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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (49 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Una desgarradora soledad le atenazó brutalmente el corazón, allí, en medio de la clase, rodeado de unos veinte alumnos. Patoche se encontraba en París, su padre callaba, Opale se había esfumado. Y su madre pintaba obras maestras y horrores en un cobertizo cerrado con llave. No, de hecho no estaba completamente solo: julesmoreau, a su manera, estaba a su lado.

Creepy…

—¿… y el señor Moreau ha cerrado los ojos para dormir o para imaginarse un prisma recto en lugar de dibujarlo en su cuaderno?

Bastien abrió los ojos, sorprendido de haberlos cerrado. ¿Cuánto tiempo había estado así? Se enfrentó a las miradas clavadas en él.

—Esto… yo…

El señor Dupuis se acercó; Bastien no hizo caso de las sonrisas burlonas de los graciosillos, divertidos ante la amenaza de una muerte por asfixia violenta que se cernía sobre él.

Dupuis se detuvo a su altura.

—¿Podría recordarnos la definición de priiisma, señor Moreau?

La pregunta le llegó envuelta en una tufarada tan potente que por primera vez en su vida Bastien creyó ver cómo se materializaba un olor, en el presente caso, en forma de una nube de color mierda. A su pesar, en un reflejo de legítima defensa, volvió la cabeza para escapar del gas tóxico, lo que provocó risitas en la clase.

Dupuis se puso colorado.

—¿Le molesta a usted algo, señor Moreau?

Sin esperar la respuesta, se acercó todavía más, para lanzarle casi en las narices, puntuando cada sílaba con profundas exhalaciones:

—Un prisma es un sólido formado por dos bases paralelas que son polígonos cuyas aristas son, a su vez, paralelas dos a dos.

Una risa histérica estalló en algún lugar de la clase; Bastien creyó reconocer la voz de pato de una de las gemelas Peroneau.

Notó cómo se estaba poniendo más y más tenso, levantó la vista hacia Dupuis, luego se cruzó por casualidad con la de César Mendel: un breve instante de perfecta complicidad, entre compasión e hilaridad. Entonces de golpe ascendió en él como un acceso violento, una presión irresistible: un ataque de risa. Le dio tan fuerte que con él descargó toda la tensión acumulada desde que había subido por la escalera que conducía a la Chowder. Rió a mandíbula batiente, aquejado de un ataque inexplicable, que le inundó las mejillas de lágrimas, y rió aún más al ver la cara estupefacta del profesor, se llevó las manos a la boca para tratar de sofocarla.

—Yo… lo… si… sien… —Se puso a hipar en un vano intento de excusarse—. Ha… hay… al… algui…

¡Quería explicarle que le estaban haciendo reír, que ni Dupuis ni su aliento legendario eran responsables de… todo aquello! Pero no pudo.

—¡SALGA DE CLASE INMEDIATAMENTE! —escupió el profesor mientras la clase seguía la corriente a Bastien.

Los salivazos le dieron en plena cara: a su pesar, en su delirio, le vinieron a la cabeza las palabras «guerra bacteriológica» y «arma química». Su risa se transmutó en un inquietante cloqueo gallináceo y el mundo vibró con un tono divertido; todo giró espantosa, trágica, cómicamente.

Cuando pasó delante de su mesa, Dupuis le alargó una nota. Bastien bajó la vista, imposible mirar a nada o a nadie sin ver en ello su lado… desternillante. Eso por no hablar de los olores que le iban a dar en plena cara si Dupuis abría la boca… bueno la boca: ¡querrás decir el pozo de vómitos ese!

No te rías… no te rías… no te…

—Va usted a ir a ver a BN… estooo… al señor Bonnet ahora mismo. ¡Con esto! ¡Y le dice que pasaré personalmente a hablar de su caso al director!

Bastien se tapó la nariz, cogió el papel doblado en cuatro, cerró los ojos y salió por piernas antes de que le entrara un nuevo ataque.

