Una voz en la niebla (61 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—De lejos… De fuera, en cualquier caso… —Y se había reído al decirlo—. Pero… su lienzo me recuerda a mi ciudad. Bueno, se parecería si hubiera escogido blancos y grises en lugar de todos esos azules… Y además, ¿qué pinta exactamente? ¿Representa algo?

Se habían amado. Una pasión imposible: por culpa de él. ¿Quién era? Lo desconocía… ¿Qué hacía? Tampoco estaba nada claro, pero tenía dinero. A veces la invitaba a buenos restaurantes, la cortejaba de un modo un poco anticuado, antes de invitarla a ofrecérsele, lo que ella había hecho en cuerpo y alma, con un hambre voraz, con tanto más entusiasmo cuanto él la rehuía, desaparecía dejando tras de sí un aura negra, maléfica, magnética, ensombrecida por sus advertencias: «No debemos amarnos… Al menos, no debes amarme. Algún día sucederán… Algún día sucederán cosas terribles, Caroline. Desearás no conocerme. Incluso desearás no haberme conocido nunca». Cada separación se veía subrayada por sus tormentos. Cada reencuentro, más ávido que los anteriores…

Cuando se confiaba a ella —las raras ocasiones en que se había dejado llevar—, le había hablado de una ciudad en que sucedían cosas extrañas… «Es un lugar diferente… del que nadie sale indemne, que te marca para siempre…». También había hablado de su madre, y había llorado una vez al recordar a su hermana…

Luego, un día desapareció. Pasó un mes, dos. Semanas durante las cuales no había pintado nada, antes de dejar que su desesperación explotara en colores de fuego y sangre, para finalmente destruirlo todo.

Pasaron tres meses antes de que lo volviera a ver: en la portada de los periódicos, en la televisión. La cara de su amante, del huidizo hombre de su vida, el fantasma de su amor, acusado de… de los peores horrores. Entonces recordó sus advertencias y esperó que la policía la interrogara en cualquier momento. Se equivocaba: nunca fueron a verla. Nadie lo había sabido. Sin duda, y esto lo entendió después, él había borrado todas las huellas de su aventura… de hecho, ¿las habría dejado en algún sitio? Ni ella poseía más fotos que las publicadas en los periódicos.

Había conocido a Daniel un año y medio después: dieciocho meses de los que conservaba un recuerdo lejano y oscuro, como si los hubiera pasado encerrada en un armario. A diferencia de Pierre, no se había enamorado de él a primera vista… En cierto modo, era su antítesis: frente a la seducción tenebrosa de Pierre, desplegaba un encanto solar, sano… y un poco anodino, pero en el fondo, ¿no era eso lo que necesitaba? Para rehacerse, como suele decirse.

Cuando Pierre resultó absuelto, ella vivía ya desde hacía seis meses con Daniel: una felicidad plácida y relajada, que la había mantenido alejada del caso, aun cuando Daniel la hubiera encontrado rara durante las dos semanas que duró el proceso. Volvía a pintar; lienzos a su propia imagen, según ella: agradables, pero sin fuerza. El veredicto había sido pronunciado finalmente y una sombra se había alzado en ella: no era culpable… «Todo aquello» —las acusaciones, los medios histéricos, los apodos macabros— no tenía ningún fundamento, sino tan solo una desgraciada coincidencia, un golpe orquestado por el destino. Sí, había acogido el veredicto con un inmenso alivio, hasta el punto de olvidar las advertencias de Pierre, ese aire atormentado en la intimidad, la volubilidad de sus humores, sus secretos…

Había telefoneado una semana después. ¿Cómo había dado con ella? No lo sabía. No aparecía en la guía telefónica… De todos modos, todo estaba a nombre de Daniel.

Ella lo había visto… un encuentro que no había previsto que terminara así: en un abrazo tan apasionadamente intacto como si no hubieran pasado dos años desde que el caso comenzó; y había pensado, en el mismo momento en que se había sentado en el cafetín frente al hombre con gorra y gafas de sol, y después mientras hablaban de la vida, sobre todo de la suya, había pensado, en suma, en los amantes malditos de
La mujer de al lado
, de Truffaut.

