaba tan lejos de aquello, pero tanto… A años luz. ¡Lejos y, sobre todo, por encima! ¡Tan por encima…! Tener que soportar ese careto de feto malayo retrasado y además, aceptar sin rechistar que acababa de ser admitido en la Chowder Society; sí, soportar todo eso era una auténtica hazaña. Porque, claro, era ahí adonde lo había llevado aquella fulana pelirroja, ¿no? Pensaba —¡pobre niñata ingenua, que pronto sería castigada por el desprecio con que lo obsequiaba desde la escuela primaria!—, pensaba que lo habían engañado… a él… a César Mendel. Se equivocaba de medio a medio. Los había seguido a distancia, bueno, le había seguido la pista a Moreau mientras la seguía. Cuando se conocía el Saint-Ex, era fácil moverse sin ser visto. Y César conocía todos los recovecos del colegio. Siempre le había gustado eso: internarse por los lugares oscuros a resguardo de las miradas, observar cómo el mundo se entregaba al sórdido comercio de su mediocridad… Seguir los tejemanejes de algún chaval que deslizaba una china de chocolate en el bolsillo de algún amiguete, o a la zorrita de Clémence Dupale que iba a enseñar el pandero y sus tetazas de vaca rubia a quien quisiera verlos, es decir a cualquiera, ¡ja ja ja! Y también sabía 1) qué era la Chowder Society, y 2) dónde se encontraba, gracias sobre todo a un primo lejano, un resto de los Morsan de Calignon, que en cierta ocasión había mencionado la Chowder ante César dándose humos.
¿Por qué habían invitado a Moreau a la Chowder? ¿Cómo es que Opale tenía el poder de introducirlo, cuando Florent de los Cojones de Calignon le había dicho que nadie, nunca, podía ser aceptado en la Chowder antes de haber cumplido catorce años, «aun cuando ningún estatuto lo hubiera especificado nunca, porque se supone que la Chowder no existe, y además, César, no deberías saber estas cosas, no debería haberte hablado de ello»? (¡No pasa nada, bazofia, algún día te cortaré la lengua, la pasaré por la sartén y me la jalaré en tus narices! Ja… ja… ja.) ¡Así que, anda que no estaba sobrado de razones para dar portazos al final de ese día! Y sin embargo, no debía. ¡No debía!
Aguzó el oído, inmóvil, con los nervios a flor de piel ante la idea de escuchar la voz de su madre resonando en algún lugar de la casa, perdiéndose por los altos techos, las arañas y las molduras… O incluso el golpeteo de las perlas en su escote al andar, al acariciarlas con aquel gesto odioso… pero no. Ningún ruido. Al menos tenía una ventaja lo de vivir en un caserón.
Bajó en silencio, cruzó el vestíbulo. Seguía sin haber moros en la costa.
Ya más sereno, se dirigió hacia la puerta. Tenía ya la mano en el pomo cuando oyó a su espalda la odiosa voz haciendo añicos el fugitivo sentimiento de triunfo que acababa de saborear.
—Pero ¿adónde vas así?
César cerró los ojos, visualizó en el espacio de un segundo la cara que se suponía debía mostrarle para responderle y se puso la máscara apropiada.
—Se lo he dicho hace un rato, mamá. Voy a estudiar. A casa de Philibert…
La vieja pelleja pestañeó, mientras acariciaba nerviosa la serpiente de esferas grises contra su pecho reseco como un biscote de régimen (sin embargo, bien sabía Dios lo borracho que estaba el bizcocho, ja ja ja).
—¿Que me lo has dicho?
César no pudo reprimir una sonrisa gélida. Se había olvidado. Recordárselo era hundirle un poco más la cabeza allí donde Floriane de Morsan de Calignon nadaba desde siempre: en la mierda.
—Pues claro, mamá. No hace ni treinta minutos.
Ella y su cardado asintieron con un convencimiento fingido.
—Ah, sí, ¿cómo no? ¡Ahora me acuerdo! Claro. Es que no sé ya dónde tengo la cabeza. Todo este asunto de Arabia me trae a maltraer. A propósito, tu padre se va mañana por la mañana durante algunos días. De viaje de negocios. ¡En el que van a tratar de eso precisamente! —añadió con un suspiro agudo, o un grito susurrado, no estaba del todo claro.
—¿Mañana? ¿A qué hora? —preguntó César.
—¿Cómo que a qué hora?
—¿Se va en coche?
—Sí, ya sabes que a tu padre le horroriza el tren. Conducirá hasta París y dejará el coche allí, en nuestro estudio de Saint-Germain. Por la noche volará a… oh, ¿cómo era? ¡Riad!
—¿Sabe a qué hora se marcha? —insistió César con un punto de alteración en la voz.
—Hacia las ocho, me imagino… Bueno, bastante temprano, eso seguro.
—¿A París, entonces?