Se encontró en el silencio del patio, que lo acogía con los brazos abiertos. El aire fresco de la mañana azotó sus mejillas ardientes y después de algunos segundos hipando, su siniestro ataque de risa ya no fue más que un recuerdo. Miró la nota de Dupuis en su mano, suspiró… la metió en su mochila. BN iba a esperar, le traía sin cuidado. Todo lo traía sin cuidado.

Sacó su móvil del estuche, miró la pantalla. Le dio un vuelco al corazón: en ella aparecía un sobre. Echó un vistazo alrededor como si temiera que alguien estuviera leyendo por encima del hombro, antes de echarse la mochila a la espalda: quedarse así, solo en el patio vacío bajo una de las arcadas, lo exponía a recibir alguna sanción.

Anduvo pegado a los muros esperando que la sombra de las bóvedas y la niebla matutina lo ocultaran a la vista, recorrió todo el patio antes de llegar al del jardín, que conducía a la Chowder. Tras refugiarse en el pequeño vestíbulo que cobijaba los baños, inspiró profundamente —¿por qué temía abrir ese mensaje?—, se decidió a hacerlo.

RCIBIDO TU MNSJ PERO STOY MUY OCUPADO STA MÑN… MI VUELTA S RTRASA 2 DIAS. AVISA A TU MA. BS.

Bastien se quedó mirando la pantalla uno o dos minutos, con la garganta seca, con carne de gallina en los brazos. El mensaje había sido enviado efectivamente desde el móvil de su padre, estaba escrito en mayúsculas según su costumbre. Y sin embargo, el texto no era muy propio de él, como un desfase, un peldaño ligeramente torcido en una escalera.

El ruido de una puerta lo sobresaltó. Se dio la vuelta, pillado
in fraganti
. Una silueta apareció en la puerta de los lavabos.

—Ehm… ¿qué estás haciendo aquí?

Jean-Robin lo miraba fijamente igual de sorprendido, a Bastien le pareció incluso que se sonrojaba, mientras se frotaba la nariz con un gesto un poco nervioso.

—Me han expulsado de la clase de mates…

JR avanzó hacia la luz: por encima del trazo negro de khôl, sus ojos inyectados en sangre revelaban que había sido una noche corta.

—¿Y tú? —preguntó.

—Yo… he llegado antes de tiempo hoy. No tenemos curso todavía.

Bastien notó un malestar entre ellos… sin duda a causa de los acontecimientos de la víspera.

—¿Tienes noticias de Opale? —preguntó.

JR se había puesto ya su bolso en bandolera.

—¿Opale? ¿No está en clase?

—No.

—Ah… Puede que esté enferma. ¿La has llamado?

—No responde.

—¿Tampoco en su casa?

—No tengo su número.

JR sonrió. Sin decir palabra, buscó en su bolso y sacó su móvil, llamó.

—Buenos días, señora, Jean-Robin du Mercelac al teléfono —comenzó a decir, y Bastien pensó que probablemente él nunca se habría presentado así si hubiera llamado al domicilio de la chica—. ¿Podría hablar con Opale, por favor? —Un silencio, luego Bastien vio cómo JR fruncía el
ceño
—. Yo… No, pensé que no había venido hoy, pero no… no estamos en la misma clase, claro. Muchas gracias, señora…

Colgó.

—Dice que Opale ha venido a clase hoy —dijo con aire pensativo.

—¡Vaya!

—… y estaba algo rara.

—¿Rara?

—Sí… no sé… ¡Bueno, seguramente aparecerá de un momento a otro! —exclamó con una jovialidad que a Bastien le resultó fingida.

—JR… Si Opale no estuviera muy bien, e incluso con todo, se encontrara aquí, en el Saint-Ex, ¿dónde estaría, en tu opinión?