Después de haber hecho el amor, él le había dicho: «Es la última vez… debo marcharme. No puedo quedarme aquí. Mi cara es demasiado conocida…».

Ella no había respondido nada, no había preguntado nada. Pierre formaba parte de su pasado, un pasado del que nunca había hablado a nadie… de dónde habría sacado el valor para decir a quien fuera: ¿sabe?, Pierre Andremi, el hombre acusado de asesinar niños, pues bien, yo era su amante secreta…

Tres días más tarde, se enteraba de lo impensable: había sido descubierto en flagrante delito, justo antes de escapar. Se había pasado la semana siguiente vomitando, dividida entre el horror por haber amado a un monstruo y el temor a verlo reaparecer. A su modo, fue exactamente lo que hizo: una vez más en la televisión, con aquella macabra puesta en escena. Al ver las imágenes, Caroline se había mordido los labios hasta hacerse sangre para no gritar, sin saber muy bien la razón por qué gritaba: ¿el horror de la escena, ver cómo su amor de juventud, y en el fondo el único amor de su vida, se inmolaba ante sus propios ojos? ¿El horror que él le inspiraba? ¿Simplemente el que se inspiraba a sí misma por ello?

Al día siguiente, tenía un retraso de cuatro días. Estaba embarazada.

Antes incluso de que naciera, ya sabía que era de Pierre. Daniel y ella hablaban de tener un bebé desde hacía algún tiempo, pero sus intentos habían resultado infructuosos. Cuando Bastien nació, nadie se extrañó de sus ojos castaños, a pesar de lo rubio que era su padre. «¡Oh, cómo se parece a su madre!», exclamaba todo el mundo. Solo ella lo sabía: esa especie de encanto natural, el rostro un poco alargado, la misma forma de los ojos, cuando creció, llevaban su impronta. No quiso menos a Bastien que si Daniel hubiera sido padre; quizá más, como se quiere y se cuida un secreto, con esa sorda culpa en su interior: el padre que había escogido para su hijo era un monstruo…

Nunca más volvió a oír hablar de Pierre: permaneció en su corazón como una flor envenenada, una flor que se había marchitado con el tiempo… Luego, llegó Jules y sopló sobre los últimos pétalos. Antes de que el accidente lo abrasara todo…

Cuando Daniel habló de mudarse a Laville-Saint-Jour, la flor se había vuelto a abrir dentro de su corazón: se había enterado, durante el proceso, de que Pierre se había criado en Laville-Saint-Jour. Era allí, por tanto: «el mundo nebuloso que se parece a tus cuadros…». Había sido incapaz de oponerse a que se fueran: demasiado cansada… demasiado vacía. ¿Y cómo habría podido justificar ese rechazo ante Daniel cuando le ofrecían aquel puesto de trabajo con unas condiciones inesperadas?

Recibió una nota tres semanas después de que llegaran: una sencilla carta deslizada por debajo de la puerta. «Algún día sucederán cosas terribles…» Creyó morir al leer esa línea, antes de sucumbir a la paranoia: ¡una broma pesada! ¡O un chantaje! Pero ¿cómo lo habían sabido? ¿Y quién? Se había equivocado. El hombre que la llamó unos días después era, en efecto, su antiguo amante, aun cuando por teléfono, no reconoció el timbre ronco y la voz sibilante, aun cuando la dureza y la incoherencia de lo que dijo contrastaba con el romanticismo magnético que ella recordaba: «Ha llegado el momento de recuperar lo que es mío, Caroline… Él pertenece a Laville-Saint-Jour. Nos pertenece…».

¿Cómo los había encontrado? ¿Y cómo había sabido que Bastien era su hijo?

