Una voz en la niebla (31 page)

Read Una voz en la niebla Online

Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tosió. Le pasó el pitillo.

—¿Quieres?

Asintió. Lo cogió con torpeza entre sus dedos, y se lo llevó a los labios. Vaciló.

—¡Fumas como si estuvieras chupando un biberón!

Algo caliente y acre le llenó la boca, pero no aspiró. El humo se quedó dos segundos contra el paladar, luego escupió todo y una gran vaharada hizo que le escocieran los ojos. Aguantó el tipo, sin toser, y le devolvió el cigarrillo con el turbio orgullo de haber dado un salto de varios años, de haber recortado en algo la distancia que lo separaba de ella.

Se abstuvo de hacer comentarios. Tampoco ella dijo nada. Bastien comprendió que acababa de superar la prueba.

—¿Por qué me has traído aquí?

Aspiró una nueva bocanada; intuyó el placer que sentía al dárselas de mujer adulta, pero sus gestos eran aún dubitativos: fumaba igual que andan las niñas cuando se ponen los zapatos de tacón de sus madres.

—Bueno, Opale, me vas a expli…

Un ruido en la puerta la hizo dar un respingo y se levantó de un bote.

—No hay por qué asustarse. Son ellos.

—¿Ellos?

—Sí, ellos… La Chowder Society.

Un instante después aparecieron: una chica con el pelo rizado y un chico moreno, un poco flaco.

—Bastien, te presento a los dos amigos más allegados a mi hermano… Anne-Cécile y Jean-Robin…

Bastien los miró con detenimiento: recordaba a Jean-Robin, lo había visto ya en el colegio. Por lo demás, era difícil no reparar en él: tenía el aire medio dandy, medio gótico de una criatura de un videoclip de Myléne Farmer, con ojos pintados de negro y trazos andróginos tan fuera de lugar en el Saint-Ex como el rubio incendiario de Clémence Dupale, famosa en todo el instituto por sus minifaldas y sus pechos cruce de vigilante de la playa y
pom-pom girl
. Anne-Cécile, por su parte, se ajustaba más a los patrones locales: longitud exacta de vaqueros, jersey azul marino, rizos pulcros y gafas con montura metálica. Era igual que cualquiera de las alumnas de segundo o de primero, réplicas, a su vez, de las madres que las esperaban a la salida.

—¡Hola! —dijo el chico tirando su mochila por ahí—. Soy Jean-Robin. Lo digo por si te entraba la duda…

Le tendió la mano y Bastien la estrechó, pasmado. Todavía más cuando puntualizó:

—Jean-Robin du Mercelac.

Nunca antes había conocido Bastien a ningún alumno que se presentara con su apellido.

—Jean-Robin está en segundo —explicó Opale mientras él se repantigaba en una esquina del desvencijado sofá—. De hecho, si mi hermano no se hubiera… bueno, estarían en la misma clase. En cuanto a Anne-Cécile, es la mayor del grupo: está en primero. Y es una bruja muy poderosa…

Bastien se volvió hacia Opale, no demasiado seguro de haber oído bien.

—Sí, una bruja muy poderosa —coreó Jean-Robin—. Desciende de un linaje muy antiguo. Es prima de la familia Talcot… Es una Noblet. Y tiene muchas y muy buenas dotes. Sobre todo para comunicarse con los muertos. ¿No es cierto, Anne-Cécile?

Pero la chica no lo estaba escuchando. Miraba fijamente a Bastien, sin decir palabra.

Finalmente, se quitó las gafas; el muchacho se sorprendió ante la intensidad de su mirada, aun cuando el castaño de sus ojos fuera de lo más común. Lentamente, se acercó a él y Bastien supuso, por el respetuoso silencio de los demás, que Anne-Cécile era el alma del grupo.

Se detuvo a su altura —era poco más alta que él—, lo escrutó una vez más, y tuvo la desagradable sensación de que de sus pupilas salían dos afilados tentáculos capaces de penetrar sus más íntimos secretos.

