Una voz en la niebla (35 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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Jenny Bertegui se volvió y la observó fijamente, primero con asombro, después con una mirada extraña.

—Pues… yo, por ejemplo, prefiero el sol a la lluvia —explicó con la mayor gravedad (y su voz de patito)—. Aunque viva con los dos, ¿sabes?

¡Oh, pero mira que era retorcida! ¡Estaba claro que Rosy no iba a poder trabajar mucho tiempo en esa casa! Iba a ser necesario encontrar una solución. Primero estaba la criaja… Pero además, había que tragar a la madre: con su acento a lo Jane Birkin, su cola de caballo rubia tan lisa, y sus maillots de todos los colores. ¿Desde cuándo los polis se casaban con Miss Gymtonic?

¡Ay, que no, que no! Que aquello no iba a funcionar… ¡pero lo que se dice nada!

—Oye, tu madre me ha dicho que tenías deberes. Ya te estás yendo rapidita para tu habitación…

Jenny Bertegui se encogió de hombros.

—Venga, vamos… ¿qué le voy a decir si no cuando vuelva de su… jogging? —escupió, como si jogging no fuera una palabra, sino un sapo.

Siguió con la mirada a la niña, que arrastraba sus pies y desaparecía por el pasillo.

Satisfecha, Rosy miró la hora: las seis pasadas. Aún le tocaba esperar media hora larga. Aquel era uno de esos días malos: dos veces por semana, Miss Gymtonic volvía un poco tarde de Dijon, donde era profesora (y una se pregunta adónde vamos a ir a parar cuando las profesoras se parecen a Véronique y Davina)
[9]

Como no era plan de saltarse un día de jogging, en cuanto volvía se calzaba la ropa y se largaba, la muy obsesa del régimen. («Su cocina es muy buena, señora Menirond, pero un poco pesada…» Pues, hala, arrea p'alante, que con las mismas te he hecho huevos al plato pa cenar esta noche, ¡ji ji ji!) «¿A ti te gusta la niebla?» ¡Ay, pero mira que aunque no esté la cría delante, las preguntas me siguen aquí rondando y fastidiando!

Casi sin pensarlo, Rosy Menirond se acercó a la ventana. Fuera, el jardincillo no estaba iluminado, de modo que solo se distinguían vagamente las formas de los setos, el pórtico, un árbol, y la niebla que se deslizaba en bancos lechosos y…

«¿Se ha movido algo ahí?» Rosy Menirond entornó los ojos. Sí, estaba segura de haber visto cómo se movía algo. No lo pensó dos veces: si no salía a ver qué era, iba a estar dándole vueltas a la cabeza durante horas y ya no podría hacer nada. Y además, Rosy-recia-como-un-menhir no era de las que se dejan impresionar. Más bien al contrario: cualquier ocasión era buena para dar rienda suelta a la inextinguible cólera que le hacía vivir la vida como si fuera un campo de batalla.

Agarró un pedazo de cuchillo de cocina y desplazó su enorme osamenta con la ligereza de un carro de combate.

Encendió el jardín. Los haces de los pequeños focos iluminaron de modo rasante el seto y el césped, y la sombra desmesurada del árbol recubrió una parte de la casa. Venteó el aire blanco desde lo alto de la escalera de entrada y dirigió su mirada hacia el arbusto que acababa de moverse en sus narices un minuto antes.

—¿Hay alguien ahí? ¡Lo estoy viendo, que lo sepa!

En realidad, no veía un pimiento. Pero lo sentía. Puede que Rosy no tuviera la mente despierta, pero a fuerza de nadar entre los algodones de la niebla desde hacía más de cincuenta años, se desarrolla un sexto sentido para identificar a los que se ocultan en ella. Que había alguien ahí, de eso no le cabía duda. Y en su opinión, no era alguien bueno. Mucho mejor así: estaba de un humor de perros… un humor que no había mejorado para nada después de que Le Pen perdió en 2002, de manera que la loca esperanza de enganchar a algún gamberrete mientras violaba la casa de un poli hacía que le hirviera la sangre.