No tenía respuesta para eso. Ni la había buscado. Comprendió que cualquier intento de huir era inútil: si Pierre había dispuesto de los medios para hacerlos ir hasta allí, después de tantos años, podría perseguirlos hasta el fin del mundo. De todos modos, ya no tenía fuerzas. Exangüe… se encerró en el taller a pintar. Los cuadros que contaban su verdadera historia. Hasta este, que ya no era capaz de ver, cegada como estaba por la cortina de lágrimas ante sus ojos.

Todo ha terminado, se repetía ahora. Todo ha terminado. Jules estaba muerto; y fueron ellos, ¿no? Daniel… no sabía dónde estaba, ni si estaba aún con vida, si Pierre lo había… capturado. Sí, seguro. Y Bastien…

Se enjugó los ojos y el cuadro apareció ante ella de pronto con la claridad de una película: podía casi ver… el rostro de ambos. Se abrió en ella una fisura, un desgarro, y sintió cómo toda la culpabilidad que la había consumido se derramaba, la anegaba, la ahogaba. Lanzó un grito, de rabia, de desesperación; el grito de una mujer que lo ha perdido todo, que ha renunciado, que ha condenado a su familia… Sollozó más y más, y luego, cuando el llanto se le secó, se puso en pie y se dirigió hacia la casa. Allí, con una energía histérica, descolgó los cuadros uno por uno, los llevó al cobertizo, volvió, descolgó otros…

Cuando los hubo apilado todos, cuando ya no quedaba ni rastro de sus obras en ninguna pared de la casa, cogió un bidón de gasolina que Daniel guardaba siempre por si acaso y roció los quince últimos años de trabajo, que se encontraban ahí. Se quedó unos momentos delante del montón chorreante, inerte, en estado de shock. Luego cogió, junto al hornillo donde se calentaba el té, una caja de cerillas y encendió una. Observó cómo la llamita subía a lo largo del palito, la arrojó justo antes de quemarse. Un segundo después, los lienzos prendieron con tal violencia que apenas tuvo tiempo de retroceder para escapar al aliento del fuego. Al salir, dejó la puerta abierta —limpiar, soplar, quemar, vaciarlo todo, todo, ¡TODO!— y regresó a la casa. Meticulosamente, como si se tratara de gestos cien veces repetidos, se dirigió al salón y cogió una botella de whisky antes de retirarse al cuarto de baño. En su neceser, rebuscó todas las cajas de barbitúricos que había acumulado en el transcurso de… su enfermedad: Prozac, Orfidal, Prazepam, Dobupal… Se tomó unas doscientas pastillas de todos los tamaños y colores con el whisky.

Cuando tres minutos después, la pequeña bombona de gas del hornillo explotó en el cobertizo, ya había perdido a medias el conocimiento.

Capítulo 75

S
uzy Belair alzó la vista: un pequeño inmueble claro, agradable, una de esas residencias que confieren a algunos rincones del distrito XIX de París el aspecto refrescante de una tranquila ciudad de provincias.

Evidentemente, ahí no bastaba con llamar: había que marcar el código de acceso antes incluso de acceder al interfono. Todo era más complicado en París, por eso a ella siempre le había gustado Laville-Saint-Jour: el bien, el mal; las apariencias, la verdad; y la niebla. Las cosas eran sencillas y claras.

¿Era el sitio correcto? ¿Era esa la dirección? No le cabía duda. Una cadena está compuesta de eslabones. Y a veces, un eslabón cede… ¿Había que creer al autor de una llamada anónima? En principio, no. Pero Suzy Belair creía haber reconocido la voz al teléfono. Antoine Rochefort… Claro que podía haberse equivocado. Daba igual: si había albergado alguna duda, la llamada realizada unos minutos después al número que su confidente le había confirmado la validez de la información: Ahí podría rastrear la pista que la conduciría al niño. Las protestas histéricas y socarronas de la mujer al teléfono —«¡Pues no, no conozco a nadie de Laville-Saint-Jour!»— sonaban falsas. Y Suzy Belair no era una mujer que soltara su presa.