Luego volvió a ponerse las gafas y afirmó:

—Tiene el poder… Sí, tiene el poder. Es más, un poder asombroso.

Capítulo 32

E
l dueño de La Guérande tenía el aspecto rudo de quien ha pasado por chirona y ha terminado reciclado en el café del barrio; miraba a Bertegui de modo suspicaz desde hacía una hora larga, el tiempo que este llevaba esperando sentado ante un segundo café solo (el quinto del día).

El Jabalí se había pasado por La Guérande para encontrarse con el primo de la Doctora Ruth, después de pedir a Clément, y que este le enviara, un breve resumen de los antecedentes del susodicho, así como una fotografía antropométrica. Al principio, el dueño del local lo había recibido con la extrañeza que puede suscitar un hombre con una cabeza enorme y llena de pelo, pecho de tenor y piernas cortas vestido con traje claro y trinchera de Hugo Boss; y luego, con el rostro adusto e impenetrable y la antipatía propios del caso después de que Bertegui se presentara.

Este había decidido jugar con las cartas boca arriba:

—Según parece, Gionelli viene a menudo por su local. Y no, no estoy aquí para causarle problemas… Ni a usted. Me envía su prima —siguió diciendo el policía—. Sonia… de Laville-Saint-Jour… Solo quería que me proporcionara una o dos informaciones, sobre algo que no le afecta directamente. Es casi un servicio… familiar —adujo en su defensa.

—Me extrañaría que se lo prestara de buena gana —respondió el dueño mientras sacaba brillo a un vaso compulsivamente, como para que se le pasaran las ganas de sacudirlo—. Nunca ha sido de los que se dedican a largar a la bofia, ¿se entera?

—Ya me lo suponía, pero quizá tenga ganas de ayudar a su prima, ¿no cree?

A regañadientes, el hombre había acabado por soltar:

—Suele pasar entre las cuatro y las cinco… No siempre, pero suele hacerlo.

Efectivamente hacia las cinco menos cuarto, Gionelli abrió la puerta: se parecía bastante al tipo de la foto, pero su deteriorado aspecto de fumador y su endeble constitución eran indicio de las muchas noches en vela pasadas desde aquella foto. Un tipo correoso, consumido por el tabaco y los nervios, concluyó Bertegui, quien sabía que, con el tiempo, los jugadores acababan por entrar en la categoría de los consumidos/corroídos por dentro, o en la de los sanguíneos/desfondados.

Algunos parroquianos le dedicaron un «Hola, Pierrot», mientras avanzaba hacia la barra. Breve conversación con el dueño, luego vistazo en dirección a Bertegui.

El hombre fue directamente hacia él, con un pastís en la mano.

—Me pregunto qué mosca la habrá picado a Sonia para que me mande aquí a la pasma —dijo a modo de salutación, con un brillo en la mirada, viva, entre reprobatorio y divertido.

La «pasma»… El pastís… Al igual que el dueño de La Guérande, Gionelli pertenecía a unos bajos fondos ya anticuados, del hampa más que de la canalla, del juego y las chicas más que de la droga y las violaciones colectivas.

—Me dijo que me podrías dar un soplo…

—Si tú me tuteas, yo también te tuteo, ¿eh? ¿Cómo me has dicho que te llamabas?

—Bertegui.

—¿Teniente? ¿Comisario?

—Comisario.

—¡Comisario! ¡Así que la cosa es seria! Aunque, bueno, comisario de Laville-Saint-Jour, no sé yo si es mejor que teniente en Indre…

Bertegui pasó por alto el sarcasmo.

—Henri Vilbois.

El hombre se quedó paralizado un instante, luego decidió tomar asiento.

—Empiezo a entender qué hace Sonia metida en esto —observó—. ¿Estás investigando a Vilbois? No sé qué puedo decirte, no lo veo desde hace… —lanzó un silbido— veinte años largos. —Un silencio y continuó—: Además no sé por qué debería…

—Tu prima dijo algo así como: «Pasan cosas extrañas en Laville-Saint-Jour. Algún día se tendría que acabar esto…».

Gionelli asintió con la cabeza.