El chico alzó los ojos al cielo, antes de dirigirlos fugazmente a la «puerta-armario».

—Se supone que no debo dejar subir a nadie así, sin… sin avisar a los demás —dijo con aire sombrío.

—¿Ni siquiera por la hermana de tu amiga, que podría estar en apuros?

Los dos chicos se quedaron unos momentos en el umbral del desván que acogía las reuniones de la Chowder. Reinaba en él una calma fría, y el fondo de la sala, detrás de las vigas, las perchas, los vestidos polvorientos y los trozos de decorado de cartón piedra, aparecía oscuro, casi amenazador.

—¿O… Opale? —llamó JR con voz endeble y algo atiplada también.

No hubo respuesta.

Bastien avanzó, mientras un JR indeciso murmuraba a su espalda:

—No… no creo que esté aquí.

Bastien no estaba tan seguro. Sentía una presencia. O mejor no: unas presencias. Opale podía ser una de ellas, acurrucada en cualquier lado, al fondo de la Chowder, fumando… ¿Por qué se la imaginaba, en ese mismo momento, llorando, con el cuerpo encogido en un ángulo entre dos paredes?

Se abrió camino en dirección hacia la penumbra, allí donde el colchón y los sillones desfondados habían visto a generaciones de alumnos invocar a los muertos. Allí donde, décadas antes, la mano de un joven villense había dibujado en el suelo un tosco pentáculo.

—Opale, ¿estás ahí?

Su propia voz lo sobresaltó: apenas podía reconocerla.

Diez metros más atrás, JR preguntó:

—¿Y bien?

Bastien no contestó, continuó su avance hacia la penumbra del fondo. De pronto se detuvo, olisqueó el aire. Oh sí, allí estaban ellos. O más bien ellas: las sombras blancas. La primera vez, la atmósfera del desván lo había indispuesto, sin que hubiera podido explicar el porqué: después de todo solo se trataba de un viejo sobrado abandonado. Ahora las sentía, casi podía verlas suspendidas por el aire, formas inmateriales como criaturas en un acuario… o en todo caso imaginárselas, oír sus lamentos lejanos, inaudibles.

—¡Y bien! —le instó de nuevo Jean-Robin a su espalda.

Bastien se sobresaltó, la ilusión se desvaneció. Recorrió los últimos metros, advirtiendo que el desorden del día anterior, los restos de su sesión, habían desaparecido. Habían despejado el lugar. Al fondo del desván, descubrió el saloncito improvisado, la mesa-caja de cartón… Observó la vela, que aún titilaba, una lata de coca. La cogió: estaba aún fresca, medio llena.

—No está aquí —gritó hacia donde estaba JR—. Pero… pero creo que ha venido por aquí hace poco.

—¿Por qué?

Se oyó el sonido de la campana, que ahogó la respuesta de Bastien.

—¡Tenemos que irnos! —gritó Jean-Robin.

Bastien se dio la vuelta, se disponía a ir a su encuentro cuando un detalle llamó su atención: alguien acababa de colocar unos cuadraditos de papel blancos y un vaso junto a ellos (y los confetis habían desaparecido). Por eso había acudido Opale, concluyó: para tratar de hablar con su hermano.

Sola.

—¡Aligera, coño! —gritó Jean-Robin.

En un segundo, se decidió:

—No me esperes…

—¿¡Qué!?

—Me quedo… yo… quizá vuelva Opale y…

—¡Pero puedes esperarla abajo! ¡De cualquier manera, no te puedes quedar aquí! No tengo la menor intención… Además, nunca debía haber…

—No voy —repitió Bastien.

Desde el fondo del desván, vio cómo el rostro andrógino de JR se retorcía de ira. Los dos muchachos se enfrentaron con la mirada; Bastien sabía que el chico no podía hacer nada: su única opción era quedarse con él y perder la clase. O abandonarlo ahí.