Solo restaba entrar en el edificio y encontrar el piso.

No llevaba ni dos minutos cuando vio a un adolescente que caminaba en dirección a ella, con una raqueta de ping-pong en la mano, aspecto desgarbado y como a medio hacer. Suzy Belair se inclinó sobre su bolso, sacó de su interior una agenda y simuló buscar un número. El joven se acercó, tecleó el código, le dedicó una sonrisa ausente y le sostuvo la puerta para dejarla pasar.

Suzy Belair rebuscó entre los nombres de los buzones, y luego decidió abordarlo.

—Perdone, joven, ¿sabe usted dónde puedo encontrar a la señora… —fingió que comprobaba la agenda— la señora Radet?

Patoche se volvió bruscamente y observó a la «señora» que acababa de dirigirse a él. Él no conocía Laville-Saint-Jour, pero sabía de ella lo suficiente como para deducir que si la ciudad se parecía a algún ser humano, esa señora tan… transparente… como un espectro no podía representarla mejor.

—Fue usted la que llamó la otra noche, ¿no? —preguntó sin agresividad, naturalmente.

Algo cruzó fugazmente por el rostro de la «señora» —un velo de sorpresa, o más bien, una emoción—, luego recompuso su mirada y le respondió, con una sonrisa muy educada:

—Desde luego… Imagino que es usted quien se puso al teléfono en primer lugar…

Capítulo 76

N
icolas empezaba a impacientarse en el coche. Hacía cinco minutos que Audrey había entrado al Saint-Ex: tenían que ver a Bastien Moreau antes… antes que ellos. Antes que Pierre. Y debían encontrar un modo de recobrar al hijo de Audrey.

De pronto, vio una silueta que corría en la noche, entre la niebla. Encendió los faros y el fantasma de Audrey apareció ante el haz, con su abrigo ondeando al viento. Diez segundos después, saltaba dentro del coche.

—¡No está! —exclamó, con la voz presa del pánico—. Le han puesto falta en las últimas cuatro horas: de hecho, el señor BN, el vigilante, también me ha dicho que lo habían expulsado de clase esta mañana, y que después había desaparecido. Lo han visto a primera hora de la tarde, y BN pensaba convocarlo cuando ha llegado a sus oídos la historia, pero ya se había ido. No se han preocupado a causa de la niebla… Muchos alumnos han faltado y algunos han vuelto a sus casas a lo largo del día y…

—Audrey, intenta calmarte…

—¿Que me calme? —explotó—. ¡Por Dios, Nicolas, cómo te atreves a decirme eso! ¡Mi hijo está con ellos! ¡Con ellos! —repitió gritando—. ¡Y es por tu culpa! ¡Tú has permanecido en silencio, tú has callado lo que sabías! ¡No has dicho nada a la policía de tus dudas acerca de Andremi! Mira adónde hemos llegado. ¿Qué hacemos ahora? ¿Qué puedes hacer tú?

Nicolas no abrió la boca. ¿Qué podría decir? Necesariamente ella había llegado a la misma conclusión que él. Él era el responsable: no hacer nada, era ya, en cierto modo, actuar.

Las palabras de su madre, ahora ya casi su voz, continuaban rondando por su cabeza: «necesitan un heredero, ¿entiendes? Sin heredero, no son nada. Así es como funcionan las cosas aquí… Así es como pueden imponer su poder sobre los demás. Encuentra al niño. Sin el niño, no pueden nada… no puede nada…».

¿Por qué no había hecho nada? Porque no había encontrado las fuerzas para hacer frente al pasado. Las fuerzas para hacerle frente a ella… ni siquiera después de veinte años. Ni siquiera después de muerta. Porque necesitó que Audrey le sostuviera la mano, abriera el sobre, prestara su voz a sus palabras. Y también porque nunca habría imaginado semejante… locura. Un heredero, un… culto que se transmitía de generación en generación, en el que el jefe no podía aspirar a ese puesto si no tenía asegurada su descendencia.

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