Descendió los tres peldaños de la entrada, avanzó hacia el bosquecillo mientras barría con la vista de derecha a izquierda para tratar de distinguir algo, como una cara entre las hojas, por ejemplo.

Había recorrido la mitad del camino cuando un detalle atrajo su atención… ahí, donde el columpio de la cría. Lo vio con el rabillo del ojo, como una mota que le picara. Rosy cambió de dirección, con la linterna en ristre, más decidida que nunca.

Pero a medida que se aproximaba, a medida que la masa gris-rosácea que había sobre el columpio tomaba cuerpo, notó cómo se le encogía el corazón, y su energía conquistadora la abandonaba, como si Rosy la guerrera se hubiera quedado en la escalera para enviar en solitario a la guerra a la cría de ocho años que anidaba en sus recuerdos, la que recibía palizas con el cinto de su viejo y a quien su madre le prohibía salir pasadas las seis cuando había niebla.

No podía ser… aquello, de todos modos.

Durante un tiempo que le pareció infinito, Rosy Menirond se vio privada de cualquier capacidad de reacción, con los ojos clavados en la… cosa del columpio. Luego un miedo helador la congeló de pies a cabeza.

¡Lo sabía! ¡Había intuido que se estaba preparando algo! Vivía ahí desde hacía demasiado tiempo para no haberlo sabido: ese año, la niebla tenía una consistencia especial. Fibrosa… Casi viva. Cuando la niebla se ponía a palpitar así, casi a murmurar, es que algo se… despertaba. Un algo que te envenenaba el sueño y te daba frío. Y te recordaba que los niños pequeños no deben hablar nunca con desconocidos.

Un algo que habitaba en la niebla: era blanco y estaba muerto, pero también no muerto, y bullía como el subsuelo de un cementerio…

Un algo que acababa de depositar un corazón de toro en el columpio de los Bertegui… no: en el columpio de la mocosa. La niña estaba en el punto de mira.

Un algo que estaba aún ahí, en algún lugar del jardín del poli…

Dio media vuelta.

¡Ay, sí, está aquí! Y aquello tenía un nombre: el Mal. ¡El Mal, a unos metros de ella!

Petrificada junto al pequeño columpio rojo, con el corazón latiéndole con grandes golpes sordos, Rosy paseó su mirada a lo largo de los árboles, de los setos, de las grandes jardineras que Miss Gymtonic cuidaba con mimo. Alzó la vista, buscó entre las ramas. Imposible: la niebla y la oscuridad tejían una trampa mortal. Y sin embargo: ¡aquello estaba allí!

Rosy trató de reponerse: ¡de todos modos, había que moverse! No era posible quedarse ahí plantada junto al columpio y esa cosa violácea, con agujas pinchadas, que hasta podía ponerse a latir en cualquier momento, ahí, donde la cría ponía su bonito culito de mocosa… bum bum… bum bum…

No era ella la que estaba en el punto de mira. De eso estaba segura. Además, sin haberse parado a pensar ni un segundo, el resquicio de conciencia que no estaba paralizado, había decidido, desde el mismo instante en que la imagen del corazón había aparecido ante sus ojos, que no diría una palabra de su descubrimiento a nadie. Ni siquiera a su Maurice. Ni siquiera a los padres: para empezar, no era asunto suyo; luego, si aquello debía llevarse alguna cosa ese invierno, que fuera a la chiquilla. Y además: ¡esto es lo que acababa sucediendo cuando alguien metía la nariz en los asuntos de los villenses!

Sin embargo, aquello la observaba en ese momento desde algún lado. ¿Qué hacer?