—Ya veo.

Suspiro, buchito de pastís, chasquido de lengua.

—Venga, comisario, soy todo oídos.

—Busco información sobre Vilbois. Era jugador, ¿correcto?

—Sí.

—Por lo que tengo entendido, era su actividad principal…

—No exactamente. Lo fue durante un tiempo, porque tenía unas manos de oro. Nunca antes vi una cosa igual. A su lado, David Copperfield era el osito de Mimosín. Si estabas compinchado con él en una mesa de juego y era el que repartía, te daba los cuatro ases… pfff… así —Gionelli chasqueó los dedos.

—¿O sea que lo conociste bien? Incluso llegaste a jugar con él…

—De eso hace como treinta años. Yo era un pipiolo. Y él también… ¿Tendríamos cuántos? ¿Veinticinco, treinta tacos? Como suele decirse, acostumbrábamos «frecuentarnos». Estuvimos conchabados durante algún tiempo, aquí y también en París: de vez en cuando nos dábamos una vuelta por ahí, comprábamos material…

Bertegui asintió con la cabeza: muchos jugadores profesionales compraban en las tiendas dedicadas a los prestidigitadores, sobre todo en una, famosa en toda Francia, situada en la rue Cardinal Lemoine, en el Distrito Quinto. —¿Y?

El hombre vaciló, le dio unas vueltas al vaso que tenía en la mano: unos dedos largos y finos, hechos más para volar sobre un piano que para cortar mazos de cartas como un tahúr.

—Y empezó a pasar de lo del juego: lo cual, a mí no me hacía ninguna gracia… Nos sacábamos una pasta gansa juntos. Aunque fuéramos a pulírnosla al día siguiente al casino de Santenay —precisó con una mueca de disgusto—. Sobre todo, es que yo no me enteraba de nada… Así que un día que le habíamos dado al jarro un poco más de la cuenta, le pregunté por qué se había alejado de las timbas. Y cómo lo hacía para seguir costeándose las camisas de Dior y los trajes pichis de marca. Entonces me miró. Mucho rato… oh, no se me olvida su mirada, no señor, porque… porque Vilbois tenía la mirada más fría que yo haya visto en toda mi vida. Y me dijo: «¿Cómo te crees, Pierrot, que hacemos lo que nos da la gana con las manos? El talento no basta, me dijo. Ayuda, pero no basta. Por eso, necesitas ayuda… hay alguien que reparte las cartas por ti… ¿Lo pillas? Alguien muy poderoso. Muy, muy poderoso…».

«Yo no me enteraba de nada, y me tocaba un poco los cojones. De hecho, nunca estaba del todo a gusto con él. Se decía de él que era de esos que podía darte la puñalada trapera por la espalda mientras te sonreía de cara mirándote a los ojos.

«Bueno, al grano. Me dijo: "¿Has oído hablar de Fausto? Pues, es como Fausto… Hay que pagar una deuda. He jugado, he ganado… y ahora, LE sirvo a tiempo completo".

—¿LE sirvo? —preguntó Bertegui—. ¿A quién?

El primo se encogió de hombros.

—Léete el Fausto, comisario…

Bertegui hizo como que no oía la recomendación.

—Entonces ¿estuvo implicado en el caso que se destapó hace siete años?

—¿El caso Talcot?

—Sí.

—Si quieres… Ya no andaba por allí cuando el caso se destapó, pero eso debes de saberlo ya. Tenéis un buen expediente, el Vilbois…

Bertegui no le informó de que no era así: había desaparecido de sus archivos casi cualquier rastro de la existencia de Henri Vilbois.

—Digamos que podría haber estado implicado… Era uno de los secuaces de la familia Talcot, ¿entiendes?

—¿Uno de los secuaces?