Escogió la segunda dando un portazo. Bastien se quedó solo, con la vela derritiéndose, los cuadrados de papel, el pentáculo debajo de la caja de cartón. Y las sombras blancas que flotaban indolentes a su alrededor.

Capítulo 55

A
primera vista, Bertegui pensó que la directora de los laboratorios Hecticon y el colegio Saint-Exupéry formaba con su marido una pareja bien avenida: la misma calidad en su sonrisa, la misma elegancia más parisina que austeramente villense, los mismos resultados en cuanto al régimen que debían seguir escrupulosamente para mostrar uno y otra esa atlética delgadez.

—He accedido a recibirlo, pues aunque no tengo ni idea del objeto de su visita, estaré encantada de poder ayudarlo, pero me esperan en una reunión y luego para almorzar…

Echó un vistazo rápido y escrutador a su gabardina de napa Trussardi; luego se detuvo en su cara con una mueca burlona, como si encontrara incongruente, divertida, la asociación de ambas.

—No nos llevará mucho tiempo, se lo aseguro. Solo quería hacerle algunas preguntas. En los últimos tiempos se han producido un cierto número de hechos bastante… extraños.

—Ah, ¿sí? No me he enterado de nada… bueno, debo decir que, actualmente, apenas tengo tiempo para nada: estamos preparando la campaña de lanzamiento de nuestros productos en Estados Unidos, imagínese. Y bien, ¿en qué puedo serle de utilidad?

—Querría saber por qué ha comprado usted La Talcotière.

Se le congeló la sonrisa. Cléance Rochefort pestañeó con un aspecto entre contenido y escandalizado que hubiera resultado más propio ante una pregunta sobre su vida sexual o sobre cómo se rasuraba el vello púbico.

—No… no veo en qué pueden interesarle a la policía mis motivaciones. ¿Y cómo la saben? Esa información no ha sido divulgada.

—Hemos hecho nuestras investigaciones…

—Pero ¿por qué motivo?

—Ya se lo he dicho: recientemente se han producido cosas poco habituales, señora Rochefort. Cosas que recuerdan a hechos no tan lejanos.

Dejó que se instalara un silencio para hacerse entender bien.

—Usted ya sabe que La Talcotière fue el escenario de acontecimientos dramáticos. Hoy exploramos cualquier pista que nos pueda ayudar a identificar a los autores de los recientes… incidentes.

La mujer lanzó un seco resoplido de irritación.

—Los laboratorios compraron La Talcotière por una sencilla razón: el panorama, la situación geográfica.

—Ah, ¿sí?

—Hasta hace poco… bueno, unos años —puntualizó Cléance Rochefort mirando fijamente al comisario, toda tiesa en su sillón—, era sencillamente la propiedad más prestigiosa de la región, en particular por sus vistas. Y prestigioso es sin duda el calificativo más apropiado para los laboratorios Hecticon. Nuestra intención era, y lo sigue siendo, demoler la finca e instalar allí el grupo. —Había dicho eso como si se tratara de una multinacional.

—Ya veo… ¿Y a quién se la compró?

Cléance Rochefort siguió mirándolo fijamente; ahora, los ojos, de un azul como de porcelana, brillaban con destellos desafiantes.

—¿No figuraba el nombre en el catastro?

La tensión seguía subiendo. Sutilmente, sin razón aparente, la conversación se estaba convirtiendo en un enfrentamiento de salón y se le estaba yendo de las manos a Bertegui.

—Podría comprobarlo, pero me haría usted ganar tiempo. Las preguntas que le hago no tienen otra finalidad. En ningún caso le afectan a usted directamente: mi visita no tiene ningún carácter oficial.

La mujer se encogió de hombros:

—Si puedo ayudar a la policía… Se trata de la familia Mercelin.

—¿Villenses?

—No, unos primos de los Talcot. Oriundos de Arras, tengo entendido. Viven en Estados Unidos desde hace varias generaciones…

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