Decidió moverse. Lentamente, de puntillas como si un avance normal pudiera desencadenar algo —algo macilento que surgiera del arbusto con los ojos rojos, por ejemplo—, se puso a desandar lo andado en dirección a la casa, apuntando con la linterna como con un arma. A mitad de camino, se dio la vuelta bruscamente para asegurarse de que no la seguía nadie. A su espalda, el jardín seguía aún sumergido en una oscuridad inmóvil. El decorado no había cambiado en nada… bueno, en casi nada: la niebla, siempre más densa en el suelo, se elevaba ahora en según qué sitios, unos brazos de humo emergían suavemente.

Rosy se estremeció, esperó, acechó. De todos modos, pensó, ¿qué voy a hacer si veo algo? ¿Si los brazos se tensan un poco demasiado? Nada fue la respuesta que le vino a las mientes. Su cuerpo ya no obedecería a su cerebro, y de cualquier modo, no estaba segura de que su cerebro fuera a ordenar nada. Tenía que volver a la casa a toda costa, encerrarse, olvidarlo todo. Y esperar el regreso de Miss Gymtonic antes de volver a salir de nuevo por la puerta.

Reemprendió su camino, totalmente decidida ahora a evitar cualquier enfrentamiento, con el cuchillo en la mano derecha, aunque, bueno, ¿de qué le podía servir?

Solo diez metros… Quince pasos, no es nada. Quince pasos son quince segundos. Veinte, todo lo más. ¡Además, aquello no me va a cazar aquí! ¡Ahora!

Los contó… nueve… ocho… Santo Dios, tenía el pomo de la puerta casi al alcance de…

Fue entonces cuando lo vio. Al séptimo. En uno de los arbustos: una mecha de un rubio resplandeciente… ¡Y los ojos más pálidos, más fríos que Rosy Menirond hubiera visto jamás!

Capítulo 37

B
ertegui no tuvo que esperar demasiado en el bar del Clos Montdor. Cinco minutos después de anunciar su llegada en la recepción del hotel, se reunía con él Nicolas le Garrec, quien le había pedido expresamente que se encontraran en el piano bar y no en su habitación. A Bertegui no le disgustaba la idea: el lugar tenía el silencioso encanto de un club londinense para caballeros de alta cuna y se prestaba a las confidencias.

—¿Le apetece beber algo? —preguntó el Jabalí a modo de saludo.

Nicolas le Garrec se encaramó a la banqueta contigua. Entonces reparó en el líquido ambarino que contenía el grueso vaso de cristal que había ante el policía.

—Pensaba que los polis no bebían cuando estaban de servicio.

—Debería usted tratar más a menudo con la policía. Podría serle útil para sus libros. Por lo demás, mi servicio termina justo después de nuestra charla… Y he tenido un día duro.

—Eso ya se ve —dijo Le Garrec con la mayor seriedad—. Tiene usted mala cara.

Bertegui lo crucificó con la mirada.

—Eso también vale para usted.

—Yo he enterrado a mi madre hoy, lo que no ayuda demasiado a tener buen aspecto.

Hizo una seña al camarero y pidió un manhattan.

—¿Qué le ha parecido la ceremonia? —preguntó con ironía.

Bertegui pasó por alto la pregunta.

—Yo también conozco a una mujer que no tiene buena cara hoy. Ha enterrado a su hijo esta tarde. Lo encontraron muerto en el bosque del parque. O más bien… En lo alto del bosque: apareció empalado en la verja…

Nicolas le Garrec asintió brevemente con la cabeza mientras observaba al barman que preparaba su cóctel.

—Sí, ya me he enterado… Un trágico accidente.

El lamento desgarrador de Billie Hollyday se alzó de pronto en el bar.

—¿Ha vuelto por el bosque del parque? —preguntó Bertegui.