—Sí, uno de los secuaces. Que el caso reventara hace siete años no quiere decir que no se supiera desde siempre lo que pasaba por allí… Los Talcot lo controlaban todo. Ellos solitos constituían una auténtica mafia. El asunto de los chavales asesinados, era su pequeño delirio de ricachones perversos. O, como habría dicho Vilbois, para servirLE. Pero luego estaba el resto de sus actividades. Que se extendían mucho más allá de Borgoña. Si no, ¿por qué te piensas que los tíos de esa ciudad tienen tanta tela? ¿Solo con el vino? Si fuera así, todos los tipos de Beaune, Nuit-Saint-Georges y demás tendrían las mismas cuentas repletas en Suiza. Porque en Laville-Saint-Jour, no sé si estás al tanto, nadie se preocupa por los vinos de California o de Australia… Allí, con guerra del Golfo o sin ella, ¡nunca falta la pasta!

«Y ya sabes cómo va esto: hacen falta tipos que hagan el trabajo sucio. Y eso incluye raptar a críos a diestro y siniestro… O incluso para que se los manden al extranjero, ya sabes lo que quiero decir. Comprobar la mercancía…

Bertegui contuvo una mueca de asco.

—¿Ese era el papel de Vilbois?

—No lo sé. No sé a ciencia cierta lo que hacía o dejaba de hacer para ellos. No sé si… jugó con los críos él también…, pero si te digo lo que pienso en el fondo, yo creo que sí… porque, como él mismo dijo aquella noche: «Tenían que servirLE». Estaba implicado. Hasta el cuello.

La mafia en versión misa negra, resumió mentalmente Bertegui. Una asociación nunca vista en el crimen, hasta donde él sabía. Repugnante. Espantosa…

—¿Conociste a la que era su compañera por aquel entonces?

El hombre se quedó paralizado, luego el rostro se le iluminó.

—¡Conque eso es lo que te interesa! Vale, ahora lo cojo… sí, no pongas esa jeta: soy como cualquier otro tío que ya ha cumplido los cincuenta tacos, y miro las esquelas a diario para ver si ha dejado de fumar algún viejo amigo. Y la vi, a ella… hace tres o cuatro días en el periódico. Sí, la conocí. No mucho, te mentiría si dijera lo contrario… pero la conocí. Porque a veces íbamos a jugar a su casa, bueno, a la de ella, así para rematar la noche, y entonces la veíamos bajar por las mañanas, fresca y dispuesta para ir a currar. Y al chaval también… Eso lo recuerdo bien: dos o tres veces, lo vi tomarse el desayuno, justo al lado de donde terminaba una noche de juego… Era raro aquel chaval, que no decía ni mu, que ni nos miraba, ahí, tomándose su cacao cuando casi no se podía ni respirar de tanto como habíamos fumado por la noche.

«También ella me producía una extraña sensación… incluso llegué a preguntarme si habría sido ella quien lo había arrastrado a aquello. O al revés, no sé. En todo caso, no les iba muy bien como pareja, y no paraba de echarle broncas: de todos modos, Vilbois era una persona violenta. Tranquilo en el juego, con nervios de acero, pero violento en la vida. Y sin embargo, no la dejaba. Era como si estuvieran… encadenados el uno al otro. Cuando se iban de juerga, apenas se fijaba en las otras chicas, y eso que ligaba con facilidad. Lo que es seguro es que no me gustaba nada ir a aquella casa. No me sentía bien… Se respiraba un ambiente enrarecido.

Bertegui guardaba silencio: pensaba en aquel niño, que se levantaba temprano para ir al colegio, y se encontraba el comedor familiar convertido en un improvisado garito que apestaba a tabaco y a whisky. ¿Qué más cosas habría tenido que presenciar Nicolas le Garrec? ¿Había regresado para vengarse? ¿Para vengarse de su madre, que no había sabido darle una infancia normal? ¿Y qué marcas habían dejado los… espectáculos del pasado? ¿Bastarían los libros para reparar los traumas? ¿Para «sublimarlos», como habría dicho Meryl?

Other books

Night Work by Greg F. Gifune
Coraline by Neil Gaiman
Staking Their Claim by Ava Sinclair
The God Squad by Doyle, Paddy
Plumage by Nancy Springer
What Stays in Vegas by Labonte, Beth
The Devil of DiRisio by DuBois, Leslie