—No. Es una peregrinación que aún no he emprendido. Estamos rodeados de bosque en el hotel, de todos modos. Hay unas vistas magníficas para los que hacen footing. Se domina toda la ciudad, ya sabe…

Bertegui se había dado cuenta conforme llegaba. Y también de una peculiaridad estructural: alrededor de las mesetas que rodeaban Laville-Saint-Jour se perfilaban cuatro puntos. El Clos Montdor daba a La Talcotière… En el eje opuesto, el muy elegante barrio de Montcerneaux se mofaba de los suburbios obreros, el barrio de Vrésilles. Así, Laville-Saint-Jour parecía latir en el punto de encuentro de dos líneas. Y algo aún más turbador: sobre el plano, la intersección exacta se situaba en el paseo del parque, en la parte en que el bosque y el colegio habían levantado sus respectivas verjas.

—Voy a abrir una investigación oficial sobre la muerte de su madre.

—No me sorprende. Se le notaba que lo estaba deseando.

Chocó su vaso contra el del comisario —chin-chin— antes de humedecer sus labios en él y alzarlo con un gesto apreciativo dirigido al camarero.

—¿Puedo preguntarle qué le ha llevado a tomar esa decisión?

—Algunos testimonios.

—Ya veo…

El escritor se quedó mirando el vaso un momento. Bajo la luz dorada que proyectaba la barra por debajo, a Bertegui casi le pareció ver cómo su madre se materializaba ante sus ojos. La fugaz impresión desapareció cuando Le Carree se volvió hacia él.

—Supongo que no va a decirme nada más al respecto.

—Por el momento, no… En cambio, yo a usted tengo algunas cosillas que preguntarle. ¿Dónde estaba la noche del día 3?

Los labios de Le Garrec esbozaron una sonrisa desengañada.

—No estaba cortando el cable del teléfono de mi madre, si es eso lo que pregunta.

—No, lo que pregunto es: ¿dónde estaba usted exactamente?

El tono de voz de Bertegui dejaba traslucir sus pensamientos: «Ahora ya no estamos jugando».

—Estaba aquí… en mi habitación.

—¿Se puede comprobar?

—Supongo que puede preguntar en recepción.

—Hum…

Bertegui bebió un sorbo de whisky, acarició su mentón.

—Sabe tan bien como yo que de un sitio como este se puede entrar y salir al antojo de cada cual. Basta con escabullirse por delante del mostrador sin dejar la llave cuando el recepcionista está ocupado o salir por las cocinas. Estoy seguro de que, si me doy una vuelta, encontraré varias salidas discretas.

—Tiene razón. Pero es todo cuanto puedo hacer por usted…

Le Garrec no parecía para nada desestabilizado, observó el policía con fastidio.

—¿Y dónde estaba usted el 5? Mejor dicho, la noche del 5, hacia las diez.

—¿El 5? —se extrañó el escritor—. ¿Por qué el 5 ahora?

—Es el día del… accidente. En el bosque del parque.

—¿En serio piensa usted que… he podido ser capaz de cometer una cosa semejante? ¿Y qué más? He leído que fue un accidente. Usted mismo acaba de…

—Yo no pienso nada en concreto, señor Le Garrec. Me limito a hacer mi trabajo.

—Ya veo. Pues seguramente que lo voy a decepcionar: el 5 me encontraba en una fiesta en casa de unos antiguos compañeros de clase. Los Rochefort.

—¿El director del Saint-Ex?

—El mismo. ¿Sabe quién es?

—He tenido ocasión de conocerlo. A propósito de usted… Buscaba información del pasado de su madre.

Espero alguna reacción, pero fue en vano. El escritor se limitó a volver un poco la cabeza hacia la única persona que había sentada a la barra, una morena atractiva y un punto llamativa.

—No creo que se moleste demasiado si le digo que no tengo ganas de remover el pasado —murmuró Le Garrec.

—No, así es. De todos modos, creo que miente. Usted no ha venido aquí, después de una ausencia tan prolongada, para escribir una novela que transcurre en Brasil. No domino los misterios de la creación literaria, pero lo que ha venido a buscar aquí es el pasado.

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